La boca del estómago

La boca del estómago

Las molduras de las esquinas mostraban el desgaste provocado por las incesantes bohemias.

Si hubieran sido sólo reuniones poéticas, como Esther las llamaba, las molduras estarían bien.

Pero eran tertulias poliamorosas más empacadas que el metro Insurgentes a las seis de la tarde.

Eran una fortuna que los daños no fueran mayores, pero Agustín podía saber, por esta meticulosa observación, que Esther ya había agarrado por su cuenta las parrandas.

―Me parece que no estás siendo del todo honesta, Esther ―le recriminó, ―veo evidencias por todos lados de que estás teniendo demasiado invitados, demasiado inquietos y demasiado seguido, y el acuerdo que hicimos no incluía la destrucción metódica del departamento que heredé de mis padres.

Esther roló los ojos sabiendo que este apenas era el preludio de un discurso de tres horas.

Si Agustín ya sabía cómo era ella, ¿Para qué la había invitado a ocupar el departamento? No iba a cambiar su estilo de vida, ni sus ideas, ni iba a abandonar su movimiento, sólo porque él comenzaba a sentir aprehensión por una herencia maldita, de la que había renegado desde que Esther era su confidente en el colegio marista.

― ¡Qué se joda el departamento! –increpó de momento, interrumpiendo con su grito el monólogo de Agustín, ―¡Qué se joda el capitalismo y la propiedad que tienen las cosas sobre nosotros! ¡Qué se joda la preservación de la frivolidad y la plasticidad! ¡Es momento de desgastar, romper y tallar! ¡Es momento de agotar el miedo con amor! ¡Todo tipo de amor! ¡En cantidades industriales! Amor amargo, amor salado, amor picante, amor rancio, amor húmedo, amor que suda, sangra y saliva.

Agustín miraba a Esther con su mirada impávida. Una gota de sudor que recorría su sien delataba que ahora era él consciente de su error:

Nunca iba a poder ayudar a su amiga como él creía que podría ayudarla.

No podía rescatarla del naufragio que ella había provocado. No sólo el capitán se hunde con el barco, también el saboteador. Es karma, justicia divina, lo único inexorable que admite la razón del intelecto. En su inocencia y buena fe, pensó que podría cambiar al mundo salvando una persona a la vez, empezando por su amiga de la infancia. Pero había ignorado las señales: una vez que has vivido en el desierto del hombre en llamas, sólo sabes correr hacia tu propia incineración.

― ¡Sal del departamento! ―el tono de Agustín era desconocido para Esther.

Agustín pudo escuchar a su padre en sus palabras. Era de hecho como si hubiera sido su padre quién las hubiera pronunciado y Agustín sólo hubiera facilitado sus cuerdas vocales.

― ¡A mí no me vas a hablar así! –trató de contrarrestar Esther, pero sus manos temblaban mientras se levantaba de la mesa, tirando el plato de cereal en el proceso.

Miraba a Agustín con odio y miedo a la vez, y no le atinó al espacio correcto entre sus dedos de los pies, cuando trató de coordinar su salida de la cocina con la colocación de sus sandalias.

En lo que había dejado de ser su habitación, abrió una vieja mochila de acampar y arrojó su ropa dentro, la poca ropa limpia que tenía.

Con ambas manos volvió a sujetar sus cabellos con la liga que llevaba como pulsera, tomó su celular, le aventó a Agustín sus llaves y abandonó el departamento dando un terrible portazo, que hizo que la puerta se volviera a abrir.

Agustín cerró la puerta sin asomarse afuera. A las tres cuadras, Esther se detuvo en una tiendita y compró un cigarro con una moneda que encontró al fondo de su bolsa. Era todo el dinero que tenía. Antes de la discusión, tenía preparado un discurso para pedirle prestado dinero a Agustín, en lo que lograba algún adelanto por las ideas de murales que había ingresado a la delegación.

Pero ahora esto lo jodía todo.

Podría ser una muerta de hambre, pero tenía orgullo y no se iba a humillar por nada ni nadie. Ni siquiera por el único amigo que le quedaba. Se sentó en una banca a llorar; esta humillación nunca se la iba a perdonar a Agustín.

Agustín llenó diez bolsas negras con basura. O lo que para él era basura y que para Esther era su ropa sucia y la materia prima de sus obras de arte, consistente en objetos desgastados que había recolectado de diferentes lotes baldíos. En el departamento sólo quedó la cama y la vieja mesa de la cocina.

Se deshizo hasta de los tres sillones que ocupaban la sala, y que hacía varios meses habían dejado de ser beige para tomar un tricolor pardo, negro y gris, y emanar un penetrante olor a vagina de prostituta en semana de aguinaldos.

El departamento vacío seguía oliendo a vómito, sudor y cigarro. Tenía una apariencia tan amarga como el sentimiento de arrepentimiento que Agustín sentía en la boca del estómago.

Jose Raynal, la buena lectura se aprecia tan sólo en un párrafo ... bien recibido y correspondido abrazo. Sigue escribiendo así, nutres la imaginación. Saludos.

¡Excelente, Jose Raynal, por un momento sentí pena por los muebles de Agustín, bien hubiera valido la pena remozarlos..!

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