La revolución de los coronapijos
Publicado en el Diari de Tarragona el 28 de mayo de 2020
Numerosas ciudades españolas han acogido estos días sendas marchas de protesta contra la gestión gubernamental de la pandemia que actualmente nos azota. Las calles de algunas capitales se han visto inundadas por un estruendoso mar de banderas rojigualdas, entre las que no faltaban algunas preconstitucionales. Efectivamente, aunque son muchos los colectivos que critican con dureza la forma en que el ejecutivo de Pedro Sánchez ha afrontado esta crisis sanitaria y económica, sin duda ha sido la extrema derecha quien ha sabido capitalizar este malestar ciudadano de forma más visible y eficaz. Probablemente resulte tan gratuito como injusto encasillar como nostálgicos del franquismo a la totalidad de los movilizados, pero debe reconocerse que el tono general de estas concentraciones ha destilado un inconfundible tufo caspofalangista: paroxismo patriótico, himnos militares, insultos contra homosexuales, agresiones a periodistas de medios no afines, etc.
Uno de los factores que más ha llamado la atención en este fenómeno ha sido el entusiasmo con el que las clases pudientes de los barrios selectos han asumido las herramientas de protesta obrera para defender sus privilegios. La adopción de esta estrategia, unida a la necesidad de convocar marchas motorizadas por las limitaciones derivadas de la pandemia, ha provocado imágenes realmente sorprendentes, como las protagonizadas por los conductores de interminables caravanas de Porches y Mercedes clamando contra la opresión del poder. Algunas de estas estampas reivindicativas, en las arterias más exclusivas de Madrid, explican el apodo de ‘coronapijos’ que han recibido sus protagonistas. Incluso hemos llegado a ver a la vieja ultraderecha lanzándose a cantar el ‘Bella Ciao’, un conocido canto de los partisanos italianos que posteriormente fue adoptado como himno de la izquierda. Vivir para ver. Es cierto que algunos de los manifestantes provenían de clases vulnerables, pero esta disparidad de participantes sólo constata el doble perfil social que caracteriza a las bases de Vox desde su mismo nacimiento: estratos pudientes que defienden sus privilegios, y colectivos desfavorecidos que apuestan por la versión conservadora del nuevo populismo. Este curioso fenómeno no es nuevo, y ya sido aprovechado por otros líderes del movimiento neocon internacional: Trump en EEUU, Le Pen en Francia, Farage en Gran Bretaña, Wilders en Holanda, etc.
De todos modos, este éxito mediático de Abascal oculta una realidad mucho menos halagüeña para esta formación, y vuelve a evidenciar que este dirigente prioriza sus objetivos partidistas frente a los intereses transversales que dice defender. Vieja política. Los últimos estudios demoscópicos parecen indicar que la formación de extrema derecha está sufriendo estos meses una caída significativa en su apoyo popular, y sus líderes han demostrado una indiscutible habilidad para arrogarse la representatividad de los descontentos en provecho propio. Sin embargo, esta estrategia ha debilitado enormemente la capacidad potencial de convocatoria, pues son millones los españoles diametralmente opuestos a la gestión de Pedro Sánchez durante la pandemia, pero la mayor parte de ellos jamás aceptaría participar en una movilización descaradamente ultra. No me cabe la menor duda de que estas marchas habrían sido multitudinarias si no las hubiera enarbolado la extrema derecha, pero Vox ha preferido darse un modesto baño de multitudes para fingir una falsa salud electoral, impidiendo de este modo una protesta masiva contra el ejecutivo.
Esta visión cortoplacista y autocomplaciente quedó en evidencia con las eufóricas declaraciones de Espinosa de los Monteros (señalando, con treinta mil muertos sobre la mesa, que no vivía una alegría semejante desde que ganamos el Mundial de fútbol), y ha tenido como efecto colateral el inmediato debilitamiento de la contestación antigubernamental. En efecto, el descaro con el que Vox ha liderado este movimiento ha generalizado la impresión, explícita o subconsciente, de que cualquier opositor a la gestión monclovita es un radical conservador. No es así, sin duda, pero la estrategia de Vox ha terminado significando un sorprendente espaldarazo al ejecutivo, que ha visto con desconcierto cómo ha sido la propia oposición quien ha logrado marcar el estigma ultraderechista a todo aquel que critique su forma de afrontar la crisis sanitaria y económica. Santiago Abascal ha trabajado para Pedro Sánchez de forma tan gratuita como paradójica.
Por último, me permitirán una reflexión final sobre la inusitada ferocidad con que algunos sectores han atacado estas movilizaciones. Al margen de las concentraciones iniciales, que vulneraban de forma flagrante las medidas de distanciamiento, el resto de marchas han sido autorizadas y cumplían con todos los requisitos que delimitan el derecho de manifestación. En ese sentido, sorprende la campaña emprendida por algunos presuntos antifascistas, que han incluido insultos de grueso calibre contra los participantes, así como contramanifestaciones físicas y brutales ataques en redes sociales. O se está a favor de la libertad de pensamiento y expresión, o no se está. Por muy nauseabundas que nos puedan parecer las tesis de estos individuos, alguien que se dice demócrata debería mostrar un respeto escrupuloso hacia el derecho de cualquier colectivo a expresar públicamente sus opiniones. Es legítimo y procedente criticar sus argumentos y actitudes, incluso mostrar cierto sarcasmo ante sus ridículas escenificaciones, pero no es defendible boicotear el ejercicio de la legítima libertad de cualquier ciudadano para defender abiertamente sus ideas. Es el momento de recordar una conocida frase, habitualmente atribuida a Voltaire: “No comparto tu opinión, pero daría mi vida por defender tu derecho a expresarla". La tolerancia no se pregona, se practica, incluso con los intolerantes. Todavía tenemos mucho que aprender.