MERECÍAN EL SILENCIO
Matar es fácil: una dosis letal de mala leche, desprecio supino por el dolor ajeno y un motivo que puede ir desde la más elemental mamarrachada a un objetivo de mayor o menor envergadura (jamás tanta como para quitarle la vida a un semejante). El abanico del luto por causa humana es amplio; desde el sicario que mata por negocio (“no es nada personal”) hasta el maltratador que culmina años de palizas porque “era mía”. Pero el matarife eleva el rango cuando segar vidas es un instrumento para crear terror en la gente buscando un supuesto objetivo político o religioso. Entonces es cuando aparecen los uniformados que practican el terrorismo de Estado “por la Patria” o sus primos hermanos que masacran mezclando la sangre inocente con palabras sagradas como libertad o justicia social, a los que se unen los que asesinan en nombre de Dios buscando el Paraíso a costa de provocar a otros el infierno en la tierra. Esta afición malsana de anticipar a los demás el encuentro con la parca solo tiene una respuesta: el código penal y una enorme acumulación de estudio para prevenir y de militancia activa en los valores de la paz, respeto a la ley y a la diversidad.
Cuando se ha secado la sangre y el impacto informativo ya mengua, todos volvemos a nuestras cosas, pero las víctimas siguen. El que ha perdido la vida deja el hueco enorme de la despedida forzada y fuera de tiempo a manos de un criminal. Los suyos no viven, sobreviven con el dolor como compañero permanente y recordatorio de los minutos compartidos que no pudieron ser. Sin olvidar a los heridos, los que se suelen presentar como un consuelo: siempre es mejor la habitación de un hospital que el tanatorio de un cementerio. Pero cuando los bichos malos quieren matar y fallan no suelen dejar arañazos sino tripas destrozadas, caras desfiguradas o una silla de ruedas para los restos. Todas son víctimas del terrorismo y si no podemos eliminar su sufrimiento al menos debemos juramentarnos para atenuarlo con las prestaciones necesarias y con el respeto, recuerdo, solidaridad y un insobornable espíritu de unidad frente al terrorismo.
Aunque fueron minoría, han sobrado en Barcelona el pasado viernes, aniversario del 17-A, los gritos de algunos partidarios de la independencia y de la monarquía; lo decente en ese momento era guardar la consigna en el bolsillo. La unidad no diluye las legítimas discrepancias, simplemente contribuye a priorizar lo que toca en cada momento en atención a los que han sufrido el terrorismo. Callar cuando se quiere gritar exige responsabilidad, generosidad y altura de miras. Recuerden ustedes el funeral de los abogados asesinados en el despacho de Atocha en 1977: solo se escuchaba el ensordecedoras silencio del que hablaba Mario Benedetti. Las víctimas merecían el silencio, pero no el de la indiferencia sino el que está rodeado de emoción contenida y que dice más y mejor de las propias convicciones que el cansino rosario de los agravios reales o imaginados.
Asociación de empresarios de Gimnasios en Gimnasios de Andalucía
6 añosBravo