LEONARDO PADURA Y EL HOMBRE QUE AMABA A LOS PERROS
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LEONARDO PADURA Y EL HOMBRE QUE AMABA A LOS PERROS

   Las raíces de la familia del escritor cubano, Leonardo Padura (La Habana, 1955), premio Príncipe de Asturias, se hunden en el barrio habanero de Mantilla, su barrio, su memoria, su vida, como él mismo gusta de recordar cuando, muy de vez en cuando, deja ver su figura por algún escenario habanero y uno puede escuchar de viva voz a este ya legendario de las letras cubanas contemporáneas. Se jacta de ser, medio en broma, medio en serio, el escritor de su generación que más trabaja, en el sentido de ser el más prolijo, metódico y constante en el difícil oficio de escribir. Sí, Leonardo gusta no solo de dejar fantasear a su imaginación, sino, quizá por su paso por el periodismo, gusta de investigar. La labor detectivesca que hace de la historia que pretende contar le lleva mucho tiempo, años incluso de seguir rastros tras la pista correcta. Quizá le venga ese ímpetu desde los tiempos en los que dio vida a su personaje más querido, el detective Mario Conde. La coincidencia con nuestro Mario Conde, sí, el de Banesto y el lago de los cisnes blancos, es mera casualidad, aunque quizá el personaje de Padura se adelantó a las gracias y desgracias del banquero alicantino. La saga de aventuras de este detective habanero fue tan impactante en la mente colectiva de sus lectores que, recuerda el mismo escritor, aún hoy en día le preguntan muchos de ellos por la vida del personaje, como si realmente existiera y caminara por las calles de La Habana en busca de un trago de ron y una mulata que le ayudara a resolver el último caso. No entiende el escritor como un personaje de ficción tuvo tanta raigambre en la mente de sus paisanos cubanos. No entiende o quizá no quiera entrar en camisa de once varas a la hora de analizar los tejemanejes de las últimas décadas en la vida de ese país que lo vio nacer, crecer, embobarse y despertar del sueño idealista tras la caída de la Unión Soviética. Sí, entre juegos de pelota, como llaman por estas tierras al béisbol, su gran pasión deportiva, Leonardo, como casi todo un pueblo sediento de las promesas de un mundo mejor, se deja embelesar por los discursos narcotizados del barbudo y comandante Fidel. Los años, dicen, coloca todo en su sitio y el orden natural de las cosas vuelve a su órbita por mucho que se haya salido de ella. Como quien dice, las aguas del río siempre vuelven a su cauce. El sueño de un mundo mejor, de otro mundo, prometido por el mayor de los hermanos Castro y esa estela de héroes anónimos de Sierra Maestra, se fue difuminando tras el paso de los años. La desilusión no solo bebió del llamado período especial, tal como se conoce en Cuba a los años que siguieron al derrumbe soviético y junto a él a las ayudas que venían de las gélidas tierras de los zares rojos. Fueron años de mucha hambre y miseria que los cubanos de a pie soportaron ¿en nombre de quién? ¿De qué sueño? Pero, y ahí entra en juego el mayor éxito literario de Leonardo Padura, El hombre que amaba a los perros, el mayor daño de esa época del período especial cubano, y que casi todos quisieran borrar de sus memorias, radica en la negación por los líderes, mejor sería decir por el líder, pues Fidel Castro es aupado como el único líder de tal experimento social, a reconocer los errores evidentes del camino andado. Si algo siempre ha hecho bien la llamada revolución cubana es mantenerse en su posición dogmática en la defensa de modelos que, hoy por hoy, y hoy como ayer,  a nadie se le ocurriría defender sin, al menos, matizar. Pero Padura se atrevió a hurgar en esos silencios impuestos. Se atrevió a contar la historia de uno de los mayores, sino el mayor, enemigo de Josep Stalin, la historia de León Trotski. Se debe aclarar, para entender bien la magnitud de la novela de Padura dentro de Cuba, que la figura del revolucionario ruso, enemigo número uno de Stalin, era conocida por muy pocos cubanos, académicos o no, militantes del partido o no, incluso cuando la novela vio la luz. Ya no digamos su pensamiento, condenado por la revolución cubana al ostracismo, como lo fue en la Unión Soviética estalinista y post-estalinista. La historia magníficamente narrada por Padura va contando las vicisitudes del líder ruso y las de su asesino, el español Ramón Mercader. Una historia no solamente creíble, sino probable en aquellos episodios un tanto oscuros de la biografía de ambos personajes. Tras bambalinas, el personaje creado por la mano genial de Padura y que va hilando la historia es, más que un frustrado escritor cubano, la conciencia del pueblo cubano que no puede dejar de preguntarse por tantas cosas que no entiende y, sobre todo, preguntándose por qué los han engañado, por qué los han tratado como si fueran unos niños a los que hay que ocultar cosas excusándose que hay que protegerlos. Sí, la genialidad de Padura vence la censura, siempre en vela,  de una revolución que aún no ha encontrado el camino hacia su origen, hacia la semilla de aquellos ideales que la llevaron a contagiar a la mayoría de un pueblo en busca de un mundo mejor. A Padura le han preguntado muchas veces por qué no se va de Cuba, por qué ese empeño en seguir viviendo las miserias de un período especial que aún da coletazos y asola los hogares cubanos con las mismas garras que hace un cuarto de siglo. Padura suele decir que escribe para los cubanos aunque vive gracias a que publica en el exterior, y tiene mucha razón porque nadie puede vivir en este país de su trabajo, de los salarios de su oficio, sea un médico cirujano, un catedrático o un peón y menos que menos si su quehacer es el de escritor. Pero yo, desde mi humilde morada habanera, creo y mantengo que a Padura lo retiene en Cuba su amor desmedido hacia aquellos sueños de niño, a sus calles de Mantilla, a su desaparecido equipo de beisbol, a sus vecinos de toda la vida. Sabe, como buen escritor, que somos hoy  lo que hemos vivido ayer, lo que hemos vivido a pesar de nosotros mismos, lo que hemos amado y sufrido, lo que hemos anhelado y despreciado, en suma, somos la memoria que hemos ido forjando a través de la experiencia de sabernos vivos y esa experiencia, mal que bien, nadie la puede censurar aunque digan que debe censurarse en bien de la humanidad. No solo de pan, ipad y redes sociales vive el hombre.

  Si desean conocer un poco más de la otra historia cubana de los últimos sesenta años y, a su vez, regocijarse del buen arte del oficio de escritor de Leonardo Padura a la hora de descubrir o redescubrir la vida de un líder natural, Trotski, y de su asesino, Ramón Mercader y, junta a ellas, gran parte del violento siglo XX, les invito a leer, si no lo han hecho ya, El hombre que amaba a los perros. Más allá de ser una gran novela histórica representa los gritos del silencio de todo un pueblo que aún espera su turno para entrar en el siglo XXI. Quizá, pero eso es otra historia, el pueblo cubano con su estancamiento aparente en los tiempos de la Guerra Fría nos esté dando una lección sobre cómo subir al cielo sin escalas. 


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