Contacto y con tacto
Decimos al iluso que ponga los pies en la tierra cuando queremos imbuirle de una dosis de realismo. Afirmamos que alguien tiene apego a la tierra cuando muestra una especial vinculación con algún lugar. Calificamos de terrenal a quien, en un momento dado, muestra debilidad en su excelencia.
Hay en todas estas manifestaciones, y en otras parecidas, una querencia innata e inconsciente del ser humano por lo terreno. La ley de la gravedad que impide que nuestros cuerpos floten en la atmósfera, no solo es física, sino metafísica y trascendente. Hay una gravedad invisible, espiritual, que reclama tener, al menos, un pie en tierra. Ese contacto con la tierra, físico y espiritual, esa gravedad que nos impide flotar material y metafísicamente, proporciona posición y pertenencia, dos cuestiones fundamentales para tener lo que los filósofos antiguos llamaban una “vida buena”.
Igual que muchos aparatos eléctricos requieren de una toma de tierra que los mantengan permanentemente conectados y evitar así los riesgos de averías que interrumpan su funcionamiento, también nosotros necesitamos la particular toma de tierra de la que nos provee el tacto. Tocar, palpar, acariciar, son todas acciones que nos contactan con la tierra y con el otro. Rugoso, áspero, suave o liso son adjetivos que nos remiten a lo que se toca y, automáticamente, nos colocan en una disposición diferente, mucho más presente y sintiente. El tacto se siente en una profundidad que otros sentidos no tienen. El tacto obliga a la presencia porque es concreción material. Sin estas condiciones, la existencia se torna ajena, extranjera a sí misma, alienada en aquello que le permite mantener un mínimo contacto sólido y la procura un sucedáneo de posición y de pertenencia.
El mundo “hiperpantalla” desactiva nuestras tomas de tierra, nos deposita en un espacio ingrávido donde flotamos, tanto física como metafísicamente hablando. Su propia denominación de virtual supone un alejamiento de lo que se toca, del contacto con tacto. Afecta a la concepción espacial y temporal. En lo espacial, desaparece el límite que impone lo que se toca, lo que no se puede traspasar. En lo temporal, la ausencia de lo que se toca y se siente impide que estemos presentes en el ahora con una conciencia clara. Por eso, a mayor virtualidad, mayor reclamo y estrategias fútiles que pretenden enseñarnos a estar presentes.
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En esta dinámica ingrávida, tanto física como espiritual, el individuo pierde posición y pertenencia y, consecuentemente, traiciona su tendencia innata a tener pies y espíritu cercanos a la tierra. Su vida se convierte en un “estar a merced”, como el astronauta que flota a la deriva en el espacio infinito. Surgen entonces la desazón y el infructuoso ejercicio de buscar el sentido de la vida sin tener en cuenta los sentidos.
Aparecen las sumisiones y las alienaciones en los trabajos y el consumo, pues en ausencia de un contacto con tacto con la tierra en todas sus posibilidades, el individuo necesita nuevamente, como el astronauta en el espacio, un mecanismo que le permita atarse a algo para impedir su vagar impenitente. Nos alienamos al trabajo, nos atamos al consumo. Así buscamos tener posición y sentir pertenencia. Pero no nos llenan porque no hay pie en tierra, no hay tacto y, por lo tanto, no hay contacto profundo y real.
Piensen ustedes cuánto tiempo del día dedican a estar en lo terreno, en lo que se toca, en practicar el tacto. ¿Cuánto tocan? ¿Cuánto palpan? ¿Cuánto acarician? Hoy casi todo sucede sobre una misma superficie, lisa y fría, monocorde y artificial, que desentrena el tacto con la excusa de lo táctil. Nunca fuimos tan táctiles, nunca tuvimos tan poco tacto. Huimos de lo rugoso, de lo áspero, para entregarnos dócilmente a la lisura, que emerge como una dictadura silenciosa convertida en un must de todo diseño que se precie. La elegancia y distinción de hoy han de presentarse siempre lisas y sin asperezas. A medida que alisamos los productos que consumimos y con los que nos identificamos obsesivamente, más alisamos nuestras vidas y espíritus.
Mientras sigamos siendo humanos, nuestro bienestar individual y social tendrá una pata bien asida al tacto, a lo que se toca. Sin ese contacto fundamental no hay posición ni pertenencia, solo ajenidad, alienación y artificialidad. No es posible el bienestar sin el contacto, no es posible el contacto si no es con tacto.