Crónica Roma
Roma / Andar y Ver de Jesús Silva-Herzog Marquez / Grupo Reforma
El entusiasmo sólo se expresa en desmesura. Contenerlo es falsificarlo. Roma es una obra de arte como la que no se ha producido en México en este siglo. Más que una cinta, es un acontecimiento que solamente puedo comparar con la publicación de El laberinto de la soledad o de Pedro Páramo, con los murales de Orozco, con Los olvidados. Afirmaciones del arte que nos interpelan de manera radical. Metáforas que rehacen nuestro recuerdo y nuestra presencia. Quiero decir que Roma no es, a mi juicio, solamente la muestra de un artista en la plenitud de su creatividad, el trabajo magistral de un equipo insuperable que logra un concierto único. No es solamente la perfecta ensambladura de actuaciones, libreto, fotografía y evocaciones sonoras. Es algo más que una película técnicamente impecable y emocionalmente devastadora. Es el retrato más acabado del México dulce y cruel, de ese país entrañable y detestable que sigue sin ser una casa para todos.
Roma es muestra del genio, que no del puro talento de Alfonso Cuarón. Una película suya en todos los sentidos. Son sus recuerdos los que aparecen en la pantalla, es su cámara la que retrata la ciudad y el cielo, es su libreto el que fija las palabras y las miradas. Lo primero que maravilla es la fotografía. El blanco y negro encuentra su justificación plena porque armoniza los detalles. Imposible pasar por alto la conmovedora belleza de sus cuadros: la marea del agua que limpia el patio, una cazuela rota, el universo de las azoteas, una ciudad llena de vida, un avión que cruza el cielo. La cámara de Cuarón captura la intimidad de los cajones y el portento del horizonte. Acaricia con luz cada objeto para hacer poesía con esa cotidianidad que se ha ido. Si es una fiesta para la mirada, lo es también para el oído. La admirable recreación del pasado es, sobre todo, resurrección de sus sonidos. Los silbidos del afilador, el rumor de los viejos motores, los anuncios de la radio. Si regresamos a otro tiempo es porque lo escuchamos.
Roma puede verse como una carta de amor a las dos mujeres que marcaron la infancia del director. Su madre y la mujer que trabajaba en su casa no solamente cocinando y limpiando sino también cuidando amorosamente a los niños, despertándolos por la mañana, arrullándolos con canciones al dormir. Retratos de dos mujeres fuertes y solas. Si la película no se desbarranca ante los riesgos retóricos y sentimentales de la historia es por la contención de estas actuaciones magistrales. Cleo, (Yalitza Aparicio) encarna todas las emociones pronunciando apenas unas cuantas palabras. No tiene sitio en la conversación, pero sus silencios lo dicen todo. En sus ojos están la ternura y la sorpresa, el esmero y el cansancio, el miedo y la soledad. Contrastante es la energía masculina. Hombres cobardes que rugen, que amenazan, que matan y que huyen.
Vivir en casa ajena. Ese es el tema de Roma y es también el tema de México. ¿Qué significa vivir en un país que es, a fin de cuentas, ajeno? ¿Qué significa, para los dos extremos de la casa, crecer con una familia inexistente? El cariño en la desigualdad no es falso, pero es perverso y encierra, a pesar de todas las dulzuras, un abuso. Los niños aprenden a ser, desde que pueden hablar, educadamente, déspotas. Una relación entrañable que, al mismo tiempo, supone la privación de los derechos: no hay vacaciones, no hay privacidad, no hay horarios. Un vivir para servir.
No le han faltado críticos a Cuarón por esta película llena de riesgos. Hay quien la encuentra condescendiente, hay quien advierte cierta intención de ennoblecer la explotación. No lo veo así, pero creo que esas reacciones prueban la fuerza de una película que no puede sernos indiferente. Ahí está su grandeza: las emociones que despierta son profundas, aunque no sean opuestas.
Dos escenas marginales capturan el mensaje hiriente de la cinta. Dos niños juegan a ser astronautas. Uno de ellos pasea con su familia en el bosque. Su disfraz es impecable. Se imagina descubriendo parajes de la luna. En otra escena aparece otro niño (seguramente de la misma edad) jugando también al astronauta. Camina por los charcos de Netzahualcóyotl. No tiene disfraz de tienda, solamente se ha cubierto la cabeza con una cubeta a la que le ha abierto un hueco. Con idéntica emoción, imagina las mismas aventuras lunares. Esos niños, lo sabemos bien, no pertenecen al mismo país. No habitan la misma casa.
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