Improductivos
Una de las curiosas paradojas que muestra nuestro sistema social economicista y mercantil resulta de la contradicción entre el imperativo de maximizar la productividad de las personas, y las labores y trabajos que les permite y exige realizar.
En la base imperativa de la productividad que proclama el sistema económico se encuentra la idea de especialización. Su premisa parte de que todo factor es mucho más eficiente y mucho más productivo cuando se especializa. Es más productivo que cada uno haga algo que se le da bien, y que lo que deje de hacer se resuelva mediante el intercambio. Esto funciona a todos los niveles, desde los Estados y países hasta las empresas y trabajadores.
Si fuéramos fieles a esta regla, cada persona haría aquello que le gusta y se le da bien, puesto que este es fundamento primordial (aunque no único, ni mucho menos) para que el desempeño de esa tarea sea lo más eficiente y productiva posible. La persona será tanto más eficiente y productiva cuanto más se elija a sí misma, cuanto más atienda su verdadera vocación, aquello para lo que está llamada.
El sistema económico productivo, en aras de esa búsqueda de lo productivo y lo eficiente, debería proporcionar ese entorno fundamental en el que cada persona fuese libre para escuchar su llamada vocacional y desempeñarse en ella durante toda su vida. NInguna persona es tan productiva y aprovecha tanto sus recursos como cuando se elije a sí misma, elije su mejor posibilidad y la desarrolla.
Pero el sistema productivo entra en contradicción puesto que coarta esa elección libre de lo vocacional de cada persona, evita esa elección de la mejor posibilidad de cada uno y nos obliga a plegarnos a unas necesidades mercantiles determinadas por la contingencia de turno. Esto supone que trabajaremos no conforme a nuestra mejor posibilidad y, por lo tanto, la más productiva, sino conforme a una exigencia exterior que en nada se acerca a nuestra mejor posibilidad. Incluso llega a ser tan paradójico que, en esa búsqueda de productividad errada, lleva a las personas hasta su límite máximo de incompetencia, como recuerda el principio de Peter donde se remarca que el premio a quienes son más productivos es llevarlos en constante ascenso hasta su límite de incompetencia.
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El sistema económico y social trata de solventar esto a base de incentivos salariales, reinvenciones constantes, ascensos sociales y jerarquías, pero lo único que consigue es engordar la improductividad de las personas, y lo que es peor, su malestar. No en vano, rara es la persona que no se encuentra agotada en y de su trabajo, que ansía las vacaciones y que demuestra síndromes que van desde lo postvacacional al burnout.
De esta manera, nos organizamos en torno a un precepto de máxima especialización en la búsqueda de la mayor productividad pero, a su vez, solicitamos a las personas que olviden y rehúyan su vocación, que es cuando más productivo se muestra el ser humano, para entregarse a tareas y labores que le interesan más bien poco y en las que ofrece mucho menos de sus auténticas posibilidades.
Curiosamente, nuestra mejor posibilidad, la que nos hace más productivos, se remite al ocio y al tiempo libre, a momentos de expansión calificados como improductivos o ‘poco serios’. Así que es en nuestro ocio y tiempo libre donde muchas veces somos más productivos que nunca.
Resolver esta paradoja supone invertir el orden de las cosas. En lugar de que el sistema imponga una serie de parámetros a modo de espejo en el que hemos de mirarnos, medirnos, compararnos, competir y mejorarnos, una especie de embudo por el que todos hemos de pasar, estrecharnos y concentrarnos para obtener unos resultados determinados, debiéramos partir del individuo y sus potencialidades y, desde ahí, generar una nueva ordenación que favorezca esa expansión de las posibilidades máximas de cada uno.
Nuestra forma de organización social basada en esa especialización respecto de unos cánones y requerimientos productivos contingentes asemeja más una organización propia de abejas, termitas u hormigas que la de unos seres verdaderamente racionales que identifican el progreso con una elevación intelectual, física y espiritual. El punto de partida no ha de ser el de embudarnos todos en unos parámetros que nos limitan, sino el de partir de las posibilidades amplias de cada ser humano y crear bajo esa premisa un orden distinto que permita esa expansión de la persona, no su contracción. Mientras esto no suceda, continuaremos siendo altamente improductivos, y la paradoja seguirá vigente.