El Banquete
Cuando la gente piensa en éxito seguro que mi familia se ajusta a estos patrones. Mi madre es profesora de Universidad, investigadora reconocida de biología marina, se pasa ocho meses al año viajando por el mundo presentando en congresos e investigando en diferentes países especies extrañas. Mi padre un alto ejecutivo de una multinacional. Su despacho tiene vistas al mar y al Tibidabo, creo que es más grande que nuestro salón, que ya es decir. Juega al golf con sus clientes y come con otros grandes ejecutivos mientras se explican sus hazañas y presumen de sus posesiones. Soy hijo único, he estudiado en los colegios más prestigiosos, esos de los que se supone que harán que acabes en Oxford o si quieres ir más lejos, en Harvard. Mis compañeros parecen sacados de una revista de moda para adolescentes como una especie de Vogueteen, y si quieres que te explique sobre su insta…es aberrante, parece que la vida sea puro ocio, pura diversión, puro anuncio de cómo ser guapo e inteligente, famoso, guay y con mucha pasta. Resulta que no es mi caso. Me he criado, como te diría…solo, envuelto en un entorno de pura superficialidad, donde la imagen y el prestigio valen más que nada. Tu apellido es el sello de calidad. Pero resulta que yo no he estado a la altura. Me diagnosticaron TDAH (Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad). Y yo que no sabía que era eso. Imagínate la cara de mis padres después del informe, su único hijo, heredero de un imperio familiar, la sucesión fallida, el fin de todo. Ahí empezaron las clases de repaso, aumentaron el número de horas de las clases de piano, clases de ruso, clases de física cuántica, torneos de golf y clases extra de golf. Empecé a sentirme cansado, ansioso, vacío, tenía que llegar al estatus y por más que me esforzaba nunca era suficiente. Recuerdo la primera vez, siempre hay una ¿no?, y suele ser la que no se olvida. Está muy claro en mi mente. Como otras muchas noches, no podía dormir así que visioné una serie entera, capítulo tras capítulo. En esas que me fui a la nevera, entenderás que mi nevera es de esas enormes llena de comida que muchas veces se tira sin perjuicio. Como un monstruo hambriento, rabioso, sediento de venganza, empecé a devorar todo aquello que tenía más a mano, el jamón, los yogures sabor fresa, los macarrones que sobraron de la comida, el caviar, el trozo de pizza de la noche, la tableta de chocolate, la longaniza, el pote de mermelada, un trozo de mantequilla, las olivas y para acabar, las empanadillas de la abuela. Cerré la nevera, miré el suelo lleno de restos, papeles, latas y potes. Mi camiseta manchada, y yo con ganas de vomitar, no podía con más. Pero en mi casa no se vomita, es sucio, mal visto. Así que tumbado en el sofá a punto de estallar, pensé que no podría mantener todo aquello en mi interior. Encendí la televisión para distraerme con la serie, así igual desaparecería aquella pesadumbre de mi estómago. Y reflejada en la pantalla apreció la palabra “culpa, culpa, culpa”, apareció en rojo, verde, lila, amarillo, en pequeño, en grande, parpadeante. No podría describirte el malestar que quedó en mi cuerpo después de aquello, pero por otro lado, había tenido una experiencia de éxtasis con mi nevera, un orgasmo alimenticio, me convertí en un devorador de placer. Se tornó en mi ritual nocturno, en mi secreto, en mi momento de placer y displacer. Entre la liberación y el encarcelamiento. Empecé a ganar peso y me llevaron a los mejores nutricionistas. Evidentemente por el día seguía la dieta a raja tabla, ya se encargaron de que Carmen, la cocinera, me lo preparara todo con los mejores alimentos, con la mejor presentación. Y aún hoy de noche sigo siendo “el liberado” y “el culpable”. Desato el hambre, la lujuria y la pasión con mi nevera, mi querida amiga, confesora, mi secreto, mi aliada y enemiga.
Marcos se sentía solo y decepcionado consigo mismo, su entorno familiar no le dio el soporte emocional y el cuidado que hubiera necesitado desde pequeño. Al fin y al cabo vivía en una familia donde había que ser fuerte y exitoso, donde la tristeza no podía existir pues ya tenía todo lo que podía necesitar. Sus padres se olvidaron de que Marcos no necesitaba ni viajes, ni rutas en barco, ni restaurantes de lujo, necesitaba el reconocimiento y el cariño de sus padres. La mayoría de los padres aman a sus hijos pero hay maneras diferentes de querer. Cuando el amor se centra en los bienes materiales, deja un gran vacío en los niños.
Marcos desarrolló un trastorno alimentario debido a la ansiedad que padecía por la presión académica, por no llegar a los estándares esperados por su familia y sentirse un fracasado. Por no recibir apoyo y tener un vínculo seguro con sus padres. La comida llenó esos momentos de angustia. Los atracones pueden saciar momentáneamente la tristeza, la rabia y la desesperación. Después del atracón las personas sienten de nuevo la desolación con matices de culpa. Recuperar una buena relación con la comida es posible, siempre que no hagas dieta, siempre que abordes los problemas que te hacen sentir mal.