Nirvana argentino
Foto: cabb

Nirvana argentino

El nirvana es un estado mental en el que desaparecen los sufrimientos y el existencialismo individual, en el cual el odio y la ignorancia se esfuman por completos. En el hinduismo, lo conciben como un término que permite a la persona liberarse por completo, permitiendo que el alma se funda con la divinidad, con lo absoluto. Este momento no tiene principio ni fin, no se puede generar ni fabricar, no puede ser descrito con palabras. 

El nirvana es la felicidad, el lugar en el cual todos renuncian a los apegos y a la existencia materialista. Es estar en plenitud y poseer paz interior, sin importar lo que ocurre afuera. Los rasgos negativos pierden el rastro, las emociones tóxicas como el orgullo y la envidia desaparecen al igual que el sol en un atardecer en épocas estivales. Se abandona la falsa idea del "yo" y la consciencia desaparece. Es, en definitiva, la verdad absoluta. 

La Selección Argentina de básquet continúa logrando precisamente eso: sobreponerse a cualquier individualidad, dejar de lado el egoísmo y mantenerse siempre en el camino correcto. Cuando los jugadores ingresan al rectángulo de juego todo parece mejorar, provocan calma y seguridad. Una vez allí, se despojan de la negatividad que los rodea, se concentran y comienzan a hacer su trabajo. Los niños los admiran, los adultos los respetan, los escépticos comienzan a creer. Es una experiencia religiosa pocas veces vista.

Como en el nirvana, en el conjunto argentino se abandona la falsa idea del "yo", nadie piensa en sus números, juegan por y para el equipo. En el banco alientan fervorosamente a los que están en cancha, mientras que estos festejan con puños en alto y dientes apretados cada punto como si fuera la final del mundo. Todos están en estado de trance. Nada los afecta. Su momento es ahora, no hay mañana, no hay futuro. 

El sentido de equipo en el seleccionado que dirige Sergio Hernández es tal que, durante los ocho partidos clasificatorios para el mundial de China 2019, Argentina posee seis jugadores anotando diez o más puntos de promedio. Luis Scola, el capitán, es el mejor con 16, 9 tantos por juego. Detrás de él se encuentran Patricio Garino (15,0), Lucio Redivo (14,4), Facundo Campazzo (12,8), Nicolás Brussino (12,7) y Nicolás Laprovittola (10,6).

Con un juego básico de cortinas en el eje central, rotación veloz del balón y mucha capacidad de lectura de las situaciones que poseen los intérpretes en cancha, Argentina se mantiene como uno de los líderes de las ventanas clasificatorias al Mundial de China 2019. Con Campazzo y Scola a la cabeza, los celestes y blancos van desgastando a sus rivales a medida que corren los cuartos. Cuando uno de ellos no está bien aparece otro, son como cucarachas, nadie los puede exterminar. Mueven la pelota, cortan hacia el aro, estudian la jugada, anotan. Es un equipo, una escuadra con todas las letras. La autenticidad pura. 

En el exterior la gente se contagia del momento, todos alientan, se quedan afónicos, pero también atónitos tras cada punto. Luego de cada volcada se paran de sus asientos, aplauden hasta que sus manos están rojas. Algunos retratan cada momento con el teléfono móvil y otros hasta se aguantan las ganas de ir al baño con tal de no perderse un minuto de partido. El público se identifica con los jugadores. Son Gabriel Deck tomando agua, Facundo Campazzo alentando desde el banco, Marcos Delía empuñando su mano en una volcada. El equipo tiene un país detrás suyo, todos los apoyan. Creen en ellos, sienten con ellos.

A medida que pasan los minutos el partido va dando pasos al costado, el resultado ya es de maquillaje y Argentina se llevará, en cuestión de segundos, el triunfo frente a Puerto Rico. Al sonar la chicharra todos los jugadores nacionales saludan a sus rivales y les felicitan por el esfuerzo. Minutos después, como si fueran adolescentes, se juntan en el medio de la cancha, hacen un círculo y comienzan a saltar para celebrar. Gritan y se empujan, festejan para sobrevivir. 

Finalmente, los integrantes del equipo comienzan a retirarse, pero la gente se queda en el estadio. Nadie entiende bien lo que vivió, no lo pueden asimilar. El público está paralizado porque encontró su nirvana. Todos experimentaron una situación transmigratoria en aquella cancha de Formosa, en aquel rincón recóndito de la tierra argentina: poder ver jugar a la selección nacional.

Es una condición donde no hay tierra, ni agua, ni aire, ni luz, ni espacio, ni límites, ni tiempo sin límites, ni ningún tipo de ser, ni ideas, ni falta de ideas, ni este mundo, ni aquel mundo, ni sol ni luna. A eso, monjes, yo lo denomino ni ir ni venir, ni un levantarse ni un fenecer, ni muerte, ni nacimiento ni efecto, ni cambio, ni detenimiento: ese es el fin del sufrimiento.


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