De turista a nativista: los ciclos vitales viviendo el exterior
Vivir en el exterior, pasado el primer año de amores y fuego, no es tan fácil como, en teoría, podríamos prever. En ese sentido, creo que la condición turista es más divertida, relajada y hasta cierto punto más inocente sobre la realidad del lugar que se visita.
Es aceptar el paisaje como te lo presentan en las postales, algo adornado y superficial. Y nuestro tiempo es corto como para poder tener una perspectiva más profunda y analítica sobre el lugar que elegimos para vacacionar.
Al menos así me encuentro, ahora, entendiendo el concepto de turista o “gringa”, como suelen llamar a los extranjeros en Brasil.
Primer año: viviendo la etapa mágica
Viví en Brasil durante 5 años de mi vida, y no eran pocas las ocasiones en las cuales me encontraba escuchando frases del tipo:
- “Vos vivís en el lugar que nosotros necesitamos esperar todo el año para poder vacacionar”. Y claro, comprendo, absolutamente, el punto de vista.
Durante mi primer año en Rio me encontré, permanentemente, confirmando esa frase.Todo a mi alrededor era novedad, todo lo que llegaba a mí me maravillaba. Y sí, la mayoría del tiempo, me la pasaba conociendo playas y lugares nuevos.
De todas formas, aún, quedaban ciertos resquicios mínimos de costumbres que no habían sido decodificadas en el nuevo espacio: por ejemplo, la sensación de despertarme en una cama de 2 plazas y aún con los ojos cerrados intentar palpar la pared de un cuarto que ya no existía. Abrir las ventanas, y comprobar que ya no había edificios. Ni los gritos de los niños de la escuela en frente a mi antiguo edificio. Los ruidos cotidianos que ya no están.
Todo lo que hacía en mi estado consciente, era una invitación al paseo, al disfrute. Por lo tanto, es en esta fase que se viven, de forma ascendente, las virtudes de la nueva tierra. Poca margen de tiempo queda para pensar en responsabilidades o para generar la sensación de rutina.
Segundo año: aceptando los defectos del paraíso
Pasados los primeros 2 años empecé a ver “los defectos del paraíso”, todos lo tienen. Tales palabras las había escuchado decir, en algún momento, de un reconocido escritor argentino, aunque en aquel entonces no lo había entendido cabalmente.
Es un periodo de instinto primitivo, el cual todo nos lleva a recordar el nido con bastante nostalgia, por lo tanto, cualquier mínimo inconveniente cobra magnificencia voraz: son las grandes distancias para ir de un punto a otro que nos agotan, las interminables obras de una casa que nunca parecen acabar, el calor infernal que nos molesta para hacer trámites, los embotellamientos cotidianos que nos retrasan.
Ese paisaje que antes nos maravillaba, en esta fase se torna cotidiano y difuso ante nuestros ojos. Al final, ya exploramos lo suficiente como para que nos invada alguna sensación de “novedad”. Inclusive, ya no vamos constantemente con cámara en mano sacando fotos hasta de las piedras del lugar.
Entonces surge margen para otras sensaciones, anteriormente desubicadas: nos invade la tristeza, la desolación producto del choque cultural, de estar lejos de las personas y de las cosas con las cuales teníamos una confidencialidad, una historia en común, una identidad compartida. Inclusive hacer un chiste y no ser entendido, nos hastía.
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Tercer año: adaptación del más apto
A los 3 años, lo “defectuoso”, que anteriormente nos molestaba, se torna parte de nuestra cotidianidad y empezamos a mimetizarnos con el paisaje y aceptarlo tal cual es (al igual que nuestras responsabilidades que, en este punto, ya son evidentes). Como si una mano invisible sosteniendo un pincel nos agregara al cuadro de un paisaje ideal,colorido y agreste, como el de Monet.
Por momentos tenemos algunos altibajos, que tienen que ver con la pérdida de un límite de identidad cultural, ya no tanto con el choque. Pero ya aprendimos a caer en esos vacíos, aprendimos a vivir en otro espacio de una manera nativa. Ya no somos turistas, somos “nativistas” Y en este tiempo, hemos creado lazos con personas que empiezan a tornarse indispensables y más familiares ante nosotros.
En esta fase, entendemos cómo lidiar con los nuevos códigos socioculturales, que son exigidos en cualquier lugar. Nos sorprende ver como hemos “condimentado” y ampliado nuestro conocimiento de mundo.
Dejando de lado las imposiciones burocráticas, ya no somos ni de un lugar, ni del otro. Existe un “sincretismo” constante entre ambas culturas que se da de forma natural y nos abrimos a otras posibilidades de expresarnos en los más diversos ámbitos. Creamos plena conciencia de que cuando decidimos salir de nuestra ciudad, decidimos inconscientemente, otra cosa también: decidimos salir de nuestra zona de confort, de la cuna que nos mecía, y entonces lo que anteriormente nos angustiaba, hoy, nos enorgullece.
Cuarto año: el nacimiento del ser nativista
Entrando en los 4 años, parecería haber una vuelta al primer ciclo. Pero en esta fase no hay un retroceso, sino un avance hacia otro estado de conciencia, ya que corroboramos nuestro amor al lugar en el cual hoy nos encontramos y que, en algún momento, elegimos estar.
Si llegamos hasta aquí, claramente, hay mucho amor y agradecimiento. Y ahora, se hace evidente en nuestra forma de andar, de relacionarnos, de vestir, de degustar comidas y hasta volvemos a circular por los mismos lugares que, anteriormente, paseábamos en nuestra primera fase, pero ahora de manera “nativa” y, a su vez, cosmopolita.
Todo lo que generaba dudas hace un tiempo atrás, comienza a tener sentido. Y nos vemos declarando nuestro amor a un lugar que ya lo sentimos propio y sí, podemos ver claramente todo lo que construimos y que este lugar nos dejó crear.
Aprendimos a adaptarnos a las más diversas situaciones, a vivir en otro idioma. Y ahora más que nunca somos conscientes de la riqueza del mundo y su multiculturalidad.
Incluso, transformamos también nuestra relación con el país de origen, que no lo olvidamos, que lo hacemos evidente en nuestro acento, y que exaltamos sus virtudes cuando tenemos la oportunidad.
Y, en esta fase, son idóneas las palabras de otro escritor conocido (este uruguayo) que, durante una entrevista, así decía:
“Cuando uno ama de verdad, en el amor o en la amistad, ama las luces y las sombras de cada persona o de cada lugar”.
Y claro, volvemos a disfrutar todo con ojos de niño, en gran medida buscamos eso dentro de nuestra rutina, pero ya no desde un lugar de inocencia absoluta o de ignorar “esa otra cara”, sino comprendiendo esa convivencia armoniosa entre “las luces y las sombras” de la ciudad (inclusive amando ambos estados por igual) y sabiendo, ahora, como actuar en los momentos de desfasaje entre un momento y otro, entre uno y otro lugar.