La ‘nueva derecha’: un animal mitológico en peligro de extinción
En las últimas dos décadas, la velocidad y la intensidad con la que se han sucedido los movimientos políticos en Occidente ha sido de verdadero vértigo. A su vez, se ha producido una aceleración notable. La primera década del milenio fue convulsa, con atentados terroristas que precipitaron guerras, inestabilidad en vastas regiones del mundo, y la caída de gobiernos en Reino Unido, Francia, Estados Unidos y España, entre otros. Todo ello acompañado de una Gran Recesión sin precedentes que, tan solo en nuestro país, ha marcado la vida de dos generaciones. Sin embargo, si aquella fue convulsa, la segunda década fue trepidante, con el surgimiento de los denominados nacional-populismos y nuevos soberanismos que en parte cristalizaron con el advenimiento del Brexit y Trump y en parte fueron su consecuencia.
Así llegamos al tiempo presente, en el que la derecha actual ha desdibujado algunos de los elementos más representativos de lo que podemos definir como la derecha política, constituyendo, aunque sea de una manera más operativa que formal o conceptual, una verdadera ‘nueva derecha’. Se trata de una derecha política o ideológica para la que tomo prestado su nombre de la Nouvelle Droite francesa de finales de los años sesenta. Sin embargo, guarda poca relación con aquel movimiento liderado por Alain de Benoist.
El movimiento que encabezó el intelectual francés aspiraba a rearmar intelectualmente a la derecha para hacer frente a la hegemonía cultural de la izquierda. Esta reafirmación de la necesidad de tener impacto en el espacio cultural sí se observa en la nueva derecha a la que hago referencia en este breve ensayo. Bajo la toma de conciencia de que «quien cree, crea», la derecha política —y todo lo que subyace a esta en la sociedad civil—, busca conquistar y transformar espacios culturales, artísticos, educativos a su imagen y semejanza, dando la batalla cultural, e incluso desmarxistizando a Gramsci y haciendo suyo el concepto de hegemonía cultural.
Sin embargo, la naturaleza aguerrida que renuncia a abandonar la cultura y los espacios públicos no es la principal característica de esta nueva derecha. Lo que la hace verdaderamente genuina obliga a desarrollar una definición que descubre un movimiento político-ideológico verdaderamente singular.
En primer lugar, baste hacer mención a la insuficiencia conceptual de los conceptos dieciochescos de izquierda y derecha política, vigentes durante más de dos siglos pero que encuentran dificultad para describir un escenario en el que la izquierda y derecha ‘clásicas’ han sufrido auténticos procesos de transmutación. Así, entre estos dos bloques antagónicos se observan algunos elementos de la izquierda ‘clásica’ que hoy presenta la derecha y viceversa.
En el pasado y hasta hace relativamente poco tiempo, la izquierda político-ideológica se ha caracterizado por enarbolar un discurso contestatario frente a un statu quo que era feudo de la derecha, dedicada a la conservación de un sistema de valores, de usos y costumbres, tan poderoso como frágil, y que exigía su cuidado desde la sociedad y desde las instituciones. Se establecía así una divisoria fundamental: la de una derecha institucionalizada frente a una izquierda extra (e incluso anti-) institucional; una derecha dominante en las estructuras de poder —preeminencia económica, la estructura eclesiástica, monarquía y nobleza, etc.— en contraste con una izquierda que realizaba una enmienda a estas estructuras, poniendo en peligro su supervivencia. Se trataba, en definitiva, de una derecha con la autoridad —que no necesariamente autoritaria— en sus manos, y de una izquierda más liberal o libertaria, en términos contemporáneos.
Sin embargo, estas dicotomías conceptuales no han llegado en buen estado hasta nuestros días. En primer lugar, porque es erróneo contemplar el escenario ideológico como un mero eje horizontal. Por el contrario, a ese eje de abscisas hay que añadir el vertical; el de ordenadas. Así, si la izquierda y la derecha personifican los dos extremos del espectro político horizontal, el autoritarismo y la libertad ostentan los de la dimensión vertical, que es precisamente donde se han producido notables desplazamientos.
En segundo lugar, y en línea con lo anterior, porque cuando nos referimos coloquialmente la izquierda y derecha políticas, confundimos cuestiones radicales con otras ambientales. La mayor cercanía de la derecha política a las estructuras de poder se produce por una serie de condiciones accesorias que no son ni necesarias ni suficientes para integrar un marco de pensamiento ‘de derecha’. De igual forma, el carácter irreverente y rebelde propio de la inferioridad de las minorías que ha podido presentar la izquierda hasta hace un par de décadas debe disociarse del ideario que constituye su esencia, lo que no quiere decir que sean cuestiones menores, pues en la hegemonía política, ideológica, cultural, etc. confluyen estos dos elementos: la esencia y el contexto.
Pues bien, una observación de los factores radicales y ambientales de la izquierda y la derecha pone de manifiesto que, en los últimos dos siglos, la izquierda ha estado más cerca de la libertad —por librepensante y contestataria—, mientras que la derecha ha tenido por ecosistema uno más próximo a la autoridad. Sin embargo, como señalaba al inicio, esto ha cambiado sustancialmente, pues la derecha ha oscilado hacia la libertad a la par que la izquierda lo hacía rápidamente hacia la autoridad. Este fenómeno viene provocado por una causa doble. Por un lado, se debe al cambio de los factores ambientales de la izquierda, que le han permitido alcanzar cotas más altas de poder y, por otro y paralelamente, se explica por una mayor tendencia o aspiración autoritaria de la izquierda política, a la que irrevocablemente le conduce su espíritu hoy marxista. A su vez, el acomodo de los factores ambientales no ha sido sino una consecuencia de la lucha de la izquierda por malear estos a su antojo, y crear el entorno propicio para su crecimiento y desarrollo, unido al abandono de una derecha que se ha dormido en la autocomplacencia y una falsa sensación de preponderancia, que daba erróneamente por sentada.
Se confirman aquí de nuevo los diferentes elementos de fondo y contexto de izquierda y derecha, pues la hegemonía de la primera ha expulsado a la segunda de las instituciones y las estructuras de poder. Esto incluye al mundo corporativo, arrodillado desde hace tiempo ante su nuevo señor —lo que explica el denominado capitalismo moralista que se observa en la actualidad—, como una especie de licencia para operar en el mercado, y que también opera en otro tipo de mercado, el de las ideas, bajo la batuta de la censura y la corrección política.
Pero lo que es paradójico en este cambio de paradigma es que la deriva autoritaria de la izquierda hegemónica ha provocado un éxodo masivo a escala global de auténticos librepensadores, que han dejado de sentirse identificados con esa nueva idiosincrasia hegemónica, intransigente, intolerante... Una izquierda, en definitiva, que ha devorado a sus hijos y renegado de los que se emancipaban, si bien es cierto que esta deserción de intelectuales de las filas de la izquierda viene dándose desde hace más de medio siglo, como refleja la publicación en 1950 del libro El dios que fracasó; una colección de ensayos que recogen los testimonios de seis famosos antiguos comunistas que apostataron de aquella fe secular. Lo novedoso del fenómeno es que, habiendo quedado huérfanos, muchos antiguos militantes de la izquierda han encontrado refugio en una derecha política debilitada y que ha aprendido a sobrevivir —y combatir— en minoría, y que ha recibido con gran respeto a estos exiliados ideológicos.
Así, la derecha, otrora hermética, se ha permeado de libreprensadores y apátridas intelectuales de diversa procedencia, que a su vez la han transformado en un grupo heterogéneo, abierto, tolerante, de discusión honesta. Esto no quiere decir que no hubiese exponentes de la libertad de pensamiento en la derecha con carácter previo —de nuevo, resulta fundamental disociar las dimensiones horizontales y verticales del espectro filosófico-político—, sino que la derecha del siglo pasado ha sufrido una metamorfosis hacia un ideario más amplio donde tienen cabida todos los que se hallen enfrente de esa izquierda autoritaria e intolerante.
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Es este fenómeno lo que he denominado en alguna ocasión como una derecha excepcional y de excepción. De excepción, pues son los factores ambientales los que la han ubicado extramuros y en franca minoría. Y excepcional, porque se trata de unas características que elevan moralmente a este bloque ideológico a la par que le otorgan una ventaja competitiva sobre la izquierda, convirtiéndose de esta manera en un instrumento eficacísimo para reconquistar la hegemonía político-cultural. Un animal mitológico que quizá existe, pero son pocos los que han tenido la fortuna de ver.
En España, esta rara avis se ha manifestado en los últimos tiempos en una suerte de liberalismo-conservador que, no obstante, nace de un largo linaje de pensamiento que se remonta a un origen también hispánico, o ibérico más bien, pues la Escuela de Salamanca también lo fue de Coímbra. Un legado que derivó en un cierto tradicionalismo moralista en el siglo XVIII y que en el XIX degeneró integrando algunos elementos liberales de raigambre francesa que en realidad eran más doctrinarios que liberales en el sentido referido arriba.
Sin ánimo de entrar en una depuración conceptual exhaustiva, es claro que la utilidad práctica de este matrimonio de conveniencia ha representado la mayor y mejor respuesta a un autoritarismo de izquierdas en España. Y los países de nuestro entorno han protagonizado resurgimientos similares ante la adversidad, aún con sus particularidades fruto de tradiciones singulares. Esto es algo lógico, por otra parte, en especial si observa otro cambio de paradigma en ese elemento conservador que constituye el núcleo de la nueva derecha. A saber, el paso de ser una filosofía política integrada en el sistema —que a su vez se desprendía de este ideario— a otra extra-sistema. Así, lo que antes acompañaba al régimen —entendido éste en sentido amplio, desde su armazón político hasta el pensamiento reinante—, hoy desprende un aroma reaccionario y hasta revolucionario. No obstante, esto es tan solo parcialmente novedoso, pues el conservadurismo es una filosofía — e incluso un modo de vida, siguiendo a Scruton—, que permanece aletargado hasta que percibe una amenaza de entidad suficiente como para despertar y entrar en acción. Así, el conservadurismo siempre ha tenido un matiz rebelde, como lo vemos hoy en nuestro país, donde algunos han señalado —no sin razones de peso para ello— que ser conservador es el nuevo punk.
Pues bien, esa nueva derecha de centro conservador hoy está en peligro de extinción por dos motivos principalmente. Por un lado, porque se trata de una amalgama de sensibilidades que han formado un frente común frente a un enemigo formidable. Así, conservadores y neoconservadores se han encontrado —fruto tanto de la casualidad como del instinto de supervivencia— en el mismo bloque que los liberales, neoliberales y postliberales, al que más tarde se han sumado nuevas tribus ideológicas como el movimiento nacional-conservador, hoy en auge, y otros grupos menores de envergadura inversamente proporcional a su sectarismo ideológico. No cabe duda de que hay algunos elementos comunes a todas estas familias, pero ninguno tan relevante como el adversario común al que se enfrentan, siendo éste lo que en última instancia motiva su unión. Y este carácter ad adversarium que ha sido la principal fortaleza de la nueva derecha —que se ha salvado del divide et impera canónico—, es también su talón de Aquiles, como lo fue de la ‘nueva izquierda’. En especial, conforme esta llegó a las instituciones y al poder en los primeros compases del milenio.
Puede parecer paradójico que sea justo en los periodos expansivos y de dominio cuando las coaliciones se resquebrajan. Sin embargo, las luchas fratricidas siguen una lógica elemental. A saber, conforme se avanza frente a un adversario común, las diferentes sensibilidades político-ideológicas comienzan a tomar conciencia de su ideario, genuino y distinto, y a observar las diferencias —de principios y también estratégicas— que mantienen con sus compañeros de viaje. Todo ello sin contar con que los matrimonios de conveniencia —en este caso, además, polígamos—, rara vez superan los personalismos, intereses y agendas propios de sus líderes.
Las lenguas se confundieron cuando la Torre de Babel alcanzó cierta altura y de ahora en adelante cuando la nueva derecha corre peligro. Ya hay indicios que recomiendan dar la voz de alarma. Un ejemplo es la actual lucha fratricida en el debate intelectual estadounidense. Los postliberales como Patrick Deneen, Sohrab Ahmari o Gladden Pappin, declararon la guerra hace más de cinco años (cuando se publicó ¿Por qué ha fracasado el liberalismo?, de Deneen) a los conservadores, que en la tradición republicana adoptan un laissez-faire cercano a los postulados del liberalismo clásico. Un liberalismo en el que los primeros creen hallar la semilla de todos los males, renegando de ese legado y tratando de erigir una nueva tradición ex novo fundada en una noción de bien común, si bien terminan abrazando un comunitarismo con legado propio, adoptando así sus virtudes junto con sus defectos. A su vez, la irrupción del movimiento nacional-conservador, encabezado por Yoram Hazony, pone su énfasis en un etnonacionalismo arraigado en una tradición en ocasiones más percibida que real y de difícil consecución a la vista de la configuración actual de las sociedades occidentales, en su mayoría heterogéneas, plurales y divididas. Por último, y sin contar un sinfín de refriegas menores, encontramos críticas cruzadas que responden más a cuestiones personales que ideológicas, como la estigmatización de los postliberales por su condición de católicos en su mayoría —tachándolos de ‘ultra’— o la crítica a los conservadores por su connivencia con el establishment político norteamericano, lo que a su vez da fe de que esta guerra civil ideológica también ha trascendido y se ha trasladado al escenario político, en el que la línea de falla abierta en el seno del Partido Republicano cada vez mayor.
A esta amenaza existencial se le suma otra, que es la tentación autoritaria que acecha a la nueva derecha en este proceso de reconquista del terreno perdido hace décadas en muchos frentes. En el educativo, en el artístico y cultural… El retorno al poder puede significar también la expulsión de todos aquellos que veían en la derecha un espacio de libertad, y apagar ese aroma sería una terrible pérdida que terminaría con esa excepcionalidad (recordemos, por partida doble) de la nueva derecha, que volvería a la casilla de salida. La respuesta al autoritarismo por parte de un rival ideológico acostumbra a tomar forma en la búsqueda del poder, con el fin de replicar los efectos del periodo de prominencia de aquel, pero en sentido opuesto. Rara vez se responde con más libertad a un alarde de autoridad como el que ha manifestado la izquierda en los últimos tiempos. A fin de cuentas, lo definitorio de la política, en sentido schmittiano, estriba en el poder como esencia y la confrontación como dinámica. Ahora bien, el resultado de una nueva derecha que degenerase en otro autoritarismo sería fatal, revirtiendo una vez más la regula aurea que sugiere no hacer al otro lo que uno no desee sufrir él mismo, para buscar ahora hacer cuanto más daño, mejor, desde la certeza de que tu rival hará lo mismo si se le presenta la oportunidad.
Así, es preciso que quienes se consideren parte de este movimiento extremen la vigilancia y la cautela, habida cuenta de que la nueva derecha avanza en Occidente, no siempre como un fenómeno político convencional, pero sí como movimiento sociocultural con su expresión política singular o múltiple. Debemos recordar que esta nueva derecha que ha resistido a una izquierda hegemónica durante décadas, y que ahora florece y avanza, responde a cuestiones coyunturales, no estructurales; se trata de una anomalía que hemos tenido la suerte de disfrutar y que, por todo ello, requiere de especial cuidado, pues es grande su fragilidad.
Y qué mejor que el conservadurismo para desplegar las herramientas necesarias para mantener unida a la nueva derecha. Un corazón palpitante que debe irrigar el resto de órganos sin los que el cuerpo desfallecería. En la genética conservadora radica la preservación de lo que merece la pena conservar tanto por su valor normativo como instrumental y parece que la derecha político-ideológica actual se corresponde con esa definición. Finalizo con tres sugerencias encaminadas a esta protección. La primera, que lejos de rehuir, profundicemos en las diferencias internas desde el sano debate intelectual y construyamos unidad a pesar de la falta de uniformidad o, mejor dicho, gracias a la heterogeneidad. La nueva derecha no necesita vivir bajo la ficción de una tabula rasa ideológica para existir y prosperar. Todo lo contrario. Es en minoría, cuando no hay púlpitos que disputar ni carteras ministeriales que repartir cuando se deben limar las asperezas ideológicas y explorar los elementos compartidos que van más allá de un adversario común. La segunda sugerencia, que es condición indispensable para la anterior, es el abandono de los dogmatismos cainitas que tantas veces manifiestan una grave hipocresía, pues mientras que la derecha aboga por una izquierda más comprensiva, tolerante y desdogmatizada, amenaza con seguir esa misma ruta, de la mano de la deriva o degeneración autoritaria advertida arriba. La última sugerencia va precisamente encaminada a resistir a la tentación autoritaria, que es la del fortalecimiento de la sociedad civil y sus organizaciones, de forma que estos cuerpos intermedios sean libres e independientes de la voluntad política, siempre voraz ante quienes se corresponden —aunque sea mínimamente— con su ideario, y a los que irremediablemente tratará de poner al servicio de sus objetivos políticos. La tradición anglosajona puede servir de guía e inspiración al respecto, como paradigma de la Big Society frente al Big Government de la tradición continental, más proclive a sucumbir ante el atractivo de la autoridad.
Por último, merece la pena señalar que pensamiento conservador siempre ha puesto en valor el concepto de responsabilidad intergeneracional, de corte burkeana, por el que tenemos la obligación moral de recoger este legado que hemos recibido y transmitirlo a los que están por venir en mejores condiciones que cuando nos fue dado. La nueva derecha es en verdad un extraño ser en peligro de extinción, pero hemos de hacer cuanto esté en nuestras manos para prolongar su existencia. Como mínimo, hasta dar con una alternativa viable como continente para tan preciado contenido.
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Artículo publicado originalmente en la revista Razón Española, 236, marzo-abril 2023.