LAS HURDES (EXTREMADURA) Y LAS TRIBUS SALVAJES QUE LAS PUEBLAN
Con motivo del centenario de la visita del Rey Alfonso XIII a la comarca extremeña de Las Hurdes, he recordado esta traducción que hice hace años de la obra de dos cazadores ecologistas, Abel Chapman y W. Buck. Interesante los párrafos que dedican a esta comarca. La primera edición es de 1910.
LAS HURDES (EXTREMADURA) Y LAS SALVAJES TRIBUS QUE LAS HABITAN
Aislada entre estribaciones de cadenas montañosas que convergen en
León, Castilla y Extremadura, se encuentra una región perdida que
lleva este nombre. Las Hurdes no ocupan un espacio pequeño:
no representan un insignificante rincón, sino una comarca de tamaño me
diano (digamos, unas cincuenta millas de largo por treinta de ancho)
separada del mundo exterior. Está lindando con Portugal por un lado,
y con España por el otro, siendo sus miserables habitantes ignorados y despreciados por sus dos vecinos.
¿Quienes son estas agrestes tribus (que agrupan a 4.000 almas)
que, en una miseria y estado salvaje increíbles en la moderna Europa,
siguen fieles, con una tenacidad solitaria, a estas inhóspitas espesuras?
Posiblemente son los descendientes de los futigivos godos que, hace
1.200 años, buscaron refugio en estos montes de las cimitarras árabes;
otras teorías encuentran su origen en una época anterior. Pero, ya sean
godos, visigodos, vándalos u otros, estos hurdanos de caras pálidas no
son con seguridad de sangre oscura árabe o sarracena; y ciertamente
no son tampoco de ninguna otra raza española. Los españoles les de-
jan totalmente solos; ninguno de ellos vive en Las Hurdes. No siendo
etnólogos, anticuarios, ni siquiera escritores sensacionalistas, los auto-
res se limitan a su experiencia personal, avalada por un estudio de lo
que las escasas autoridades españolas han recogido sobre la materia.
Sea cual sea su origen, los hurdanos de hoy son una raza depra-
vada y degenerada, salvajes a todos los efectos, habiendo perdido todo
sentido de amor propio o vergüenza, de honestidad o virilidad. Dema-
siado apáticos para pensar en las más elementales necesidades vitales,
se contentan con llevar una existencia semianimal, dependiendo su sub-
sistencia de sus pequeñas cabras y cerdos, de unos exiguos y precarios
cultivos, complementados por raíces y frutos salvajes tales como bello-
tas, castañas, etc., y de mendigar fuera de su propia región.
Primeramente, nos referiremos al paisaje. Imaginad una masa de
montañas todas ellas totalmente monótonas en una uniforme configu-
ración: largas colinas rectas, apareciendo cada línea del horizonte pa-
ralela con la siguiente, desnudas de árboles, pero cubiertas con
matorrales que llegan a la altura der hombro. Acercándose desde el
sur, los montes son más bajos y despliegan una deliciosa variedad de
brezales (incluyendo el brezo común); pero conforme se avanza hacia
el norte, el matorral se reduce a la perpetua jara pringosa, y las eleva-
ciones se hacen más altas y escarpadas hasta culminar en las paredes
verticales de la Sierra de Gata. Aquí, en las remotas cañadas, se tropie-
za con bosquecillos de encinas y alcornoques, cuyas ramas torcidas ates-
tiguan la ausencia de leñadores, mientras que inmensos troncos yacen
postrados, pudriéndose por el paso del tiempo. Aquí y allá se ven enci-
nas envueltas en su copa por brotes parásitos de enredaderas y vides
salvajes, cuyas anchas hojas de color verde pálido contrastan armonio-
samente con el oscuro follaje y pequeñas hojas de su anfitriona.
En las profundas gargantas o cañones de estas montañas se en-
cuentran los asentamientos, llamados Alquerías, de las tribus salvajes,
la mayoría de ellas inaccesibles a caballo. La de Romano de Arriba,
por ejemplo, está hundida en un abismo tal que desde noviembre a
marzo no le alcanza nunca ni un rayo de sol. Un caso similar es el de
Casa Hurdes que, vista desde el camino que conduce por la Sierra de
Porteros a Castilla, aparece enterrada en el fondo de una hondonada.
Otras, por el contrario, están colgadas entre peñascos que sólo pueden
ser alcanzadas tras una dura subida por una escalera de piedras fracturadas.
persas sin ningún orden o apiñadas de acuerdo con los dictados de las
formaciones rocosas, algunas medio apiladas unas sobre otras, otras
separadas entre si. Muchas son meros agujeros en la tierra, guaridas
sin forma definida, tal corno la naturaleza trazó sus paredes, pero te-
chadas con ramas y hierba sujetas por pizarras esquistosas que sirven
de cubierta. En algunos casos, tales habitáculos humanos se distinguen
a duras penas del circundante matorral, tierra o roca. Como bien se-
ñaló nuestro acompañante, un guardia civil, de un grupo de aguileras
adheridas a la pared, parecían más bien «nidos de vencejos» que moradas humanas.
En el interior hay dos pequeñas habitaciones, la primera de ellas
ocupada por cabras y cerdos, y la segunda cubierta de helechos en los
que duerme toda la familia, sin respeto a edad o sexo. No hay luz o
mobiliario de ningún tipo; tampoco utensilios para lavar, y escasamente
alguno para cocinar. Es cierto que en algún cubil hay un tronco ahue-
cado que puede servir de cama, pero su propósito inicial (como el nom-
bre batán quiere significar) era prensar las uvas y aceitunas en otoño.
No se tira nunca ningún desperdicio; incluso los sucios helechos se guar-
dan para utilizarlos como estiércol en los huertos. En una palabra, es-
tas pobres criaturas duermen habitualmente en un estercolero. Incluso
las bestias salvajes, los lobos y jabalíes prestan infinitamente más atención a la limpieza y aseo domésticos.
Otra alquería visitada por los autores, la de Rubiaco, consistía en
un enjambre apretado de pocilgas empotradas en las laderas de una
pequeña cresta bordeada a cada lado por torrentes cristalinos. Tan tí-
midos y vergonzosos son los nativos, que descubrirnos a varios escon-
diéndose en el monte ante nuestra presencia. La distribución de tabaco,
junto con pañuelos de colores para las mujeres, creó un clima de con-
fianza, y conseguirnos que un grupo o dos pasara delante de la cáma-
ra. El día sin embargo, estaba gris y cubierto, y la lluvia, desgracia-
damente, empezó a caer en ese preciso instante.
Esta gente, vestida con harapos, cuero y pieles sin curtir, eran pequeños, de tez pálida de fea apariencia (casi podríamos decir repulsiva)„ de ojos apagados y poco curiosos que apartaban inmediatamente cuando se cruzaban nuestras miradas. Los hombres, impasibles e indiferentes por lo demás, mostraban una vacía mueca o risa, pero totalmente desprovista de toda chispa de alegría o satisfacción.
Muchos(aunque de ningún modo todos) tenían narices claramente achatadas,
algo así como los mongoles; y ni siquiera entre las muchachas más jó-
venes podía. detectarse algún trazo de buena apariencia. Todos iban
descalzos, incluso sin cubrir hasta la rodilla.
Al abrir la puerta de una guarida (una tapa de un cajón de emba-
laje, de tres pies de alto, fijada con una correa de piel de cabra) dos
cerdos salieron precipitadamente gruñendo, y al primer paso hacia den-
tro el pie del autor se vio salpicado de un liquido fétido escondido de-
bajo de una basura de verdes helechos. El interior estaba oscuro y era
demasiado bajo para permanecer de pie. Encendí una cerilla y de re-
pente descubrí un objeto viviente casi entre mis pies. Resultó ser un
bebé, no mayor que un conejo, y con pequeños ojos negros como cuentas
que destellaban con un brillo salvaje. Nunca con anterioridad había
visto un destello así en una cara humana. Mientras examinaba este fe-
nómeno, un sonido desde la oscuridad interior reveló la existencia de un segundo inquilino. Avanzamos en la guarida, subiendo dos escalones en la roca y de la bajura de helechos se levantó una mujer. Medía unos tres pies de alto, tenía los mismos ojos salvajes, pelo despeinado, lleno de suciedad, que le caía sobre los hombros desnudos. Una clemente oscuridad ocultaba el resto. Parecía tener unos diez años, y era enana y poco corpulenta; sin embargo nos dijo que tenía
catorce años, y era la madre del niño-conejo, y que el padre de la cria-
tura lo había abandonado hacía un mes, diez días antes de que nacie-
ra. El cubil no tenía absolutamente ningún mobiliario a menos que
consideremos como tal el helecho seco. ¿Puede ir la miseria humana
más lejos?
El siguiente tugurio contenía un batín o árbol ahuecado, en el
que había algunos trapos que parecían trozos de monturas desecha-
das. Tan escasos están estos pobres salvajes de ropa, sea para el día
o para la noche, que, estamos seguros que acostaban a los niños entre
los cerdos, para compartir el calor natural de esas bestias. Sólo en una
morada descubrimos la comodidad de un cajón de madera_ Allí había
un puñado de patatas, algunas castañas, y una olla de hierro rota. Exa-
minamos una o dos guaridas más, y prácticamente todas eran iguales.
Si hubo algo que se escapó a nuestra atención teníamos una excusa:
eI aroma (humano, porcino y pútrido) era superior a lo que el más fuerte
podría soportar durante muchos minutos.
Nos fuimos. Confusos sentimientos de aversión, de compasión y
de desmayo ante la absoluta desesperación de todo esto llenaban nues-
tras mentes. A menos de cien yardas de distancias nuestros ojos se tro-
pezaron con una visión totalmente distinta, una de las más perfectas
escenas de la humilde naturaleza: un grupo de lavanderas blancas co-
rría alegremente por la orilla del arroyo, especímenes de pura belleza
inmaculada, rebosantes de optimismo y alegría de vivir. Unos minutos
más tarde, un par de chorlitejos grandes (Aegialitis curonica) en el río
acentúa el mismo lamentable contraste.
Los escasos cultivos existentes en Las Hurdes son sacados adelan-
te con suprema dificultad. Los montes no son cultivables, y las únicas
oportunidades que ofrecen son o espacios abiertos ocasionales entre
la interminable roca, o las infrecuentes y estrechas franjas de suelo que
puedan existir entre las escarpadas laderas y las orillas de los torrentes.
Aquí hay pequeñas parcelas de huertos de treinta a cuarenta pies de
largo por doce de ancho; pero el mismo suelo tiende a ser barrido por
las riadas invernales que caen por las faldas de las montañas, y tiene
que ser sustituido por tierra nueva acarreada, qua' ás a gran distancia,
a hombros. Aquí pueden recogerse patatas y pobres cosechas de cen-
teno en los valles más amplios. Los escasos árboles frutales están des-
cuidados, y por ello dan poco rendimiento, aunque lo poco que se
produce es de un sabor exquisito, incluyendo higos, cerezas, una clase de melocotón , aceitunas y vides. Todas las cosechas están expuestas a los ataques de los jabalíes, que vagan en grupos de doce a veinte, sin temor al hombre y no molestados por nadie; por otro lado los lobos causan estragos en los rebaños. El ciervo también recorre libremente y sin protección estos montes sin dueño (es posiblemente el único lugar en Europa donde se da este caso). Nos preguntábamos si muchos eran cazados, pero nos dijeron que eso ocurría en raras ocasiones, aun cuando el cazador hurda no se acerca a menudo a poca distancia de ellos, «No estamos enseñados “ en el arte de la caza», nos explicó el que lo dijo. Se encuentran unas cuantas perdices y liebres, junto con truchas en las corrientes más altas.
A pesar de su degradación nos aseguraron que los hurdanos no muestran esa tendencia criminal inherente a los gitanos. En lo que res pecta a los hábitos y costumbres de estas gentes, transcribimos aquí someramente de la obra de Pascual Madoz T algunos extractos seleccionados que parecen tan ajustados al presente como lo eran cuando fueron escritos hace unos sesenta años.
«La comida de los hurdanos es tan mala corno escasa. La pa tata constituye su aimento base, sea cocida o cocinada con sebo de cabra o cruda; a veces las habichuelas fritas en la misma grasa y por último las hojas cocidas de los árboles; ello junto a raíces, tallos de ciertas hierbas salvajes, castañas y bellotas. El pan es prácticamente desconocido; el único que hacen alguna vez es de áspero centeno y los mendrugos que obtienen mendigando fuera de su comarca. Sólo cuando están al borde de la muerte se les da pan de trigo.
Su vestimenta consiste en una prenda sin forma definida que
va de la cadera a la rodilla, una camisa sin cuello, sujetada con un
solo botón, y un saco encima del hombro. No tienen ropa de abri-
go, y todos van descalzos. Las mujeres van incluso menos arregla-
das y más sucias que los horiibrá. Nunca tienen ni rastro de algo
nuevo, sino prendas desechadas obtenidas mendigando o cambia-
das por bellotas en pueblos distantes. Su «moda» usual es no quitar-
se nunca, para arreglarlo o lavarlo, ningún harapo una vez que se
lo han puesto, sino que lo llevan hasta que se hace jirones por el
paso del tiempo y la suciedad. Nunca se lavan o cepillan el pelo,
y van con las piernas desnudas como los hombres.
Estos, con todo, son los más afortunados. La mayoría van ves-
tidos con pieles de cabra sin curtir que matan o son halladas muer-
tas. Los hombres se atan estas pieles al cuello, ciñéndoselas en la
cintura y las rodillas con correas; las mujeres llevan únicamente un
delantal de cintura para abajo.
Tanto hombres como mujeres son de enana estatura y aparien-
cia repugnante aumentada por su palidez y famélica mirada. Sin em-
bargo, son activos y expertos en escalar sus montañas nativas. No
existen diferencias externas en los sexos en lo que se refiere a sus
vidas y medios de subsistencia.
Todo el medio que les rodea tiende a hacerlos intratables y sal-
vajes (selváticos), rehuyendo el contacto con los de su especie, inclu-
so evitando ser vistos y rehusando hablar, No tienen médicos ni
cirujanos, utilizando ciertas plantas como medicinas. Con todo, vi-
ven muchos años. Sólo reconocen las estaciones sucesivas por el es-
tado de la vegetación y la atmósfera. Siembran y cosechan de acuerdo
con las fases de la luna, que observan con exactitud. Tanto la reli-
gión como las escuelas son desconocidas. Se glorian en su libertad
de toda persuasión moral, y se regocijan en la más brutal inmorali-
dad y crimen, que incluyen parricidio y poligamia. Hay alquerías
donde ningún sacerdote ha puesto el pie, ni poseen la más vaga idea
de las obligaciones cristianas.
Parece increíble que en medio de dos provincias ricas y con
buena reputación pueda existir un lugar tan fatídico como el descri-
to, desconocido como los más remotos kraals de África central».
Hasta aquí Pascual Madoz en 1845, aunque en realidad muy po-
cos cambios externos se han producido en los sesenta y cinco años si-
guientes 2: iglesias, es cierto, han sido levantadas, y llevados sacerdotes
y maestros. Una mejora, sin embargo, con tales medios sólo puede ve-
nir muy despacio, si es que viene. La situación fisica y doméstica de
estos pobres salvajes debe ser mejorada antes de que sean mentalmen-
te capaces de asimilar los misterios de la religión. España, sin embar-
go, les debe algo. Están muy gravados con impuestos, más allá de sus
posibilidades de pagar. De este modo son arrojados a manos de los
usureros. Nos contaron que en cada alquería se encuentra normalmente
un hombre más astuto que los demás, que, de acuerdo con algún mi-
serable sinvergüenza de otro lugar, explota la miseria de sus compañe-
ros. Se establece así una especie de semi-esclavitud, análoga en algunos
aspectos al nocivo sistema del caciquismo.
Los hurdanos están asimismo sujetos al servicio militar y propor-
cionan de cuarenta a cincuenta reclutas anualmente al ejército espa-
ñol. Curiosamente, todos los hombres cuando se licencian eligen volver
a su situación miserable en las montañas. Al preguntarle a uno de és-
tos, que había servido en Melilla, el porqué, su respuesta fue, «por li-
bertad»3.
Está en práctica una villana costumbre que lleva a estos pobres
desgraciados a lo más bajo. Esta abominación continúa en pleno vigor
tal y como lo estaba hace cien años, por lo que dejamos de nuevo al
venerable Pascual Madoz que cuente la historia con sus palabras:
«Muchas mujeres se ganan el sustento de un modo miserable
(constituye realmente su única industria) criando niños expósitos de
los hospitales de Ciudad Rodrigo y Plasencia. Tanto ansían el dine-
ro obtenido de este modo, que una sola mujer, ayudada de una ca-
bra, se puede comprometer a criar a tres o cuatro bebés, todos ellos
inevitablemente tan mal atendidos y alimentados que más parecen
espectros vivientes que seres humanos. Arrojados en catres de su-
cios helechos y faltos de todo cuidado maternal, la mayoría mueren
de hambre, frío y abandono. Los pocos que alcanzan la niñez son
seres enfermizos, débiles y achacosos».
Esta repulsiva «industria» continúa hoy día, pagándoles las autoridades de las ciudades mencionadas una suma de tres dólares a] mes con el fin de librarse de cada uno de estos niños no deseados. El resultado
todo directo e incidental en la moral y relaciones sexuales en las alque-
rías de Las Hurdes puede deducirse hasta cierto punto, pero no puede
describirse con palabras. De este modo el único punto de contacto con
la civilización únicamente contribuye a acentuar la degradación.