Entre Ruidos y Estrellas
Era la madrugada del 22 de diciembre. El reloj marcaba las 2:47 cuando Sonia se despertó de golpe.
Su cabello rubio recogido con un moño flojo, y sus gafas descansaban en la mesita de noche. La casa estaba en silencio, pero un crujido extraño, como un susurro de papeles arrugados o pasos leves sobre madera, hasta de ollas en la cocina, la había arrancado del sueño.
Se sentó en la cama y encendió la lámpara. El dormitorio estaba lleno de fotos familiares: sus hijos, su esposo, incluso algunas de su infancia. Una en blanco y negro, donde ella y su hermano ayudaban a su madre a colocar la estrella en el árbol de Navidad.
—¿Qué fue eso? —murmuró, sintiendo el eco del ruido otra vez.
A kilómetros de distancia, Gustavo también se despertaba en su casa. Aunque más joven que su hermana, su cabello ya había perdido el color hacía tiempo, pero lo mantenía con champú para canas. Apenas escuchó el crujido, se levantó, encendió la luz y tomó su celular de la mesita.
Ambos, sin saberlo, hacían lo mismo: revisaban la casa en silencio, buscando el origen del ruido.
Sonia tomó su celular y, casi por impulso, escribió un mensaje:
"¿Estás despierto?"
Gustavo, que acababa de entrar al salón donde estaba el árbol de Navidad, escuchó el pitido del celular y miró la pantalla. Frunció el ceño al leer el mensaje de su hermana. Respondió al instante:
"Sí. ¿Por qué? ¿Tú también escuchaste algo?"
En segundos, la videollamada estaba en marcha. Sonia respondió, casi al instante, su rostro iluminado por la luz tenue del teléfono.
—¿Qué haces despierto a estas horas?
—Podría preguntarte lo mismo, pero creo que ya sé la respuesta —dijo Gustavo con una sonrisa. Sus ojos se desviaron hacia la habitación detrás de Sonia—. ¿Dónde fue? ¿En tu sala?
—Sí, cerca del árbol… No estoy loca, ¿verdad?
—No más que de costumbre. —Gustavo rió, pero luego se puso serio—. Fue raro. Estaba soñando algo, ni siquiera sé qué, y entonces escuché como si alguien estuviera… moviendo cosas.
—Exacto. Como si alguien revolviera papeles. Revisé, pero no hay nadie. Llevamos años igual. ¡Yo ya ni digo nada en la casa!
Hubo un breve silencio. Gustavo fue el primero en romperlo.
—¿Te acuerdas de mamá? Siempre decía que la noche antes de Navidad las estrellas bajaban a vernos. Sonia sonrió, aunque sus ojos estaban llenos de nostalgia.
—Claro que me acuerdo. Y que siempre me despertaba a mí para que te revisara a vos, porque eras un miedoso.
Gustavo levantó las cejas, fingiendo indignación.
—No era miedo. Era prudencia.
Ambos rieron, aunque pronto quedaron en silencio nuevamente. La conexión entre ellos era palpable incluso a través de la pantalla. Sonia susurró:
—¿Crees que sea ella?
Gustavo negó con la cabeza, pero no parecía seguro.
—No lo sé… Pero este año, más que otros, siento que está más cerca. Tal vez porque he estado pensando mucho en ella.
—Yo también —dijo Sonia, su voz temblorosa. Luego agregó en tono más firme—. Quiero volver a verla, Gustavo. Solo una vez más.
Él no respondió de inmediato. Se quedó mirando la pantalla con expresión pensativa.
—Yo también.
En el silencio que siguió, los pensamientos de Sonia la llevaron a un recuerdo de infancia, a una escena en la pequeña cocina de su hogar. El viento de diciembre se colaba por las ventanas, pero dentro, el humo del té y las risas de su madre llenaban el ambiente.
Era una Navidad difícil, de esas donde el dinero apenas alcanzaba. Su madre, con una sonrisa brillante, preparaba té con el último resto de azúcar impalpable que quedaba en casa. Sonia y Gustavo, niños entonces, observaban desde la mesa.
—Vengan, que ya está listo el té —dijo su madre con entusiasmo, colocando las tazas frente a ellos.
—¿Qué es eso, mamá? —preguntó Gustavo, frunciendo el ceño al ver el frasco de azúcar impalpable.
—Un toque especial. Ahora, cierren los ojos. Estamos en París —respondió ella, alzando su taza como si estuviera en una elegante cafetería.
Sonia rio, alzando también su taza.
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—¡Oh, mamá! ¡Estamos en París!
Pero Gustavo miró a su madre con preocupación.
—¿De verdad estamos en París, mamá?
Su madre sonrió, inclinándose para besarlo en la frente.
—Con la imaginación podemos ir a donde queramos.
Entonces alguien golpeó la puerta. Su madre puso cara de sorpresa.
—¡Es Charles Aznavour! ¡Ha venido a buscarme!
Sonia estalló en risas, pero Gustavo corrió hacia la puerta, preocupado.
—¡No, mamá! No te puedes ir con él.
Ella lo abrazó, riendo.
—Tranquilo, mi amor. Nadie me llevará a ningún lado. Siempre estaré con ustedes.
De vuelta en su día , ambos se prepararon para la Nochebuena. En la casa de Sonia, un villancico suave sonaba de fondo, las voces competían con el chisporroteo de la parrilla , y el olor a asado impregnaba el aire. Las luces del árbol parpadeaban con un ritmo suave, casi hipnótico, reflejándose en las esferas plateadas y doradas.
En casa de Gustavo, el ambiente no era muy distinto. El tintineo de las copas chocando en un brindis se mezclaba con las notas de "Noche de paz". Las mesas estaban repletas de platos vacíos, los restos de un pavo y las tres leches que habían dejado satisfechos a todos.
De repente, en ambas casas, un miembro de la familia rompió la armonía con un grito:
—¡Mamá, papá! ¡Hay una caja con tu nombre!
Sonia se giró hacia el árbol, donde una caja dorada descansaba sobre la falda del pino, entre los demás regalos. Era sencilla pero brillante, con una cinta roja perfectamente atada. Lo mismo ocurrió en casa de Gustavo; su hija mayor sostenía una caja idéntica, mirándola con curiosidad.
—¿Es tuya? —preguntaron, casi al unísono, en cada hogar.
Sonia y Gustavo avanzaron lentamente hacia las cajas, sintiendo un escalofrío que les recorría la espalda. Las luces del árbol parecían centrar su atención en esos paquetes, como si quisieran iluminar el misterio. Tomaron las cajas con cuidado; el papel dorado era grueso y crujía ligeramente bajo sus dedos, como si hubiese estado esperando ser abierto durante mucho tiempo.
El murmullo de las familias quedó en un segundo plano. Sonia tiró suavemente de la cinta, que se deshizo con un leve susurro. Gustavo hizo lo mismo, con manos temblorosas. Al levantar la tapa, ambos encontraron un papel celofán que envolvía algo en su interior. El plástico crujió al tacto, y al retirarlo, lo vieron.
La estrella dorada.
Era la misma de su infancia. Sonia jadeó, llevándose una mano a la boca, mientras las lágrimas se acumulaban en sus ojos. Gustavo, en cambio, permaneció inmóvil, paralizado por la emoción. Las luces del árbol bailaban sobre la superficie dorada de la estrella, devolviendo un brillo cálido, casi vivo.
En el fondo de cada caja, había algo más: una pequeña nota doblada con cuidado. Sonia la tomó con dedos temblorosos, y al abrirla, reconoció de inmediato la letra redonda y delicada de su madre. La leyó en voz alta, con la voz rota:
"Los amo,Mamá."
El silencio fue absoluto. Todos miraban las estrellas con asombro e intercambiaban miradas emocionadas. Algunos susurraban entre ellos, otros simplemente observaban, atrapados en la magia del momento.
De pronto, en la casa de Sonia, el villancico que sonaba de fondo llegó a un punto particularmente alto, y algo en la melodía le recordó aquellas noches del 22 de diciembre. Lo mismo ocurrió con Gustavo. Ambos cerraron los ojos por un instante, y los recuerdos les golpearon como un relámpago.
Los ruidos.
Esos crujidos que habían escuchado desde hacía años, siempre en la misma fecha, siempre cerca del árbol. Ahora lo entendían. Su madre, de alguna manera, había estado buscándola. Había estado preparando este momento.
Sonia abrió los ojos y miró a sus hijos con una sonrisa tenue, aun con lágrimas en las mejillas.
—¿Saben? Creo que mamá nunca dejó de cuidarnos.
En casa de Gustavo, él levantó la estrella para que todos la vieran, mientras un brillo especial llenaba sus ojos.
—Es ella. Siempre fue ella.
Esa noche, las estrellas doradas volvieron a ocupar su lugar en la cima de los árboles, iluminando no solo las ramas, sino los corazones de todos los presentes. Sonia y Gustavo, aunque separados por kilómetros, supieron en ese instante que su madre siempre había estado con ellos. Los ruidos, la espera, los recuerdos... todo había sido un puente hacia este momento.
Y mientras las luces navideñas parpadeaban con una calidez inusual, ambos hermanos levantaron la vista al cielo, seguros de que su madre, como la estrella más brillante, los miraba desde algún lugar