¿Es la austeridad global siempre una buena idea?
En su interesante libro “Austerity: The History of a Dangerous Idea” (2013), Oxford University Press; Mark Blyth argumenta que hoy en día los políticos, tanto en Europa como en Estados Unidos, han conseguido hacer aparecer el gasto como un despilfarro insensato que ha provocado que la economía empeore de manera global.
Como consecuencia, para resolver la crisis financiera, han puesto por mascarón de proa la austeridad, con una política de fuertes recortes presupuestarios. El autor señala cómo se nos dice (y esto nos toca especialmente próximo y conocido en España) que todos hemos vivido por encima de nuestras posibilidades y ahora lo que toca es apretarse el cinturón.
Tanto ha calado esta lluvia fina en nuestro modelo que muchos gestores públicos presumen de no agotar el presupuesto y muestran como elementos de éxito sus ahorros y sus escalas (en ocasiones absurdamente lineales en aras de no buscarse conflictos de más) de conseguirlo.
El autor define la austeridad como una forma de deflación voluntaria en el que la economía se ajusta a través de la reducción de los salarios, de los precios y del gasto público para restaurar la competitividad, que se logra supuestamente mejor mediante la reducción de los presupuestos y deudas públicas.
Nos dice, inteligentemente a mi entender, que aunque la lógica de austeridad que aboga por la reducción de la deuda cuando tienes demasiada tiene sentido, deja fuera del foco de análisis dos cuestiones de gran importancia: que la economía se contrae si todos intentamos pagar nuestra deuda al mismo tiempo y que las políticas de austeridad tienen mayor impacto en las rentas más bajas.
Destaca, agudamente, el papel clave que está ejerciendo Alemania en la gestión de la última crisis en la Europa Comunitaria. A lo largo del siglo pasado, a través de su terrible y con tan graves consecuencias experiencia hiperinflacionaria en la década de los veinte, y posteriormente de la transformación de un país devastado tras la Segunda Guerra Mundial a la mayor potencia económica de Europa a principios de los 60, los políticos alemanes se habían convencido de que las crisis las producen las decisiones políticas y no los mercados financieros. Es un país convencido de ello, igual que nosotros arrastramos un secular y ruboroso aroma de atraso en la llegada a la modernidad que tardaremos en eliminar con dificultad.
Creían, además, los alemanes en la necesidad de orden y estabilidad, especialmente estabilidad financiera supervisada por un banco central fuerte e independiente (idea que posteriormente quedaría reflejada en el proyecto monetario de nuestra moneda común).
Así, para el autor de Austerity, no es de extrañar que poco después del comienzo de la crisis económica, Alemania uniera sus fuerzas con las del BCE para abogar por el fin del estímulo y el comienzo del ajuste fiscal. El argumento era que la contracción fiscal, en lugar de generar una disminución de la producción, la incrementa, ya que los consumidores y los inversores anticipan deducciones impositivas en el largo plazo debido a los recortes en el gasto, que compensarán finalmente la contracción.
Pero a mi entender, la idea, que no es mala en sentido absoluto, se está manteniendo demasiado tiempo. Las economías interrelacionadas, como lo son todas en los tiempos actuales, no pueden ser austeras simultáneamente e incrementar sus exportaciones al tiempo.
Creo que ha llegado el tiempo de poner fin, al menos con timidez, a lo que ya apuntaba el autor hace cuatro años: que la austeridad mantenida mucho tiempo no es buena idea de manera global. Y añadiría que como país con tendencia a los extremos tampoco deberíamos correr al otro plato de la mesa. Entre austeridad y despilfarro siempre existe mucho espacio razonable.