El ¨Peter¨ de Chocolate
En mi pequeño pueblo, del vibrante oriente de Cuba, el chocolate era tan raro como imaginar pingüinos desfilando bajo el sol caribeño.
Esta delicia, nacida de la tierra y el esfuerzo, raramente tocaba nuestras mesas.
Recuerdo vivamente una ocasión, quizás la única, marcada por la magia de unas navidades humildes.
Alguien, retornado de La Habana, nos trajo una caja de bombones como regalo. Eran pequeñas joyas de chocolate, con centros tan suaves y cremosos que, al contacto con el paladar, se fundían con la velocidad y el misterio de un rayo, dejando una estela de felicidad y asombro. Aquel momento, breve pero eterno en mi memoria, fue un destello de dulzura en medio de la sencillez de nuestra vida.
Una mañana, al abrir el gran refrigerador General Electric, que había sobrevivido más de 60 años en nuestra familia, encontré algo que capturó toda mi atención: una especie de grasa amarilla compacta.
La curiosidad me picaba, y al acercarla a mi nariz, el embriagador aroma a chocolate me envolvió. Sin dudarlo, respiré profundamente, cerré los ojos, y me dejé llevar por la promesa de aquel olor, dándole un gran bocado. Sin embargo, lo que siguió fue una sorpresa mayúscula.
En lugar del dulce éxtasis que esperaba, un amargor intenso asaltó mi paladar, haciendo que repeliera aquella cosa amarga de mi boca con rapidez.
—¡Mamá! ¿Qué es esto que huele a chocolate y sabe tan mal—
grité, más confundido que nunca.
Mi madre, que recién se había separado de mi padre y no estaba pasando por su mejor momento, apareció con una expresión de tristeza que yo conocía bien.
Sin embargo, al ver mi cara de desconcierto, una sonrisa se dibujó en su rostro, suavizando aquel velo de melancolía.
—Nine”,— me dijo cariñosamente, usando el apodo con el que me llamaban los familiares más cercanos,
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—Eso es cacao puro, mi hijito. Así es como es originalmente esa fruta.
Luego, se lo mandamos a otros países, junto con nuestra azúcar, y nos lo devuelven convertido en tabletas de chocolate y bombones.
En ese momento, con su explicación, el cacao puro en mi mano ya no era solo una decepción gustativa, sino una revelación. Era la base de aquellos placeres dulces que tanto me gustaban, un tesoro amargo que se transformaba en oro comestible.
Mi madre, al contármelo, parecía recuperar un poco de su luz, y yo, aprendí algo más que el sabor real del cacao. Aprendí que incluso de las experiencias más amargas, pueden surgir dulces lecciones. Y esa mañana, entre el desconcierto y la curiosidad, encontré un momento de conexión con mi madre, un recuerdo compartido que se volvía tan dulce como el chocolate que tanto nos gustaba.
Cuando comencé a estudiar en el conservatorio de Santiago, mi relación con el chocolate cambió drásticamente. Había llegado al paraíso, pues allí vendían unas tabletas finas de rayas marrones y amarillas que llevaban inscrito en la parte inferior: Baracoa.
Se vendían en las cafeterías a un precio de un peso, y considerando que mi madre me daba cinco pesos para toda la semana, tenía que administrar mucho mi dinero. Salir del conservatorio y resistir la tentación de comprarme una era todo un acto de sacrificio.
Recuerdo que un día, después de haber salido con un compañero hacia donde dormíamos en la beca, llevaba muchos días sin degustar el preciado manjar. Pero ese día, con solo un peso en el bolsillo, un poco de hambre y la costumbre de siempre compartir mi chocolate con todos, las ganas de comerlo solo superaron mis habituales comportamientos altruistas.
Aproveché un despiste de mi amigo y pedí rápidamente un "peter", como por costumbre llamábamos a esas tabletas. Este peculiar nombre, según nos contaron, venía de una antigua marca de chocolate con leche llamada Peter's, creada por un tal Daniel Peter, un suizo que en 1875 experimentó con la combinación de leche y chocolate, dando origen a esas famosas tabletas.
En el momento de la compra, cuando vi que mi amigo se acercaba, decidí quedarme atrás para que no me viera saboreando el codiciado trozo. Con una rapidez nacida del puro instinto, metí lo que restaba del chocolate en el bolsillo de mi limpia y bonita camisa blanca. Podrás imaginar lo que sucedió después: los 32 grados de calor de esa ciudad al mediodía, sumados a un 90 por ciento de humedad, hicieron un "trabajo maravilloso" de transparencia.
El chocolate derretido en mi bolsillo me delató, evidenciando mi egoísta intención de disfrutarlo en solitario.
Al final, el chocolate no fue ni para mí ni para él... Solo las risas que brotaron cuando mi amigo señaló mi bolsillo, ahora oscuro y chorreante, llenaron el aire.
Aquel momento, en lugar de ser una experiencia vergonzosa, se convirtió en una de esas historias cómicas que sólo la vida en el conservatorio podía ofrecernos. Me enseñó, de una manera bastante humillante, que algunos placeres, por muy pequeños que sean, están hechos para ser compartidos.
Y así, entre risas y bromas, aquel día en Santiago se grabó en mi memoria, no solo como una lección sobre la generosidad, sino también sobre la impermanencia y la alegría de compartir, incluso cuando se trata de algo tan simple como un pedazo de chocolate.