Midsummer Night's Read 2021
1. Regreso a casa
Tarde o temprano los hijos se rebelan contra sus padres. A veces las reglas ya no tienen sentido, y eso fue lo que me pasó el verano que cumplí diecisiete años.
Nunca había estado en la casa de los Bolton antes de aquel día de la fiesta, el sábado del verano de 1986. La casa, al final de mi cuadra en Dallas, había sido abandonada desde que podía recordar. Los chiquillos del barrio de Love Field decían que estaba embrujada.
Dos años antes, Rebecca Bolton había heredado la casa, se mudó en ella y la transformó de una casa blanca derruida a un hermoso hogar moderno de color arena. Desde entonces, ella hacía el mínimo esfuerzo por conocer a los vecinos, por lo que lo reemplazaron con rumores de ella.
Decían que el padre de Rebeca era un rico propietario de un restaurante de Dallas, a quien nunca había conocido o incluso sabido de él. Ella solo se enteró de su existencia cuando un abogado la llamó por el testamento. Él había reconocido su paternidad y le dejó la casa.
Cuando su hijo Edward regresó del Army, Rebecca anunció una fiesta en su honor. Todos en la cuadra recibieron invitaciones. Yo estaba emocionada de ir a la fiesta, porque ya había visto a Edward Bolton una mañana camino a mi trabajo de salvavidas. Estaba parado en el arco del porche hablando con su madre. Medía al menos seis pies de alto con un porte atlético, llevava pantalones de mezclilla y una camiseta tipo polo de color vino borgoña.
Me costó mucho convencer a mi mamá que me dejara ir a la fiesta junto con mis hermanas Selena y Eva, pero lo conseguí. Mi mamá no quería ir porque, al igual que la mayoría de los vecinos, menospreciaba a Rebecca. Consideraba a Rebecca una mujer perdida porque se había divorciado dos veces y tenía muchos, de los que mi madre llamaba, pretendientes. Mi madre nos dejó ir con tal que le asegurara que todos en la cuadra iban y que regresaríamos antes de que mi padre volviera del trabajo.
Mi padre era, por decirlo de una manera, estricto. Teníamos que seguir sus reglas o cuídense. Regla número uno: nada de citas. Regla número dos: nada de faldas arriba de la rodilla. Regla número tres: nada de ir a la casa de amigas a menos que él las conociera y a sus padres en persona, y que los aprobara. Mis padres trabajaban en la misma fábrica de muebles finos, mi papá de noche y mi mamá de día. Nunca nos dejaban solos. Los sábados con frecuencia mi papá trabajaba tiempo de sobresueldo.
Selena y Eva se prepararon para la fiesta, rizándose el cabello largo para formar ondas voluminosas. Yo fui con un peinado de inspiración griega, trenzado hacia arriba con rizos en la espalda y una diadema hecha de dos collares juntos.
Deslicé el delineador sobre la línea de las pestañas, me apliqué el rímel y un lápiz labial suave de color rosa amarillento llamado Twig. Me puse los zapatos dorados y el vestido de tubo de algodón elástico con adornos tejidos a gancho. Los toques finales: perfume con aroma de gardenia y un brazalete de oro.
“¡Dios nos libre!” se persignó mi mamá. “Será mejor que te cambies después de la fiesta. No puedes dejar que tu papá te vea así.”
Rebecca Bolton nos saludó en la puerta. Tenía una cara en forma de corazón, una nariz diminuta que hacía que sus grandes ojos cafés parecieran mariposas, y un agudo pico de viuda. Llevaba un vestido hasta la rodilla verde lima, con un escote de encaje de corte bajo y un sombrero de ala ancha. Ella dijo: “¡Qué hermosas muchachas! ¿De dónde sacaron los ojos verdes?”
Listones rojos, blancos y azules y serpentinas colgaban de los árboles. Una pancarta decía: BIENVENIDO A CASA, SARGENTO EDWARD BOLTON. Grupos de invitados hablaban cerca de la mesa del bufé. Reconocí a Edward sentado en una pérgola separada de arco de madera. Él parecía atraer los ojos de todas las muchachas, pero yo fingí que no lo veía.
Pude maniobrar entre la multitud para acercarme y logré sentarme en una de las sillas de mimbre café. Tenía una voz profunda, lo cual parecía reverberar por mi cuerpo como los aviones que llegan a baja altura en Love Field.
“Lo que más me gustaba era la camaradería”, le decía a un chico joven.
“He estado pensando en enlistarme”, dijo el otro joven, “pero no sé si pudiera arriesgar mi vida”.
“No lo pienses de esa manera”, dijo Edward. “Necesitas poder pararte y ser contado. No solo ocupes espacio toda tu vida”.
Edward se separó del grupo y vino hacia mí, con lo que comenzó a latirme el corazón, pero mi amiga Linda lo agarró del brazo.
“Con que hablas alemán”, le dijo.
“Tuve un año de enseñanza del idioma y trabajé como intérprete”.
“Pasaste tres años en Alemania y ¿te dejaron salir así nada más?
“Me encantaba el Army pero mi lapso de servicio había terminado”.
Linda echó hacia atrás su cabello hasta la cintura, presumiendo su cara bronceada. “Mi hermano ha estado en el Army por quince años”.
“Siempre puedo volver. Podría haber hecho carrera como tu hermano, pero quería al menos intentar tener una vida normal por un tiempo”.
La tarde parecía pasar volando. Lo note mirándome, mientras me sentaba en el quiosco tomándome el agua fresca de sandía con hielo. La sandía madura y las rebanadas de naranja hacían la mezcla agridulce, justo la bebida para calmar la sed en esta tarde calurosa. Edward bebía cerveza en un tarro helado con una insignia alemana.
Él traía puesta una colonia amaderada que parecía abrumarme. Cuando se dio la vuelta para hablar con alguien, le examiné la cara de perfil, su pelo corto y oscuro, su tez color de aceituna clara, sus pómulos altos, las pestañas gruesas alrededor de sus cálidos ojos color miel.
Yo sabía que tenía que irme a casa, pero parecía que no podía alejarme. Mi padre regresaría pronto del trabajo. Encontré a mis hermanas que jugaban al bingo mexicano Lotería con frijoles secos en una mesa cercana, y les dije que vinieran conmigo.
Salí por la puerta. Los árboles de mirto a lo largo del corredor eran una fiesta de colores, rosa, blanco y rojo brillante como pequeñas bailarinas danzando al sol del verano.
Edward apareció a mi lado. “¿Siempre caminas tan rápido?”
Me sentí sonrojar. “Estoy apurada”.
“Pero todavía no nos hemos conocido”.
Nos paramos en el corredor del jardín a pleno sol. Yo, con mis diecisiete años y como salvavidas, conocía a muchos muchachos, pero nunca quise ser más que amiga de ellos. Este –Edward— parecía diferente. Me sentía locamente enamorada.
“Ya sé quién eres” le dije “Soy Laura”.
“Quiero decir que no tuvimos la oportunidad de hablar”.
“Pero tengo que irme ahora”.
“Edward se acercó. “¿A lo mejor podríamos ir al cine otro día?”
Vi a mi papá llegar a la entrada de la casa. “¡Ay, no!”
Edward sonrió. “¿Que no sales a veces?”
“En realidad, no” le dije con el corazón palpitándome, sabía que mi papá me había visto. Mis hermanas se habían adelantado. “Lo siento, pero ¡tengo que irme!”
Sentía sus ojos en mí mientras me apuraba por la calle.
***
En mi recámara esa noche no podía dejar de pensar en Edward— cómo se veía, el sonido de su voz, cómo me sentí tan especial cuando me siguió al jardín, escogiéndome de entre las otras muchachas.
Escuché a mis padres hablando en español en su cuarto. Miraba la pared que nos separaba, donde había colgado una sola fila de mariposas Monarca, al estilo de galería de arte.
“Laura”, mi padre gritó. “¡Ven acá!”
De niña, había sido la consentida de mi padre. Él siempre había sido el padre indulgente, mi madre la estricta, pero en cuanto crecí, se cambiaron los papeles. A mi papá parecía aterrorizarle que mis hermanas y yo estábamos convirtiéndonos en mujeres jóvenes. Tenía miedo que atrajéramos a los muchachos, nos comprometiéramos, nos casáramos y lo dejáramos demasiado pronto. Éramos sus “tesoros” y nos trataba de esa manera.
Fui a la recámara de mis papás. Tenían un juego de recámara adornado con madera oscura tallada y piso de madera oscura, dando al cuarto un ambiente gótico. Cuando era niña, le tenía miedo a su enorme cama de madera con respaldo y pie de cama altos y, sin embargo, solía ir ahí a mirar la cruz de hierro en la pared y el retrato con marco de madera de una hermosa mujer. Según mi mamá, era una litografía del cuadro de Goya La maja vestida.
Mi papá dijo: “Te vi debajo de los mirtos con ese hombre. ¿Estás tratando de echar a perder tu futuro?”
“No, señor”.
En el otoño, iba a estar en el 4º año de la escuela preparatoria y comenzaría el proceso de solicitar a la universidad.
“Entonces ¿qué estabas haciendo? Rebecca Bolton es una mujer peligrosa. Vuelve locos a los hombres. La gente dice que su segundo marido huyó en medio de una tormenta. ¿Qué te dice todo eso? Con una madre así, ¿qué tipo de hombre crees que pueda ser?”
Como hija mayor, a mí siempre me tocó la peor parte de su furia. Selena tenía quince y Eva once años.
“Se llama Edward. Sirvió en el Army y acaba de unirse al Texas National Guard. Él no es su mamá”.
“¿En serio? Su voz era baja y siniestra.
En cuanto a los hombres, solo se nos permitía hablar con los hijos de los amigos de la familia, pero todavía así, teníamos prohibido tener citas. Salir con muchachos era una tradición estadounidense. Nosotros éramos mexicanos. Nuestra vida social consistía en ir a la escuela y a misa a la Iglesia de Santa Mónica en Walnut Hill. Yo quería a como fuera, ser completamente estadounidense, ir a los bailes de la escuela y vestir como toda una chica estadounidense. Selena y Eva nacieron en Dallas, y deseaba que mi papá no fuera tan estricto con ellas. Yo nací en Nuevo León, México y me convertí en ciudadana estadounidense. Yo era la mayor y, como tal, él decía que tenía que darles un buen ejemplo a mis hermanas.
“¿Tú crees que lo sabes todo? Bueno, escúchame, no vas a conocer a Edward. No lo vas a volver a ver nunca más. Es demasiado mayor para ti de todas formas”.
Se volvió a mi mamá. “No puedo creer que dejaras que las niñas fueran a la casa de esa mujer. Supe que es responsable de hacer que un hombre se suicidara.”
“Esos son solo habladurías,” dijo mi mamá, aunque yo sabía que ella misma se los creía. “La he visto en la iglesia. No escucho los chismes”.
“No me importa esa mujer, ni su familia. Laura, no te le acerques a Edward y eso es no se discute”.
“Pero ¿qué tiene de malo hablar con él? Me quejé.
“Tiene veinte años. Yo sé lo que se trae entre manos”.
No quise recalcar que mi padre se había casado con mi madre a los veintiún años. Él tenía veintidós años cuando nací yo.
“No puedes perder si no te arriesgas. En este momento estás jugando un juego muy peligroso. Vas a salir lastimada. No te revuelques en el lodo con esa gente. Eres una muchacha lista. Usa tu sentido común”.
“Como Ud. diga”. Salí de la recámara antes de que pudiera ver que se me llenaban los ojos de lágrimas. Yo quería ser una adolescente norteamericana común y corriente. Yo sé lo que se trae entre manos, mi padre había dicho, pero no le importaba lo que yo pensara. No me tenía confianza.
Cuando regresé a mi recámara, todavía los podía escuchar hablando por la puerta abierta.
Mi mamá decía, “¿Por qué escuchas a tu amigo Roberto? Él nada más quería hacerse el bromista”.
“Pues no lo fue” -- dijo mi papá. “Apenas le dio una mirada, toda arreglada con el pelo como lo traía, hablando con ese muchacho. Se volteó hacia mí y me dijo: ‘Antonio Cano, ya tienes cara de suegro’.”
Al amigo de mi padre, Roberto, le encantaba bromear. Roberto, que tenía puros hijos varones, decía que mi papá era bendito entre las mujeres. “Los pobres tiene hijas hermosas para tener mejor posibilidad de casarse bien”, le dijo una vez a mi papá.
“¡No lo decía en serio! Mi mamá seguía desde la recámara. “Apenas tienes cuarenta años, demasiado joven para ser el padre de la novia”.
“Las niñas están creciendo muy rápido”, decía mi papá. “Me gustaría regresar a México algún día al jubilarme. ¿Qué tal si se casan aquí? Se van a quedar y no las vamos a volver a ver.
“Ya echamos raíces aquí. Dijiste que era por un tiempo, pero ya pasaron dieciséis años”.
“Nada más hablan inglés entre ellas, aunque les tenga prohibido que lo hablen en casa”.
“Eso es lo que les enseñan en la escuela”.
“Lo que yo diga, se hace”, mi padre dijo, levantando la voz con coraje.
“No estás de regreso en el rancho de México”, mi mamá le gritaba. “Estamos en los Estados Unidos ahora, no hay nada malo con ellas que hagan cosas como los norteamericanos”.
“Ya nos quedamos demasiado. Las niñas son más estaunidenses que mexicanas. Yo tengo que protegerlas”.
“Las niñas tienen su propia vida que vivir”.
“Están en peligro. Van a acabar mal. Deberíamos irnos a México ahora mismo antes de que sea muy tarde”.
“¿Y qué con su educación? ¡No puedes nomás sacarlas de la escuela!”
“Las mujeres no necesitan una educación para tener hijos”.
“El golpe de las palabras de mi papá hizo que casi no pudiera respirar. Nada tenía sentido, excepto en su manera de pensar. Tenía miedo que Edward quisiera solo una cosa de mí, y a la vez era lo mismo que pensaba que las mujeres estaban dotadas para ello. Las mujeres mexicanas debían ser muy muy femeninas – todas sumisas y dependientes. Una educación interferiría con ese ideal femenino porque nos permitiría ser mas independientes. Esto pondría en peligro la unidad de la familia, lo que significaba todo en la cultura mexicana. Esto era lo que mi padre creía, como todos los hombres mexicanos tradicionales.
“¡Baja la voz!” Mi mamá protestaba, y fue lo último que oí de ellos esa noche.
***
Mi padre me enseñó a nadar a muy temprana edad y me volví fanática. Me encantaba el sentimiento de libertad, de ligereza, del agua acariciándome el cuerpo.
“Tienes que ser buena nadadora, Laura”, siempre me decía, “o te va a llevar la corriente”. Me agarraba de las manos y me daba un tirón en el agua.
Con frecuencia me ponía a pensar lo que habría sido de mi vida, si mi familia se hubiera quedado en México. Mientras crecíamos, tenía dos casas, una en Dallas y la otra en Nuevo León. Me encantaba ir a México los veranos, siempre con una intensidad de emociones, en cuanto cruzábamos el Puente Internacional en Laredo.
La villa de San José era un pequeño caserío, enclavado en un hermoso valle del estado de Nuevo León, al noreste de México. Era el lugar que me hacía sentir parte de mi familia y su historia. Tenía veinticinco primos del lado paterno y veinticinco del lado materno. Era muy emocionante porque había tantos chiquillos cercanos a mi edad, todos emparentados conmigo. Me sentía parte de un todo, mientras que en Dallas tenía solamente a mis dos hermanas.
Los visitábamos cada verano pero ahora, a los diecisiete, cuando estaba a punto de entrar a mi último año de la preparatoria, tenía mi trabajo de salvavidas. Estaba desesperada por recibirme de la prepa e irme a la universidad, a comenzar mi propia vida. Mi futuro estaba en Dallas, el hogar que había adoptado y aprendido a amar. ¿Cómo podía mi papá querer cambiar todo esto ahora, solo porque había hablado con un muchacho estaunidense?
“Las mariposas Monarca son viajeras internacionales. Migran a México cada año, pero siempre regresan”, mi maestra de biología nos había enseñado.
“Igual que yo”, le había dicho.
Yo honraba y obedecía a mis padres, pero tenía hambre de libertad. Había tantos límites que no podían traspasarse. “Frutos que no deben probarse,” decía mi papá, a menos que quisiera enfrentar su ira.
2. Su hija y mano derecha
El sábado próximo, la lluvia y fuertes vientos golpearon el norte de Texas al mediodía. En tan solo un día, la primera lluvia de junio, llegó a acumular el promedio mensual, con vientos tan recios como de 75 mph, acompañados de grandes peñascos de granizo. Antes de la lluvia de verano, las temperaturas ya habían alcanzado los 100 grados Fahrenheit.
Me vine a casa en el autobús de la ciudad desde el Colegio Brookhaven, a donde había asistido a una sesión informativa para futuros estudiantes. Me sentía toda sofisticada caminando en los corredores del campus. Recibí mucha información en una bolsa de regalo. Pero, lo más importante, había puesto la tarjeta de uno de los asesores académicos en mi bolsa de mano. Él me había dado el informe detallado de cómo inscribirme. Había salido de su oficina sintiéndome un paso más cerca de mi objetivo. Primero la carrera universitaria, luego la facultad de leyes. Ésa era mi ambición, mi sueño, llegar a ser una abogada estadounidense.
Mi papá y mi mamá me estaban esperando en la cocina.
“¿En dónde andabas?” – dijo mi papá.
“En la escuela”.
“Es verano. Puedes darle a tu madre gato por liebre, pero a mí no me vas a poner en ridiculo.”
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“En la universidad, Papá. Estaba en la orientación”.
“Andabas de callejera. Andabas probablemente con algún aprobechado, con la espalda contra la pared”.
“Cállate, Antonio”, dijo mi mamá. No le hables así. Te estás enojando por nada”.
Puse los papeles para la universidad en la mesa de la cocina. “¡Mira, Papá! ¡Aquí están los papeles! ¡Yo quiero ser abogada!”.
“¿Abogada? No seas tonta. Apenas estás en la preparatoria”.
“¿No estaría orgulloso de mí si yo fuera abogada? ¿No es mejor que tener ocho hijos en México en un rancho?”
“Estás fuera de control. Ya es hora de que nos regresemos a México”.
“¡No! No puede hacer eso, este es mi último año en la preparatoria”.
Mi papá renegó y se sentó en su sillón.
Mi mamá continuó, “Laura es una buena muchacha. Debería darte vergüenza de hablarle así”.
Tenía la solicitud de la universidad, catálogo y tarjeta del asesor académico. Con estos papeles intentaba exponer mi caso para quedarme en Dallas. Intentaba rogarle, ponerme de rodillas si era lo que se necesitaba, pero en ese momento, las palabras de mi papá me dejaron muda.
Me fui a mi recámara y dejé el papeleo de la universidad en mi cama.
Mi hermana Selena me siguió al cuarto. Ella, a sus quince años, ya cantaba en el coro de la iglesia. Podía cubrir la gama completa de la escala musical en cinco octavas. Quería ser cantante. En casa, coreaba a voz en cuello las canciones de Madonna, Whitney Houston, Rocío Dúrcal y Juan Gabriel.
“No puedo creer que Papá quiera arrastrarnos de regreso a México”, dijo ella.
Abrí la ventana y miré la tormenta. El fuerte viento era reconfortante. “Él no amenaza en balde. Cuando se le mete una idea a la cabeza, la cumple. ¿Qué haremos?”. Debía haber cerrado la ventana, pero me quedé ahí mirando cómo la lluvia parecía limpiar las calles.
A Selena le corrían las lágrimas por las mejillas, “si Papá lo dice en serio, Mamá no podrá detenerlo”.
“No voy a renunciar a mi vida entera”, dije yo. “Todo por lo que he trabajado”.
Mi papá le temía a nuestra mayoría de edad porque cuando él tenía veinte años y su hermana menor Lydia, diecisiete, ella se fue de la casa con el hijo del carnicero, a quien sus padres no aceptaban porque lo veían por debajo de ella. Al poco tiempo, dio a luz a gemelos. Sus padres estaban dolidos por la traición y no le ofrecieron ayuda, y Lydia tuvo problemas financieros con la incipiente nueva familia. A mi papá le dolió mucho ver a su hermana sufrir, pero no había mucho que él hubiera podido hacer para ayudar.
Todo esto – este comportamiento trastornado—era nuevo en mi papá. Antes, siempre había sido tierno y amable. Como su hija mayor, siempre me favorecía. Íbamos juntos a todas partes. Éramos Antonio y su hija. No hablaba inglés muy bien, entonces me volví su intérprete. Me complacía ayudarlo, estar siempre a su lado, su hija y mano derecha.
Cuando era niña, en los veranos, mientras mi mamá estaba en el trabajo durante el día, él nos llevaba a hacer días de campo en el lago Bachman. Siempre nos preparaba una merienda muy rica –sandía o melón--. Mientras jugábamos, le daba el biberón a mi hermanita, y las mujeres en el parque lo veían y comentaban lo magnífico que era como padre. Pero al yo crecer y hacerme señorita – me parecía que cambió de la noche a la mañana.
“No nos podemos ir antes de graduarnos”, dijo Selena.
Yo acerqué a Selena a mí. Nos abrazamos y tratamos de convencernos que todo iba a estar bien.
Mi papá no tenía muy buena opinión de la escuela. Cuando era joven, él y su mejor amigo Roberto faltaban a la escuela en San José para irse a nadar, de cacería y a pescar. Cuando mi papá tenía nueve años, encontró una pequeña cueva donde había una camada de cachorros. Salió corriendo a traer una caja para naranjas, regresó a la cueva y se los llevó con él. Cuando mi abuelo Ramón volvió a la casa de trabajar en los campos, se sorprendió. “Estos no son cachorros, Antonio. Son lobos grises mexicanos. Tenemos que devolverlos a la guarida antes que su madre regrese”.
Mi papá se había emocionado de criar y entrenar a los tres cachorros.
“No te preocupes”, dijo su papá. “El sábado iremos a Allende y te dejo que escojas un mejor cachorro para un muchacho”.
Mi papá hablaba estando dormido y yo lo podía escuchar hasta el final del pasillo. Siempre era el mismo sueño. Él estaba con su hermano trabajando en el huerto de naranjas. Los huertos iban a ser suyos cuando fuera adulto. Le encantaba la magia de la maduración del fruto sabiendo que, con buenos cuidados, la tierra rinde sus riquezas. Ése era su sueño y su anhelo más profundo. Vivir de nuevo en el campo.
Las historias que me contaba de su crianza mexicana quedaron grabadas en mi mente porque las decía muy vivamente. Una de las preferidas era sobre la vez cuando su papá le pidió que acampara en el maizal para que no se acercaran los cuervos. Él y su mejor amigo Roberto salieron al campo de maíz, pero ninguno de los dos se había acordado de traer algo para comer, entonces mi padre agarró uno de los pollos de mi abuela y se lo llevaron con ellos. Él había decidido que comerse un pollo asado sería la mejor opción.
Cuando llegaron a la orilla del maizal, pusieron su campamento y prendieron una fogata. Mi papá puso agua a hervir en un balde de metal y metió al pollo recién muerto. Desplumaron al pollo y lo echaron al fuego a asar.
El olor de pollo asado atrajo a un amigo que vivía por ahí cerca. Se les acercó, “Eh, ¿qué andan haciendo amigos?”
“Oh, nada. Aquí nada más cuidando el maizal”.
“¿Qué están cocinando?”
“Uno de los cuervos”. Mi padre no quería decir la verdad porque no quería que fuera con su mamá a decirle que se habían llevado uno de los pollos.
“Vaya, ese sí que es un cuervo grande”.
“Ya casi está listo. Quédate a comer con nosotros”.
“No, gracias. Ya me voy a casa”.
Mi papá había perdido todo esto al venirse a los Estados Unidos y asentarse en una ciudad. Él mencionaba con frecuencia lo atrapado que se sentía al vivir en Dallas. Pero su trampa, el asentamiento urbano, era mi liberación y esto no podría cambiar nunca.
3. La mariposa monarca
El domingo en la tarde, uno de los niños del vecindario entregó una nota en mi casa.
Me encantó conocerte en la fiesta. Me gustaría verte otra vez. ¿Qué te parece mañana en la tarde en el centro recreativo a las 5 p.m.?
Edward
Le contesté:
¡Nos vemos en el recreativo!
Laura
Mi papá estaba en la casa cuando me llegó la notita, pero él estaba viendo las noticias en la televisión. Apenas tenía unos minutos para contestarle mientras estaba embelesado en el programa. Mi papá no me dejaba salir con muchachos porque tenía que “enfocarme en mis estudios” y, a la vez, no quería que continuara con mi educación después de la preparatoria. Sería “una pérdida de tiempo que yo fuera a la universidad”, ya que nada más iba a ser mamá de tiempo completo. Yo ni siquiera había salido nunca con nadie, y no tenía idea cómo se suponía que iba a encontrar marido, si ni podía socializar con nadie.
Le dije a mi mamá que iba a ver a Linda y a mirar una película. Mi papá ya se había ido a la fábrica. Nunca me había gustado que trabajara de noche, pero ahora me iba a ser muy útil.
Llegué al centro recreativo y fui a la alberca, donde yo les había enseñado a nadar a niños muy temprano esa mañana. Me encontré a Edward en el gimnasio, jugando al básquet. Observé los músculos de su brazo que se flexionaban con cada tiro. Algo daba vueltas dentro de mí, mirándolo, mirando el cuerpo que se movía. Y, cuando se dio cuenta que lo miraba, me puse roja. Lo podía escuchar respirando duro, y el sonido me hizo sentir mariposas en el estómago. Comencé a sudar, perspirando por los poros.
“Estás guapísima”, me dijo.
Me había puesto ropa estilo marinero --- blusa de rayas delgaditas de color azul marino y fondo blanco, pantalones cortos en azul marino y mi pelo recogido en cola de caballo.
“Gracias. No me puedo quedar. Solo quería darte mi número de teléfono”. Le di un papel.
“¿Cuándo te puedo llamar?
“A cualquier hora después de las dos. Es cuando mi papá se va al trabajo”.
“Me gustaría conocer a tu padre y presentarme con él. Creo que me puedo ganar su confianza”.
“Ni te atrevas”.
Edward estuvo de acuerdo de no intentarlo, pero desde esa tarde en adelante, comenzó a caminar por mi casa, en camino a jugar al básquetbol en el gimnasio. Yo salía y hablaba con él en la acera debajo del sombreado roble, pero tenía miedo que los vecinos le informaran a mi papá. Intentaba actuar de lo más relajada mientras hablaba con él, pero me metía a la casa sintiéndome ansiosa y con miedo.
Edward me dijo que había estado distanciado de su padre, pero que habían vuelto a contactarse después de que Edward se graduara de la preparatoria y se alistara en el ejército. Edward Padre estaba orgulloso de su hijo y de sus logros. El lado paterno de la familia vivía en Wylie, en el campo, a unas treinta millas de Dallas. Cada año la familia Bolton, que sumaba los cientos, era anfitriona de una celebración del Día de la Independencia en la residencia familiar. Los Bolton eran una de las familias fundadoras de Wylie, Edward me contó, y que estaban listados en el “libro de los pioneros”, publicado por la sociedad histórica del pueblo.
“Me gustaría que vinieras a la fiesta”, dijo.
Para la mañana del Cuatro de Julio, todavía no le había pedido permiso a mi papá y no podía encontrar el valor de hacerlo. El no me iba a dejar ir, o peor, comenzaría a pensar en el regreso a México.
Mientras me vestía, entró a mi habitación, sorprendiéndome. No quitaba los ojos de mi vestido. Yo pensaba que me veía muy guapa en mi vestido-camisa de algodón de cambray abotonado al frente, pero la cara de mi papá se le oscureció. “¿A dónde crees que vas vestida de esa manera? — Pareces una cualquiera. ¡Quítate ese maquillaje!
Mi vestido no era escotado, pero lo que me pusiera le habría disgustado. Intenté permanecer calmada. “Papá, ¿puedo ir a la comida al aire libre del Cuatro de Julio?”
Frunció las cejas. “Lo que debes hacer es ir a la cocina y ayudar a tu mamá”.
“Me invitó Edward Bolton”.
“¿Estás loca? Te dije que no te le acercaras”. Es demasiado mayor para ti”.
“Papá, él es buena gente. Está en la Guardia Nacional”.
“Se debería de haber quedado en el ejército—del otro lado del océano en Alemania. Aquí no lo necesitamos”.
Lo miré a los ojos. “Papá, tengo diecisiete años. Me tienes que dejar ir en algún momento”.
“Yo no tengo que hacer nada. Te prohíbo que lo veas. Crees que eres muy lista, pero sé lo que te traes en manos. Los vecinos me cuentan que estás hablando con él afuera todos los días. Le estás dando falsas esperanzas. Dile que deje de venir. Si no lo haces, lo haré yo mismo”.
Estaba a punto de salir cuando se dio cuenta de mi tablero de corcho con recortes de revistas y fotografías. Entre ellas había una foto de Edward en uniforme, del periódico de Wylie. Linda me había dado la foto. Ahora, mi papá la arrancó con un golpe de la mano.
“No tienes vergüenza”, rugió. “Lo que está pasando aquí es que te has vuelto rebelde y fuera de control”.
Di un paso atrás, por su temperamento explosivo. “Papá, ¡ya no soy una niñita más! Solo quiero ir a un día de campo. Es una reunión de familia de día. ¿Te he dado motivo alguna vez para no confiar en mí?
“Tú no eres parte de su familia. No tienes nada que hacer ahí”.
“Pero nunca me dejas ir a ninguna parte”, le dije, limpiándome una lágrima.
“No le des confianza”.
“Pero es solo un día de campo”.
“Yo sé perfectamente porqué se interesa en ti, aunque tú no lo sepas”. Mi padre comenzó a dar vueltas en la habitación, reprimiendo su cólera.
“Él tiene buenas intenciones, Papá. Es honrado”.
“Eso es todo lo que dicen todos hasta que salen con su domingo siete”.
“No eres justo”. Me tiré en la cama y me cubrí la cara. Era inútil discutir con él, lo sabía.
Él era un patriarca mexicano en todos los sentidos. La imagen mexicana de las mujeres era sumamente paternalista. A mi madre la habían sacado de la escuela cuando llegó a la madurez, a la edad de doce años, después del sexto grado cuando comenzó a menstruar. Su padre la mantuvo en casa, antes que arriesgar el deshonor de la familia. Cuando el año escolar comenzó –esto era en 1960—no hizo el séptimo grado y nunca más regresó a la escuela. La enseñanza obligatoria en México consistía en acabar la escuela primaria o sexto grado. Mi mamá me había confesado que les guardó resentimiento a sus padres toda la vida – a su papá por su terquedad, y a su mamá por no haberla defendido de él.
Ahora yo sentía lo mismo, tantos años después, y nada había cambiado. Yo peleaba una batalla perdida contra una costumbre ancestral.
“Tienes demasiada prisa de crecer”, mi papá me dijo. “Necesitas ir más despacio antes que cometas un gran error. Si continuas así, nos iremos a México ahora mismo, con o sin graduación”.
“Papá, eres irrazonable. Me siento como que estoy viviendo en el siglo diecinueve. Nunca tienes una palabra amable que decirme. Solo normas y reglamentos”.
“Tu formación estadounidense te ha enseñando a responderle a tu papá. Eras una hija tranquila, obediente”. Salió enfurecido de la habitación, dando un portazo.
No era Edward ni su familia lo que molestaba a mi papá, yo lo sabía, sino cualquier hombre joven que pusiera atención en mí.
Tan pronto como se fue, pense escaparme. Después de la pelea, mi papá no esperaría que yo viniera a la mesa para la cena. Tal vez lo podría lograr si pudiera convencer a mis hermanas que me cubrieran.
Estaba a punto de confiarle mi plan a Selena, cuando mi papá tocó a la puerta. Tenía una pequeña caja roja de terciopelo en la mano, “no te lo iba a dar hasta tu décimo octavo cumpleaños”, dijo, entregándome la caja. “Pero creo que lo deberías recibir ahora”.
Adentro había un collar con una Monarca, el cual quería había querido durante años. La mariposa estaba incrustada de granates, perlas de agua dulce, cuarzos rojos y cristales de Swarovski. Era de la madre de mi papa que me había cuidado durante mis veranos mexicanos. La última vez que vi a mi abuela fue en mi quinceañera en 1984. Mi décimo quinto cumpleaños era una celebración de mayoría de edad para mí, en donde llevé mi primer vestido largo y bailé el vals inicial con mi padre. Marcó la transición de la infancia a la adolescencia. Después de ese día, ya tenía edad para aceptar invitaciones sociales de muchachos apropiados. Por desgracia, mi papá no había recibido el memorando.
Recuerdo lo frágil que mi abuela se había visto ese día. Tenía un moretón en la mejilla de una caída unos días antes. Con todo, ella se había vestido para mi misa de quinceañera y le había pedido al fotógrafo que nos tomara una foto juntas, paradas en frente de la Iglesia de San Pedro Apóstol. Salimos agarradas del brazo. Unos meses después me di cuenta que ella se había ido al cielo.
El alhajero incluía una notita, firmada por mi abuela.
Mi querida Laura:
El collar que te mando le perteneció antes a mi madre, María Piedad Silva. Ella me lo regaló al cumplir la mayoría de edad. Te lo regalo. ¡Dios te bendiga!
Abuelita Petra Cavazos
Mi abuela había sido viuda por ocho años. A su muerte, sus joyas, junto con otras posesiones personales, fueron divididas entre sus hijos. Yo era su nieta preferida, y ella me había prometido el collar cuando estaba en vida. Conservé la memoria de mi abuela en mi corazón, pero ahora, yo tenía un recuerdo concreto.
“Gracias, Papá”.
Me di la vuelta y dejé que me lo pusiera en el cuello.
“No quiero que pienses que son un padre horrible”, dijo, quebrándosele la voz. “Solo quiero protegerte a ti y a nuestra familia”.
“Lo sé.”
Él solo trataba de cuidarme a su manera, lo sabía. Me sentí desagradecida al tratar de escaparme. Pero todavía, no podía dejar de anhelar de estar con Edward.