Money Can't Buy?
A menudo usamos esta expresión. Experiencias que el dinero no puede comprar. Vamos a pensar un poco en ello.
Subir a la cima del Everest quizás fuera una experiencia que el dinero no puede comprar. Ya no. Aquí podéis ver la lista de precios de las empresas de expediciones comerciales. Buena parte de las más de 9.000 personas que han hecho cumbre en toda su historia lo han hecho en dichas expediciones. La prueba la vimos en la sorprendente foto del atasco en la cumbre que encabeza este post.
En realidad, a una media de 40.000€ más desplazamientos, la aventura, enormemente facilitada, es accesible para muchos. No hace falta ser parte del 1% más rico. Pero sí tener la obsesión por alcanzar un hito significativo y referente universal como el límite vertical del planeta.
Sin necesidad de ir tan lejos, la colección de experiencias se ha convertido en una forma de afirmación individual. Como decía Ramón González Férriz en un artículo en El Confidencial:
“De lo que se trataba con el consumo de experiencias era de ser único, o casi: ahora, vivimos la era de la masificación del sentimiento de ser único”.
En una sociedad post-materialista e individualista, las experiencias son parte de nuestra identidad. Una parte visible para los demás. En ocasiones construida para la audiencia de nuestra marca personal en las redes sociales. Nos posicionan como entendidos en el arte de vivir. Ya sea desde el anti-consumismo, de retorno a lo natural o, al contrario, desde el consumismo ostentoso.
Las marcas que tienen un discurso consistente en esas dimensiones contribuyen a proyectar ese posicionamiento y son aspiracionales. Estas marcas siempre han sido experienciales. Aunque nos vendan un artículo, pagamos por todo lo que le rodea. Desde la experiencia de compra al ritual de uso. Desde el hedonismo en su disfrute al valor simbólico reconocido por los demás que implica un status reservado a conocedores. El valor real es el valor inmaterial.
Pero, en realidad,
siempre presumimos que las cosas verdaderamente importantes, las que nos realizan como seres humanos, las que generan conexión profunda e implican nuestros sentimientos más íntimos, no tienen precio.
Si alguien ha capitalizado magistralmente esta idea, sin duda es McCann-Erickson para Mastercard.
En el mundo del patrocinio, la expresión, irónicamente, se ha vuelto comercializable.
Donde hay demanda pronto surge la oferta. Y las marcas corremos a actuar como intermediarias entre ídolos y fans, sin darnos cuenta del riesgo de que nuestra mera presencia altere la autenticidad de la experiencia si pretende ocupar un espacio emocional que no le corresponde.
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De ahí la grandeza del slogan de Mastercard, implica que están presentes para facilitarte las cosas, pero el momento es tuyo.
Irónicamente, a algunas experiencias les llamamos money can’t buy porque el dinero de los fans no puede pagarlas. El nuestro sí porque sólo están a la venta para patrocinadores. Son artificialmente limitadas y, por tanto, el acceso a ellas es considerada un privilegio.
Desde el mismo momento en que se producen, las experiencias por las que un artista ha recibido, directa o indirectamente, un pago son obviamente un producto comercial. Y los fans lo saben. Lo que no saben es cuánto cuesta.
Los meet and greet, los viajes con el equipo, los conciertos privados, entre otros formatos que se ofrecen a las marcas, son ocasiones para llegar a los verdaderos fans. Pero de vez en cuando es necesario revisar si son experiencias diferenciales y si están cumpliendo la función para la que fueron pensadas. ¿Son reconocidas y valoradas? ¿Qué impacto generan para la marca?
El valor de las experiencias existe en la mente de la persona que las vive. La interacción será inolvidable si es emocional. Y lo será en función de unas circunstancias muy personales. Pero por lo general hay una diferencia entre ser espectador de algo que sucede, aunque sea delante de unos pocos “privilegiados” y participar en su creación.
Quien realmente posee la capacidad de generar emociones es el artista o el deportista y la calidad de su relación con el público. De hecho, forzar las cosas y sacar al artista de su forma de relación natural (si es un verdadero artista no lo hará) puede más a menudo que menos, enojar a los fans y ponerlos en tu contra.
Al fin y al cabo, ellos están siempre ahí, y tú solo cuando compras el derecho a estar. Por eso las estrategias de largo plazo son las más fructíferas en terrenos como el patrocinio musical. Que se lo digan a Heineken o CocaCola, las dos marcas que copan la asociación al territorio desde hace varias generaciones.
Las verdaderas experiencias que el dinero no puede pagar son espontáneas, su cumplimiento no se puede exigir por contrato. Y esas chispas suceden con naturalidad en un entorno de marca cuando la comodidad en la relación con el artista es máxima al tiempo que profesional.
Además, las experiencias importan en la medida en que son recordadas. Para una marca tiene sentido desarrollar este tipo de experiencias cuando va a ser capaz de asociarse al recuerdo.
En definitiva, como marcas, necesitamos tener una forma propia e identificable de hacer las cosas que se transmita en nuestras experiencias. Que enriquezca la vivencia y que amplifique la generación de emociones que surgen de nuestro cliente. Para ello necesitamos apostar de forma consistente por una estrategia memorable.
Cuando tratamos con fans debemos merecernos nuestra posición en su relación con la propiedad y dejar que sean ellos mismos quienes decidan si esa experiencia fue verdaderamente única y vale más que todo el dinero que haya costado.