Crónicas de La Montaña I
Hace más de dos semanas que veo a tata Celerino envuelto en sus pensamientos, caminando cabizbajo pero con un paso apresurado como si huyera de ellos; su esposa, antes tan platicadora, se ha sumergido en un silencio impenetrable y sólo me mira con sus ojos de venadito cuando desde lejos le grito “adiós, nana” y me despido agitando la mano derecha. A sus hijos “grandes” (Romualdo de 17 años y Alejandro de 14) me los encontré en la “pasajera” hace casi un mes, iban para Tlapa donde los autobuses de los contratistas los esperaban a ellos y a muchos otros jornaleros de toda la región de La Montaña de Guerrero para llevarlos a los campos agrícolas de Sinaloa y Chihuahua, unos dicen que a cosechar jitomate, otros que al corte de chile. Los hijos pequeños de tata Celerino y nana Concepción se quedan a ayudar en las labores domésticas y en los trabajos de la milpa que ya empieza a jilotear, a veces juegan con una perra que tiene un par de cachorros y que me sorprende la manera en que le cuelga la nariz, que por el tipo de corte, seguramente es producto de un machetazo. Albina, la hija adolescente, se queda a cargo de la casa cuando su mamá se va a los talleres que está impartiendo el promotor social del Programa Prospera, a veces la acompaña a algunas sesiones pero por lo general se queda a cuidar a sus hermanos. Cuando la conocí pensé que tenía 11 – 12 años porque está demasiado delgada y tiene una cara infantil manchada por la anemia. “Tengo 16” –me remarcó un tanto ofendida por la risa de sus padres y hermanos mayores y mi cara de asombro-. Pero ahora que me la volví a encontrar una tristeza profunda se había anidado en sus ojos y su cara de resignación la hacía ver mayor. Pensé que la partida de sus hermanos es lo que tenía triste a la familia. “No es eso” –me dijo nana Iluminada, su vecina-. “Es que perdieron su cosecha, se la quemaron”. Y entonces empiezo a recordar al grupo de soldados que me encontré en el camino, la enorme humareda que salía de lo alto del cerro, la preocupación en la cara de tata Celerino. Sin ningún tipo de discreción lanzo la pregunta a bocajarro: “¿Le quemaron su plantío de amapola?”. Nana Iluminada no me responde, aunque por su mirada interpreto que así fue. Entonces es Albina la chica de la que comentan en varias comunidades, la que su padre ha puesto en venta en 150 mil pesos, a la que le están dejando la mejor ración de comida para que gane peso.
Pensé que la cooperación que está haciendo un grupo de jóvenes para reunir la cantidad de dinero que piden por la adolescente era sólo un rumor, pero tata Rutilo Comonfort dice que es cierto y me lo cuenta como lo más natural del mundo. Los jóvenes están reuniendo los 150 mil pesos para “comprar” a Albina y que su padre pueda pagar sus deudas y apaciguar el enojo del “Patrón” (Cándido, al que llaman patrón, es un Mee’pha que dice tener relaciones políticas a todos los niveles y que presumiblemente es el que financia el cultivo del enervante). Tata Rutilo afirma que si los jóvenes logran reunir la cantidad y optan por la “rifa”, el “ganador” tendría “esposa” por menos dinero que lo que se gasta en la dote (práctica cultural que se ha ido perdiendo con los años debido en parte a que los jóvenes que están en Estados Unidos han estado ofertando cantidades de dinero que pueden llegar hasta los 300 mil pesos –dependiendo la edad y la belleza de la chica- y aunque la chica tenga novio “oficial” –esté dada ya su mano-, otro pretendiente puede obtener el consentimiento del padre para desposarla haciendo una mejor oferta económica); sin embargo, también pueden optar por adquirirla y pasar un tiempo con ella según la cantidad aportada por cada quien. Esta última práctica les genera tal estigma social a las jóvenes, que la mayoría abandona la región, pero otras terminan en uno de los tantos burdeles de mala muerte que predominan en Tlapa, el centro económico y administrativo de La Montaña, la ciudad de la eterna polvareda.
Carlos Ortiz Segura