Los miedos que no invité
Algún día le abrí la puerta a un montón de cosas bonitas, entre ellas unos sentimientos que no reconocería al instante pero que luego serían residentes en este espacio que habito. El problema fue cuando por ese mismo umbral cruzaron un par emociones que no había invitado, y que por más que se ensañan en ser docentes de cátedra, les doy recetas mal preparadas y les hablo de forma contundente, no se van.
El primer miedo no sé cómo ni cuándo llegó, solo sé que desde muy pequeña es casi inherente a mí; el pavor a la oscuridad. No me es claro precisamente por qué, o tal vez sí: es la incertidumbre en su máxima expresión aturdiendo con un silencio brutal, con los sentidos que se exaltan pero a la vez son indefensos porque no hay nada certero, no hay nada, es la NADA. Llegan las palpitaciones, el sudor gélido en las manos, el temblor y me paralizo.
Entonces más grande, además de la nictofobia, se coló por la puerta el temor a la inmensidad de las aguas; la talasofobia, que me recordó cómo un elemento puede arrasar con todo si se lo propone y así mismo albergar tantas vidas como sean posibles en agujeros enormes en el fondo de la tierra, aterrizándome en la idea para nada nueva de que soy diminuta en este universo, y ahí vuelven los síntomas que me aquejan en medio de la oscuridad.
El primer miedo no sé cómo ni cuándo llegó
Luego entró el invitado menos deseado: el miedo al afecto. Esos días los recuerdo muy bien porque fueron varios, en tiempos diferentes y con personas distintas; pero me abordó de la misma manera fría y sin permiso. Varias lunas y muchos soles estuvieron presentes cuando me desbordé en ternura y de mí saltaron diversas manifestaciones de amor, y en cambio recibí un dolor tan intempestivo que no me percataba cómo hacía que ese pánico se amañara.
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Se ha quedado por varios años aunque hay días en que trato de mirarle con agradecimiento, escucho lo que tiene por decirme y lo convenzo de que entendí todo, pero las fobias son tercas y persistentes, deberíamos aprender sobre la segunda.
A veces me frustra la facilidad con la que nos resquebrajan los demás, lo sencillo que es incluir huéspedes hostiles en nuestras vidas y que éstos sean permanentes, lo permisivos que somos cuando nos desacomodan enteros.
No recuerdo la última vez que quise sin desconfiar, ni haber pronunciado un te quiero sin esperar una ola de decepción. Tampoco tengo registrada en mi memoria abrazar algún amor sin sentir que era una despedida no anunciada, así como creer firmemente en las palabras de quien me mira con ojos que las confirman.
Pero no los quiero viviendo conmigo
Sí recuerdo tratar de echarlos a pesar de que me digan que los miedos tienen su vaina beneficiosa. Pero no los quiero viviendo conmigo porque pasa el tiempo y es como si los recolectáramos en esa canasta que es nuestra alma, reforzada por la bolsa inquebrantable que es la mente y no deja que se vayan para poder limpiar el hogar, para volver a amar sin medida y no anteceder las punzadas de angustia, para no contener las palabras cálidas ni atorar los suspiros, para nadar a la deriva sin pensar qué está debajo, para no tiritar cuando llega la nada mientras cerramos los ojos y la puerta.