Publicación de Andrea Cabré roman

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Trabajadora Social | Experta en Intervención con Jóvenes Vulnerables y Migrantes | Salud Mental y Gestión de Proyectos

El 22 de diciembre es el día en el que toda España se detiene para escuchar a los niños de San Ildefonso cantando los números de la Lotería de Navidad. Un espectáculo que combina tradición, emoción y un buen marketing como pocos hay en el mundo. Nos pasamos meses comprando, aquí y allá, números de la Lotería de Navidad (y ya, de paso, del Niño). Los compartimos con amigos, familia, compañeros de trabajo… Nadie quiere ser “el único al que no le toque algo”. Es una ilusión colectiva, un evento casi cultural, pero si lo miramos con algo más de distancia, sobretodo es una gran operación de consumo. Este año, además, ha habido un detalle curioso: uno de los cuartos premios se ha quedado prácticamente desierto. Un error técnico, como el famoso caso de 1931 cuando el Gordo tampoco tuvo dueño. ¿Qué pasa con ese dinero? Pues se queda en el Estado. Sí, la ilusión de millones de personas se transforma en ingresos públicos, y nadie parece quejarse porque… bueno, porque nunca tuvimos realmente ese premio. Pero esto nos lleva a reflexionar: ¿qué valores estamos reforzando con esta tradición? Hemos conseguido que jugar al azar sea algo socialmente aceptable, incluso entrañable. Si fuera cualquier otro tipo de apuesta, ¿tendríamos la misma tolerancia? Además, los niños de San Ildefonso le ponen el toque mágico al evento, pero ¿alguien se detiene a pensar en el mensaje que enviamos? Poner a menores a cantar los números de la Lotería en horario de máxima audiencia no solo legitima el juego, sino que lo normaliza desde la infancia. Los anuncios de la Lotería son un espectáculo en sí mismos. Hablan de esperanza, comunidad y alegría… pero no de las probabilidades reales de ganar, que son casi nulas. Y lo aceptamos, porque queremos seguir soñando. Desde junio empezamos a comprar números, a compartirlos, a crear memes. Nos encanta sentir que somos parte de algo más grande, pero al final esto es consumo envuelto en una capa de tradición. Y luego está el verdadero ganador: el Estado. Cuando el premio se queda desierto, el dinero no vuelve a los jugadores, sino que engorda las arcas públicas. Lo aceptamos sin más porque, ¿cómo vas a quejarte de no ganar algo que nunca fue tuyo? No quiero ser aguafiestas. Yo también participo, compro mis números y comparto con mi familia, porque me encanta formar parte de esta tradición. Pero creo que merece la pena reflexionar un poco. ¿Es solo un juego? ¿O estamos participando en una estructura que refuerza expectativas, perpetúa desigualdades y normaliza el juego desde edades muy tempranas? Estas fechas son mágicas, sí. Pero quizá esa magia debería venir menos de los números que cantan los niños y más de conexiones reales o de la empatía hacia los demás.

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