El dilema de los chicos grandes
A muchos niños les ha tocado crecer antes de tiempo. Por falta de una autoridad competente, carencias económicas o afectivas adoptan roles que no les corresponden. Por qué es poco saludable y cómo evitarlo.
Ilustración: Alma Larroca.
Nicolás, de 10 años, llega a la consulta acompañado de su madre. Ni siquiera tiene deseos de comer golosinas. El pediatra lo derivó a una consulta con el psicólogo. Nico baja de peso y no hay causa orgánica aparente. La madre se muestra enojada: "Ya no sé qué hacer con él. No quiere comer. No cumple con sus responsabilidades. Está todo el día callado, aislado, como si nada le importase".
Nico no habla una palabra. Con el correr de las sesiones se verá que nunca quiso denunciar los enojos y las presiones de su mamá. Desde que sus padres se separaron, la madre repite sin anestesia: "Tenés que estudiar para ser alguien y ganar dinero; ahora sos el hombre de la casa y tenés que darle el ejemplo a tus hermanos. Si no estudiás, tus hermanos no van a estudiar; si no comés, no van a comer"...
Nico tiene el estómago cerrado porque, entre otras cuestiones de fondo, no quiere ser ni sentirse el hombre de la casa, con todo lo que eso implica. Si hay un derecho que resume todos los derechos de un niño es, precisamente, que pueda ser todo lo niño que debería ser. Que su preocupación sea jugar y su única responsabilidad, dedicarse a la escolarización, guiado por sus maestros y padres.
Afecto y educación son, sin duda, los pilares de la salud física y emocional que todo menor necesita; factores esenciales que van más allá de cualquier otra posibilidad u oportunidades que su familia, el contexto y la vida misma puedan ofrecerle.
Sin embargo, desde siempre, aunque con la particularidad de cada época, hay niños a los que les ha tocado crecer antes de tiempo. Son ellos a quienes podemos identificar como los chicos grandes; todo un fenómeno social del que, padres y Estado, deberíamos ocuparnos en tiempo (a tiempo) y forma.
Martina vive peleando con sus padres. "Ya soy grande, no me entienden, no me dejan ser como las demás." Tiene 13 y está en ese delgado límite donde muchos chicos creen que ya empiezan a ser adultos. Es la hermana del medio (es la hermana, la hija del miedo).
"A mi hermana mayor le dejaron hacer lo que quiso. ¿Por qué a mí no?" La madre de Martina se echa en llanto cuando hacen referencia a su otra hija. La terapeuta le pide a Martina que abandone por un minuto el consultorio para charlar a solas con su mamá, que no puede controlar la angustia. "No quiero volver a equivocarme -dice la mujer-. Mi hija de 16 años es adicta y creo que es culpa nuestra, por haber estado tanto tiempo fuera de casa. Le juro que era por trabajo. Siento que mi marido y yo la llevamos a hacerse cargo de la casa, le exigimos demasiado. Una amiga me dice que sólo sentimos la culpa de no haber estado. Cuando ella nació, nuestra realidad económica no era la de ahora, tuvimos que hacer mucho para pagar el departamento donde vivimos."
Los ciclos vitales tienen sus particularidades y razón de ser en cada instancia de la propia existencia; mucho más en períodos fundamentales de formación como lo son la niñez y la adolescencia. En definitiva, para que haya un niño grande suele haber un padre o tutor que le han cedido o le han permitido ocupar un espacio que está reservado para el mundo adulto. Muchas veces en forma inconsciente, tanto padres como hijos se sienten cómodos en roles invertidos o espacios que no le pertenecen. Esto no sólo ocurre cuando los padres se separan o cuando una o ambas figuras, sea cual sea el motivo, no está presente.
Hay menores que frente a la carencia económica y afectiva de su estructura familiar, ante la falta de una autoridad competente y saludable, adoptan roles que no les corresponden o de los que siquiera deberían participar, más allá de los beneficios derivados que esto pudiese significar para cualquiera de las partes.
¿Son, los hacemos o se hacen?
La licenciada Valeria Wittner, psicóloga experta en enfoques sistémicos, coincide en que cada día son más los menores que desarrollan funciones esperables de un adulto. "Es mucho el esfuerzo que les implica jugar este rol anticipado -explica- porque, por lógica, no tienen los recursos de un adulto como para la resolución de situaciones a las que están expuestos y a las que, indefectiblemente, deben adaptarse."
Las consecuencias de pasaje anticipado de la vida suelen expresarse en síntomas propios de la sobreadaptación a la que están expuestos. "La sobreadaptación hace más rígidos a los niños-adultos. Ellos conciben las situaciones de la vida cotidiana como un problema permanente a resolver. Cuanto más disfuncional es el ambiente en el que vive el menor, cuanto más capacidad de responsabilidad pueda tener el niño, más áreas de la vida del sujeto abarca y mayor es el esfuerzo", detalla.
Según la estructura de cada niño, los chicos grandes pueden padecer todo tipo de patologías. "Desde trastornos de conducta o comportamiento -explica el doctor Julio Cukier, especialista en menores y adolescentes-, cuadros de depresión, trastornos del aprendizaje, dificultades en la expresión de las emociones, tristeza, aislamiento, apatía, aburrimiento, trastornos del sueño hasta así como otras sintomatologías relacionadas con el cuerpo: dolores abdominales, muchas veces acompañados de dolores de cabeza, gastritis, pérdida del apetito y palpitaciones, entre otros."
Ante la exposición a semejante estrés, sobran los motivos para hacer el ejercicio responsable de reflexionar sobre qué rol ocupan nuestros hijos en casa. Es muy probable que consideremos que la situación en nuestro hogar no sea por demás extrema. Sin embargo, mirándolo desde la otra vereda, deberíamos, además, tomar conciencia de cuántas veces solemos aplaudir los talentos y fomentar la hiperactividad de nuestros chicos. "Muchos adultos consideran las características particulares del niño adulto o hiperresponsable como una capacidad sobrevaluada o anticipada a su edad o posibilidades, que se les festeja como si fuera una cualidad especial -destaca Wittner-. Es más, muchos papás suelen valorar estas características adultas o destacables de sus hijos como señales positivas que, al celebrarlas, no hacen otra cosa que reforzarlas constantemente."
"Está enojada todo el día, agresiva. No quiere hablar demasiado y no me quiere contar qué le pasa", dice la mamá de Paula. En pocas sesiones no fue difícil reconocer que la nena de 11 años está deprimida, aunque su madre no entienda que los chicos también se deprimen. Finalmente, después de unas pocas semanas, Paula pudo empezar a decirle a su madre: "No soporto que vivas criticándome, diciéndome que hago todo mal, que vos eras distinta, que jamás cuestionarías a tu madre; que, en tu lugar, la abuela te hubiera mandado a un colegio pupila." Desde que Paula pudo empezar a decirlo siguieron las discusiones, pero con final feliz. O al menos, como aprendieron a decir entre risas: "Hacemos lo que podemos".
Así como el límite saludable y ejemplificador, los hijos necesitan, ante todo, la aceptación y la valoración de sus padres. Habrá que pensar, más allá de los niveles de afecto y la educación que solemos garantizarles, cuáles son los premios y castigos que promovemos para destacar sus supuestas virtudes y defectos.
Ante todo, tiempo
Más allá de las particularidades de cada hogar, nunca debemos dejar de considerar el contexto social en el que transcurre la escena. Cuando hacíamos referencia a las particularidades de cada época, nos anticipábamos a la importancia que tiene rescatar cuán determinante son los factores ambientales y culturales de cada momento histórico, así como la historia de crianza de sus padres y ancestros. Esto no es un justificativo. Los padres tenemos que ejercitar la capacidad de ser flexibles, cada quien a su estilo, frente a los tiempos en los que nos toca ejercer la paternidad. Poco sirve respetar y promover mandatos, así como ciertos consejos de madres y abuelas. En definitiva, darles tiempo acorde con los tiempos.
El doctor Julio Cukier, médico de ADOS, Centro Integral de la Salud del Adolescente y su Familia, subraya las particularidades del escenario donde los niños son más grandes de lo que deberían ser: "Es bueno saber que muchas veces el no tener tiempo para dedicarle a los hijos es una elección consciente o inconsciente de los padres, y que los motivos de esa elección tienen mucho que ver con la historia de los propios papás".
Cukier parece no sólo referir a la historia de crianza y afecto que han experimentado esos papás cuando fueron menores, sino que destaca que este fenómeno de anticipar a los niños a la vida adulta "sucede en todas las clases sociales, incluidas aquellas en que no existe una necesidad imperiosa de ocupar casi todo el tiempo en trabajar y el resto de lo disponible en pensar en cosas que produzcan más estrés".
"Los padres somos responsables de las interacciones y dinámicas familiares, pero no somos los culpables", dice Wittner, quien se permite partir del preconcepto de que "las familias hacen lo que pueden". Tal como aprendieron a decir Paula y su mamá, cuando se atrevieron a humanizar el vínculo entre madre e hija. La mirada piadosa de la psicóloga respecto de ciertos padres refiere a las particularidades de este momento social en el que la gran mayoría tiene la necesidad de trabajar más de ocho horas diarias y cinco días a la semana para alcanzar un sueldo digno y necesario para vivir.
Cierto es que la reflexión se agudiza si a esta realidad de la sobrecarga por necesidad le sumamos las exigencias extremas a las que este mercado moderno somete a quienes buscan la promoción de ascensos profesionales y económicos. Mucho más agudo es el análisis que merecen los comportamientos en afecto y crianza, de los adultos que viven acorde con las particulares demandas y deseos de progreso, y acumulación de bienes y riquezas.
"Muchos de los niños adultos viven pendientes de la realidad externa y el afecto de los demás. Se persiguen, sufren y tratan de extremar sus cualidades a través de una adecuación exagerada, de la sobreexigencia y de una autodisciplina feroz. Son impacientes, la inmediatez es su estilo, son maduros externamente, pero seriamente vulnerables por dentro y tratan de conseguir realizaciones concretas respecto de su aprendizaje y efectividades, aunque no disfrutan ninguna de ellas. Nunca están satisfechos de lo que hicieron y se bloquean frente a la sensación de impotencia", puntualiza Cukier.
Curiosamente, salvando las distintas responsabilidades y recursos disponibles, a los niños grandes les pasa lo mismo que a sus padres: terminan viviendo más allá de lo necesario, más allá de lo saludable.
"El trabajo terapéutico con un chico grande implica el trabajo con la familia -explica Wittner, a la hora de buscar una solución a esta problemática-. Lo que se busca en el consultorio es modificar aquellas dinámicas que desplazan al niño a ocupar el lugar que los adultos les hemos habilitado. Son los padres quienes, en primer lugar y ante todo, deben modificar sus conductas y ocupar su rol de la manera más responsable posible. Si desde la terapia trabajamos sólo con el niño, en definitiva estamos sosteniendo ese lugar de niño grande ."
Las de Nicolás, Martín y Paula son tres de las miles de historias de chicos grandes que merecen debida atención.
El doctor Cukier, acorde a este tipo de cuadros que detecta en la consulta, sugiere un buen remedio: "Sería bueno replantearnos nuestra escala de valores y ver qué lugar ocupa en ella la relación con nuestros hijos; en especial respecto de los afectos compartidos. Uno aprende a ser padre con los hijos, así como los hijos aprenden mirando a sus padres. Esto es un aprendizaje continuo con avances y retrocesos, con errores y aciertos, reconociéndolos y corrigiéndolos basados en algo tan simple como escucharse, con respeto y amor".
Mientras compartimos este artículo, ¿sabemos qué les pasa, cómo están sintiendo y qué lugar ocupan en la familia nuestros hijos? No los abordemos desde el miedo, sino desde el compromiso. Siempre con afecto, aunque nunca les alcance. No esperemos devoluciones, seamos padres.