Ampliar la base tributaria no es tan injusto como parece
El 75% de quienes trabajan en Chile no pagan impuesto a la renta. En la OCDE la cifra es inversa: el 75% sí lo pagan. En los países de esta organización el impuesto de segunda categoría, que es el que tributan los trabajadores por sus ingresos laborales, representa el 24% de los ingresos fiscales. En Chile, apenas el 10%.
En nuestro país, una persona con un sueldo líquido imponible de $3 millones, que lo ubica en el 5% más rico, paga una tasa efectiva de impuestos de apenas el 4,5%. Por el contrario, una persona con un sueldo líquido imponible de $7.500.000, que lo deja en el 1% más rico, paga cerca del 20%. No solo tiene una base mayor, sino que paga casi casi cinco veces la tasa efectiva.
El debate de la reforma tributaria ha tomado caminos insospechados. De la convicción de que debía aplicarse un impuesto a los “súper ricos” se pasó a la apertura a evaluar una ampliación de la base tributaria de las personas. Actualmente, según datos del Servicio de Impuestos Internos, el monto exento está en los $854.000 mensuales. ¿A cuánto se podría bajar? Todavía no hay luces al respecto.
La medida puede sonar tremendamente impopular y con un costo político mayúsculo. Pero tiene justificación técnica. Cuando nos comparamos con la OCDE, la conclusión es clara: los impuestos a las empresas están por sobre el promedio (27% vs 25,5%) y los de las personas, especialmente los de ingresos medios y medios-bajos, se ubican por debajo.
La implementación del monto exento en Chile tuvo una justificación técnica. A inicios de la década de los 80 Chile era un país pobre. Y el eje de la gestión de las autoridades económicas del gobierno milita se puso en los grupos de extrema pobreza. Fue la tan cuestionada, y hoy aplaudida, focalización de los recursos públicos.
La creciente clase media chilena, tan bien caracterizada por la familia Herrera en la serie “Los 80”, no recibía subsidio alguno, pero tuvo una zanahoria jugosa: no pagaba impuesto a la renta.
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Pasadas cuatro décadas la situación cambió mucho. El crecimiento económico de la segunda mitad de los 80, los 90 y los 2000 redefinió la faz del país. Y la llegada de gobiernos de corte socialdemócrata, como los de Aylwin, Frei, Lagos y el primero de Bachelet, llevó a que varios de los beneficios fiscales ya no se limitarán a los dos o tres quintiles más pobres, sino que abarcan al 70% u 80% de la población. La gratuidad universitaria es un ejemplo, aunque la Pensión Garantizada Universal (PGU) es probablemente el mejor logrado: $193.000 a la vena de la inmensa mayoría de los pensionados. Esto, sin considerar la implementación de beneficios universales, como el AUGE.
Lo mismo ha ocurrido con el sueldo mínimo, que en septiembre se eleva a $460.000 y en julio del próximo año llega a los $500.000.
La clase media y media alta es hoy más rica que hace 10, 20 o 30 años y recibe beneficios que antes solo estaban restringidos a los pobres. Y sin embargo, su contribución al erario público es bajo en términos absolutos y desproporcionado a nivel relativo, tanto de los segmentos más ricos como del promedio de la OCDE. Una ampliación de la base tributaria, con un recorte limitado del monto exento, sería una política pública razonable. Los mismo que una ampliación acotada y paulatina en el tiempo de las tasas marginales que pagan los sueldos hasta los $5 millones o $6 millones.
Estos dos ajustes por cierto que afectan a las rentas más altas, debido al escalonamiento de los impuestos de segunda categoría, y están lejos de afectar solo y mayoritariamente a los grupos de personas con ingresos bajo los $5 millones o $6 millones mensuales.
Si este ajuste tributario llegara a producirse, el desafío más importante será entonces entregar servicios y prestaciones más cercanas a la calidad OCDE que a la chilena en materias tan diversas como salud, educación, vivienda o pensiones. Solo así se podrá viabilizar la legitimidad de una medida que, en una primera mirada, puede parecer injusta y regresiva, pero que en realidad no lo es.