Cuando el mejor regalo es el tiempo: Navidad.
La Navidad, dicen, es tiempo de celebración. De luces que iluminan las calles, de mesas repletas, de risas y abrazos. Pero también es un tiempo que a menudo trae consigo una especie de inquietud silenciosa.
Es fácil perderse en el ruido, en la urgencia de cumplir con todo: los regalos que esperan ser envueltos, las cenas que deben ser perfectas, las sonrisas que parecen un deber. Y en ese intento frenético por cumplir con lo esperado, a veces olvidamos detenernos, respirar y mirar lo que realmente importa.
Porque la verdad es que no todos los años son fáciles. Hay Navidades en las que los recursos escasean, en las que el brillo de las luces contrasta con la oscuridad que sentimos dentro. A veces, el peso de no poder dar más —más regalos, más tiempo, más alegría— se convierte en una sombra que opaca lo que debería ser luz.
Y es ahí donde la vida y las circunstancias nos invita a reflexionar con una honestidad absurda sobre lo que sentimos dentro.
El estoicismo nos convoca a mirar lo que sucede, con una búsqueda de claridad como brújula. Nos recuerda que no es el mundo el que nos define, sino cómo decidimos interpretarlo.
Séneca, en su aguda sabiduría, decía que “el tiempo es el único recurso que, cuando se gasta, nunca se recupera”.
Ten paciencia y para las veces que sean necesarias, sobre todo en una época donde el tiempo parece ir contrareloj.
No es el valor del regalo lo que deja huella, sino el tiempo que dedicamos a estar presentes.
Una conversación sin prisas, una carcajada que surge de lo más profundo, un abrazo que no se suelta antes de tiempo. Estos son los momentos que trascienden, que resisten el paso de los años y se convierten en las memorias indelebles que llevamos con nosotros.
Es momento de dejar atrás la trampa de la narrativa de lo material.
Nos sentimos culpables cuando no podemos dar lo que creemos que se espera de nosotros. Pero, ¿y si el acto de dar fuera mucho más sencillo, más esencial? Un momento de verdadera conexión, una carta escrita a mano, un gesto que no necesite adornos.
“la felicidad no consiste en tener muchas cosas, sino en tener pocos deseos”, decía Epicteto, quizá desde una mirada completamente desprendida y desapegada de la búsqueda de lo material.
Este año, tal vez sea momento de replantear lo que significa celebrar. Tal vez no se trata de mesas llenas, sino de corazones llenos. De aceptar que la perfección no está en el menú, ni en el árbol, ni en los envoltorios. Está en la disposición de compartir lo que tenemos, tal y como somos.
Porque incluso en los años difíciles, hay algo que siempre podemos dar: nuestra presencia, nuestra atención, nuestra autenticidad, nuestro amor desinteresado y profundo.
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LAS EMOCIONES Y LA NAVIDAD
La Navidad tiene una forma especial de confrontarnos con nuestras emociones. Nos recuerda lo que hemos ganado, pero también las pérdidas más complejas.
Es un momento para agradecer, pero también para sanar (como diría mi madre).
Y es en esa dualidad donde reside su verdadera magia. La magia de permitirnos sentirlo todo: la alegría, la nostalgia, la esperanza, los fracasos, el perdón.
Piensa en el amor fati, el amor al destino. Esta temporada viene con su claroscuro, sus confrontaciones, el sinnúmero de preguntas sin resolver y puede que algunos episodios de depresión, ansiedad, desdén.
Si le quitas la resistencia y le agregas gratitud, compromiso, esperanza... El destino se ve más apacible, como si al final del horizonte de verdad estuviese esperándote el atardecer.
Y así, esta Navidad puede ser diferente. No porque sea perfecta, sino porque tú decides verla de otra manera. Puedes elegir centrarte en lo que falta, o puedes elegir ver lo que está. Puedes lamentar lo que no puedes dar, o puedes regalar lo más valioso que tienes: tu tiempo, tu atención, tu amor.
Además, eres a la primera persona que necesitas regalarle algo simbólico y especial. Un poco de aplausos, sonrisas en el espejo, ponerte la mejor ropa que tengas, invitarte a un café de celebración. Cualquier manera de brindarte amor basta, porque solo das lo que sientes dentro de ti.
Puede que al final de este año, cuando las luces se apaguen y la casa vuelva al silencio, encuentres en tu corazón una gratitud inesperada. Gratitud por lo que fue, por lo que no fue, y por todo lo que aún puede ser.
Gratitud por haber estado ahí, por haber compartido tu tiempo, por haber dado lo mejor de ti, incluso cuando todo parecía estar en contra.
Porque eso, en esencia, es la Navidad: Un espacio real, íntimo, profundo e irrepetible.
Hoy te visito desde la distancia del texto, te acompaño espiritualmente si te sientes apagado, en deuda, triste, solitario... Te elevo un abrazo de esperanza y amor, porque todos pasamos por retos que creemos imposibles, a todos nos duele una persona que ya no está y la pena amarga de no tener dinero para comprar regalos se cae como espejismo cuando tienes el entendimiento de lo que vale infinito: Tú, tu presencia, tu amor, el abrazo que darás a cada persona que veas hoy.
A mi familia, amigos, socios y gente que han tenido algo qué ver conmigo en el transitar de la vida, quiero decirles que los amo y los celebro en mi corazón.
Y a mis muertos y los que sé que ya no volverán, los recuerdo con las luces del árbol que hoy tiene el regalo más grande que jamás me han podido dar: La fe inquebrantable que Dios pone las cosas para que encuentres tu camino hacia la plenitud.
¡Navidad unida para todos! porque felices y plenos siempre, en gratitud, en lo difícil, en el camino que llamamos destino.
Mateo Martínez Fernández.