El "todos" del papa Francisco

El "todos" del papa Francisco

 “¿No es una contradicción una Iglesia abierta pero no igual para todos?”, pregunta el periodista al papa Francisco en el viaje de vuelta de la JMJ de Lisboa. “La Iglesia está abierta para todos. Luego hay legislaciones que regulan la vida dentro de la Iglesia. El que está dentro está según la legislación”, responde el pontífice acotando sus propias palabras al referir que “la Iglesia está abierta a todos, también a los homosexuales”.

No me gusta el victimismo provocador y dominante del colectivo LGTB, su autocontemplación morbosa (la suya) de ser un puñado de eternamente réprobos y sátiros en rebelión, su lineamiento tribal expectante al pronunciamiento benéfico del poder religioso para justificar su extrañeza con la profecía de Jonás sobre la ciudad de Nínive, sólo anulada por el Señor después del arrepentimiento de sus habitantes. La apocatástasis de Orígenes debe completarse con la libertad interior que haga al hombre cocreador de sí mismo, coautor de su propia historia, debe incluir el pensamiento evangélico acerca de que no hay más grande alegría en el Reino de Dios que cuando el pecador se arrepiente.

En alguna ocasión, el papa Francisco ha mostrado debilidad por Dostoievski, como uno de sus escritores favoritos. El escritor ruso propone la idea de la humanidad divina, la idea de colaboración entre Dios y la humanidad en la transfiguración del mundo hacia el tipo de belleza que poseía anteriormente a la caída. Los pensadores religiosos rusos, en concordancia con Dostoievski, afirmaron la conexión indisoluble entre la historia y la escatología, la importancia del tiempo histórico para la entrada futura del mundo en la eternidad. “Los destinos finales de la humanidad, escribe Berdiáiev, dependen de Dios y del hombre. […] El fin de la historia y del mundo no sólo se realiza sobre el hombre, sino que, además, el mismo hombre lo realiza. Al encuentro del segundo advenimiento de Cristo va el hombre con los hechos por él realizados; los actos de su creación libre preparan el Reino de Dios”.

En los borradores de Los demonios, Dostoievski da su fórmula acerca de la fe verdadera: «Hay que arrepentirse, crearse a sí mismo, crear el Reino de Dios”. Estas palabras nos demuestran la perspectiva religiosa de la historia. Y esa perspectiva se distingue radicalmente de la representación señalada por la concepción secularizada de un progreso lineal, la cual clava a la humanidad al lecho de Procusto de una existencia defectuosa, o bien le propone a ella el ideal del Palacio de Cristal de la felicidad universal, o se le quiere públicamente mostrar la lengua o secretamente hacerle con la mano en el bolsillo señas obscenas.

En San Petersburgo, en el Museo Ruso, en una de las salas, se exhibe el icono del Juicio Final. Pero allí, en la llama del infierno, arde no la gente, sino sus pecados: la ira, el orgullo, la cólera, el odio al próximo, la envidia, la dureza del corazón... Y la gente, lavada y purificada por el amor crítico, asciende a la alegría de la Jerusalén Celeste. Esta ilustración buenista de lo que será el final, afín a Dostoievski, no se corresponde con una justa interpretación cristiana. Hacer del juicio final una contradictio in adjecto, como si no hubiese un “trabajo de salvación” que depende del hombre, hace incomprensible la libertad interior del hombre. Aquí, en la tierra, juzgamos la abominación de ciertos actos, pero nunca a la persona que sólo Dios conoce; al final, el Señor misericordioso juzgará a vivos y muertos. No todos son salvos, como en una especie de apocatástasis de armonía final universal en Dios, a la manera de un deus ex machina donde todo está planificado y predeterminado. Para cantar el hosanna personal, es necesaria la libertad, pasar por un proceso de curación de la inmundicia del pecado, ser lavados y purificados. Y ahí, ciertamente, estamos todos.

Este es el “todos” del papa Francisco. Todos estamos en la misma barca, preocupados por cada oveja descarriada, a la manera del amor salvador de Dios; todos con sed de perdón y de misericordia, esforzados libremente por entrar por la puerta estrecha (“porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición”) desde el abandono de la voluntariedad orgullosa y arbitraria arraigada en el mal; todos llamados al festín de las Bodas de Caná para beber el vino de la nueva y gran alegría, habiéndose despojado del hombre viejo y confiando en la ayuda de Dios sin la cual no hay salvación; todos como granos arrojados al mundo por Cristo para madurar regenerados hasta la transfiguración final, luchando por un destino común, por una morada eterna.


Roberto Esteban Duque


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