Escribe acerca de lo que conozcas

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Resulta una obviedad, pero hay muchos (demasiados) principiantes que no quieren darse por aludidos o por enterados acerca de este sustancial asunto y se empeñan, como inconscientes Quijotes, en estamparse sin necesidad contra risueños y encalados molinos. Tipos que se obsesionan con coronar a la primera y sin preparación previa la cima de la montaña más alta del mundo cuando en el edificio en el que residen, de tanto coger el ascensor, no saben ni de qué color son las escaleras.

Cuando te pones a escribir en serio es cuando tomas razón de una dramática dimensión y extensión cósmica: todo lo que desconoces de cuanto te rodea. Te das cuenta que no tienes ni idea del nombre de la mayoría de los objetos y seres con los que te tropiezas a diario. Nos hemos abandonado a los mudos sentidos y a que éstos identifiquen burdamente todo aquello que el ser humano primitivo se molestó en asignarle nombre desde los tiempos del Génesis, pues nos importa un bledo saber cómo se llaman: Sabemos «qué son».

Así, es probable que acabemos haciendo extensivo uso del buscador de Google, más de lo que nos gustaría, a medida que avanzamos con nuestro proyecto literario. Sobre todo, las consultas serán del tipo «partes de …». Por ejemplo, ¿conocéis todas las partes que componen una silla o de una mano? Estáis sentados ahora mismo en un sillón de oficina de cuatro patas o de ruedines, quizá, pero tenéis dudas; al igual que con las manos que sostienen el ereader en el que me estáis leyendo. Dedos, palma, muñeca, ¿algo más? ¿No se nos olvida nada?

Quizá me consideréis un exagerado, pero algo tan simple como una silla o una mano da muestra fiel del desconocimiento general que abruma a los escritores frente a sus blocs, máquinas de escribir o procesadores de texto día sí y día también. Ignorancia que es aún más profunda en aquellos tercos escritores en ciernes que se empeñan en basar sus tramas en mundos que no conocen, siquiera, de forma indiciaria. 

Nadie ha nacido sabiéndolo todo. Lo poco que hemos asimilado lo hemos adquirido a fuerza de años y educación, experiencia y empeño personal. Y bien es cierto que la pléyade que conforman nuestros conocimientos más sólidos únicamente se debe a dos elementos bien definidos: nuestra profesión y nuestros hobbys. Nadie puede escribir una novela de investigación policial cuando nunca ha tenido la oportunidad de leer un mísero atestado o informe estadístico de un accidente de tráfico, por ejemplo; pero si has estudiado Derecho y, al menos, has trabajado en ese sector, tendrás algo que decir entre las páginas por las que John Grissam se mueve con soltura.

Cuando publiqué mi primera novela, que está ambientada en la segunda guerra mundial y en el teatro de operaciones del Pacífico, una chica anónima se puso en contacto conmigo, vía mail, para hacerme llegar un par de cuestiones sobre las que necesitaba respuesta y afianzar así el timón de un relato en el que tenía intención de trabajar y cuyo protagonista (y ahí está el pecado mortal), era el comandante de un portaaviones norteamericano. La muchacha, por la escasa conversación que mantuvimos, no tenía ni pajotera idea no solo acerca de la US Navy, lo cual ya de por sí es un evidente obstáculo creativo, sino que tampoco contaba con familiaridad alguna o afición relativa a las Fuerzas armadas, sean cuales sean éstas, demostrando nulo interés por este mundillo. Solo estaba obsesionada con que su protagonista llevara colgada de la pechera una medalla Corazón púrpura y, más bien, porque a la chica le gustaba el objeto, no porque supiera su significado.

Lo que sufría esta chavala se identifica con pura terquedad por detalles de una historia que, solo siendo una línea en un campo vacío, causaba vértigo y vómito al descorazonado escritor (no digamos ya cuando llegase a las manos de un lector).

Pero el carecer de pericia acerca de los ámbitos o las situaciones en los que se moverán nuestros personajes es algo muy común. Todo desconocimiento puede suplirse con el estudio, obvio es, pero os veréis obligados a hincar los codos en aspectos que nunca pensaríais que tocaríais en toda vuestra vida.

Hay que tener una base histórica y material bien cimentada.

Mi primera novela la ambienté en la segunda guerra mundial. Es un periodo histórico que siempre me interesó, aunque ahora reniegue un poco de él por simple aburrimiento. Tenía la idea y un mapa con el que llegar a la meta, a la última página. Una historia que arrancarme del seso y plasmarla en papel. Pero una cosa es que te interese un periodo determinado y otra que lo conozcas de verdad, pues lo único con lo que cuentas, como en la vida cotidiana, es con una pátina de realidad y coherencia. Gracias a mi afición, la tarea de investigación fue ardua y angustiosa, pero rápida y completa. Lo conseguí, puedo decirlo; pero cuando comencé con la primera página nunca pensé que tendría que suscribirme a revistas especializadas y en inglés, adquirir por Ebay documentación original de época y ponerme a chapar mientras leía monografías sobre el conflicto mundial.

No solo tuve que enfrentarme al estudio del ámbito militar, sino al de la sociedad de entonces, llegando a conocer sus gustos culturales, de los que te empapas a golpe de clic en Youtube, mientras tecleas y tecleas como un poseso. Llegas a vivir en esa época y es entonces cuando consigues escribir algo «real»; cuando conoces, si no todo, la mayor parte del cuadro que estás dibujando y pintando. Es algo que puede obsesionarte: crear un universo real en tus páginas y evitar que cualquier entendidillo advierta tus fallos cuando él nunca se ha dignado en «maravillarnos» con su prosa, pues ésta es inexistente.

* * *

Un grave error es el NO COMENZAR nuestra narración desde un punto conocido, pues los escritores describimos lo que vemos e imaginamos, y esos mundos que percibimos a través de nuestros ojos y nuestra mente están (han de ser) completos pues son «reales»; carecen de espacios en blanco y fondos disimulados gracias a una torpe mano de pintura con brocha gorda: Son perfectos. Cada objeto es real y tiene su razón de ser. Cada personaje tiene su propia vida, ha nacido en algún lugar y crecido junto a sus padres... 

Aunque no lo veamos, aunque parezca que en el horizonte solo hay motas de polvo cósmico, colores degradados como en una imagen .jpg de malísima calidad y con el zoom a 800%, hay más de lo que creemos. Por ejemplo: acabo de desayunar. Estoy en la cocina de mi casa y todo lo que me rodea tiene su razón de ser y no es de cartón-piedra. Hay una caja de metal para galletas María, de una campaña publicitaria de Fontaneda. Sus dos girasoles no se atreven a cruzar su aviesa mirada con la mía, pero están ahí, al alcance de la mano. La tapa también. Una galleta más puede que no me haga daño; aunque sí que alguna partícula crujiente termine sobre la mesa blanca y no en mi buche; una mesa cuyas alas han sido desplegadas o abiertas para que todos pudiéramos desayunar con espacio y libertad, sin chocar nuestras rodillas; aunque una de las alas es imposible de cerrar, pues su muelle está roto. A mis espaldas está el televisor, enmudecido y durmiendo; hay que evitar distracciones. Mi padre ha preparado la plancha para el almuerzo, que no se hará hasta dentro de unas horas, y pasa el rato, junto a la puerta del balcón abierta, leyendo el último ejemplar que he recibido de la Revista General de Marina. El reloj de la cocina, colgado de un gancho a la pared, a escasa distancia sobre mi cabeza, martillea cada segundo con su germano «tac-tac». Por la puerta abierta de la cocina entran, sin ser invitados, multitud de sonidos procedentes de la calle; demasiados para ser un domingo por la mañana que ha amanecido brumoso y tranquilo.

Este es un ejemplo llano. Solo he descrito, de forma un tanto anárquica, una escena en la cocina de mi casa; lo que estoy viendo ahora mismo y, como habéis podido apreciar, todo tiene su razón. Si nos vamos a dedicar a la ficción, más nos valdrá hacer un esfuerzo por conocer y reconocer plenamente lo que nos rodea y aquello con lo que queremos que nuestros personajes interactúen.

No, escribir no es nada fácil, por mucho que haya quien diga que «escribir, escribe cualquiera». Que nadie consiga convenceros de semejante parida.

Hay que escribir sobre algo que nos sea familiar o despierte en nosotros el ánimo de aprender y tirar del hilo. Nunca nos debe echar para atrás la tarea de investigación; incluso el tener que hacer preguntas.

Tan solo consultando la biografía de muchos autores comprobaremos su vinculación directa entre lo que han tejido en sus libros y su mundo real y cotidiano. Es lógico (por mucho que haya quien diga que es una barbaridad y un síntoma de escasa imaginación, pues «caes en la trampa de introducir escenas autobiográficas»), escribir una novela de abogados si eres un abogado. 

Si no te has enamorado en tu puñetera vida, ¿cómo vas a escribir una novela de amor? Que alguno de esos grandes genios de la nada me conteste, ¡anda!

Si lo que vamos a hacer es describir un mundo que nos sea desconocido de antemano, será mejor no hacerlo a medida que avanzamos sobre él como viajeros en tierras extrañas, sino que nuestra investigación ha de estar unos pasos por delante o, mejor dicho, unos cientos de kilómetros más allá del horizonte inmediato.

* * *

Al igual que con la ambientación histórica o material de nuestras novelas y relatos, hemos de conocer en profundidad los lugares en los que se desarrolla la trama, tanto más si son reales. Cierto es que, a día de hoy, contamos con excelentes herramientas para suplir posibles carencias de conocimiento geográfico: Desde guías turísticas atesoradas en la biblioteca pública a varios productos muy útiles de Google (Earth, Streetview, Maps), con los que podemos plantar a nuestros personajes en la esquina de una calle determinada, sabiendo incluso el sentido de la marcha del tráfico; pero también podemos caer en errores garrafales, en plan Ken Follet y Los pilares de la tierra, soltando, sin temblor alguno en la mano, una barbaridad del tamaño de una catedral (un chiste fácil) del tipo «Santiago de Compostela es una ciudad polvorienta»; ¡como si en España no conociéramos la lluvia y todo fueran campos de Castilla!

¡Ay, amigos míos!, hay que tener mucho cuidado, pues hasta el gran Edgar Allan Poe hizo de las suyas a este respecto.

Lo que quiero decir es que el mejor escenario que podemos ofrecer a nuestros personajes para que interactúen y desarrollen la trama es uno que conozcamos de verdad. Nuestro barrio, nuestra ciudad, el pueblo donde veraneamos, edificios a los que hemos accedido por la razón que sea, etc. Ejemplos claros de lo que quiero decir los podéis encontrar en la serie de novelas policíacas de Camilla Lackberg o la trilogía de Baztán de Dolores Redondo. Estas dos autoras han desarrollado tramas al lado de sus casitas, lo que ha dotado de un fondo físico real y palpable a sus narraciones; por no decir que han potenciado el turismo local gracias sus respectivos éxitos de ventas.

Si creamos un mundo de fantasía propio, lo más apropiado será dotarle de una geografía e historia completas y bien documentadas, eso sí, tratando de ubicarnos gracias a lugares que nos sean familiares. Un mapa y una minienciclopedia (además de la biografía de personajes) nos evitarán correcciones, incoherencias y absurdos más adelante.

(De mi manual «El escritor superviviente»).

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