Liam Echavarria Molloy
Las aguateras. La más vieja profesión de la mujer, nunca la prostitución.
Hace algún tiempo atrás escribí una guía sobre El Romanticismo para los estudiantes de la materia. A partir de Victor Hugó hablando de las alcantarillas de París como los intestinos de la ciudad, se me ocurrió tocar el tema de vivir en la naturaleza, dejando asentado que lo que nosotros llamamos naturaleza cuando vamos al campo, a las sierras, a las montañas, se trata de la naturaleza ociosa que no se parece en nada la naturaleza de una mujer o un grupo de mujeres en África que abastecen de agua a sus aldeas. Hoy viven en los lejanos suburbios de la civilización, que no tiene otra riquezas que vientres fértiles que paren muchos hijos, porque también muchos se les mueren.” Ahora no importa explicitar las causas por las cuales se vieron obligados a refugiarse en los contornos del desierto y a veces en medio del desierto, pero no podemos dejar de suponer lo peor. La provisión de agua en estas culturas es difícil y penosa y no es una casualidad que sea un trabajo destinado a la mujer que no puede imponer un reconocimiento, un nuevo derecho por sus fatigas y soledades. Un relato nos pone en camino junta a alguna de las mujeres que están esperando que se oculte el sol a un costado de su miserable caserío. Niños muy flacos, acaso con “algo de hermanos” de su madre, junto a perros más flacos todavía ven como la delgada figura de la madre emprende la marcha con su cántaro gris sobre la cabeza. En poco tiempo la noche convertida en millones de ojos fijos y con un silencio sobrecogedor que se vuelve ruido, se apoderan de la mujer. Esta camina de memoria y repite alguna vieja canción que ahora es plegaria. Camina toda la noche y al salir el sol ella está en la enramada donde pasará parte del día. Allí cierra los ojos, con monotonía espanta el enjambre de moscas que chupan la humedad de sus labios reventados y rojos, ardidos como si fueran un lienzo. Duerme y es poseída por un sueño agradable que luego contará con lujo de detalles y que nos permitimos adelantar en el relato. Ha soñado que visita un lejano país, no está sola, está con sus hermanas. El paisaje es distinto al acostumbrado a ver por los agujeros de la enramada al abrir sus ojos en el alba. Sin embargo guarda en el sueño la familiaridad de las montañas y la peligrosidad de los escorpiones. Observa en compañía como se forma una tormenta, el viento frío y las nubes bajas y amenzantes como si de gotas de plomo oscuro se tratara, y mas luego, la lluvia se desata con toda su potencia. Se acumula en agua en numerosas charcas, se dedican a patinar con el fino barro que se escurre entre las manos antes de impactar en los breves cuerpos femeninos. Y están fieras, pero son bellas. Esta mujer, esta soñadora de la lluvia con nombre de reina, tal vez tenga trece o catorce años pocas veces ha vista una nube, pocas veces a bebido agua directamente de las nubes. El sueño, es obvio decirlo le regala esta experiencia y muchas de estas experiencias son una parte de las riquezas de la etnia. El sol retoma su camino castigando la superficie de las cosas, partiendo dura piedras, quebrando la voluntad de lo viviente; todo se vuelve descaradamente pardo. Antes de medianoche, encuentra la fuente de agua y de vida, hunde su fragilidad en ese pequeño manantial y toma agua hasta hartarse. Le tomará un día y parte de una noche, llegar a su aldea y al medio de su casa. A un costado está el cántaro gris gastado, se atesoran unos pocos litros de agua, un líquido que se vuelve turbio y con un aroma que acerca a lo desagradable. Esta niña, aguatera, la más vieja profesión femenina e incluso humana y su cántaro es lo más valioso que desprolijos techos ocultan a ambas en un apéndice inubicable de la existencia humana. ¡¡ Esto si que es vivir en la Naturaleza, ¿ verdad?!!.