Nos va a doler, pero...

Cuando enfermaba de niño me consolaba el hecho de no asistir a la escuela. Sabía que no era bueno tener fiebre o padecer de falta de aire, pero esos dos o tres días en casa sin cumplir con mi deber, viendo tele, dibujando a todas horas o siendo consentido, eran “maravillosos”. Lo peor, las inyecciones o las amargas medicinas que siempre acompañan cualquier proceso de sanación. Recuerdo que mi madre me advertía, esto te va a doler, pero es necesario para que mejore tu salud.

Muchos de esos días de enfermedad estaba durmiendo, soñando el más hermoso de los sueños y a las cuatro de la mañana se encendía la luz de mi habitación y, detrás del desconcierto, aparecía mi madre blandiendo una inyección de penicilina cristalina rapilenta. No sé por qué siempre esas agujas parecían inmensas. Yo oponía la mayor de las resistencias posibles, pataleaba, lloraba y gritaba contra la cruel tortura.

Porque en el momento que uno se está tragando una manguera para un gastro, en lo que menos piensa es en los beneficios de la prueba. Uno imagina al enfermero como la persona más cruel del mundo o ese dentista que se aferra a tu muela careada y tira de ella aparentemente sin compasión, es un sádico lunático que disfruta con tu sufrimiento. En realidad todos preferimos una colchita caliente, los mimos de mamá, no asistir a la escuela, que nos dejen hacer lo que nos dé la gana. Esos remedios que realmente no curan, pero no duelen.

En la vida de las sociedades sucede lo mismo. Si somos pobres y nos ponen en el plato el pescado bien cocinado y sabrosito, en vez de la vara y el anzuelo, nos malcrían. A todos nos gustan que nos quieran y nos hagan sentir especiales. Pero esas malacrianzas están muy lejos de ser la solución para la pobreza. 

¡Tome la vara y vaya al río! Allí hay suficiente pescado para que te alimentes e incluso puedas hacer negocio con el sobrante de la captura y, tal vez, dejes de ser pobre. Pero pescar a veces es peligroso y en ocasiones infructuoso. Por eso preferimos comer el alimento ajeno bien calentito. Es normal, es humano, pero no nos saca de pobre.

En Cuba tenemos cientos de males. El fundamental es no llevar las riendas de nuestras vidas. El régimen nos controla cada momento de la existencia. Los cubanos sabemos que la cura pasa por tomar la vara y salir a pescar nuestra propia suerte. Pero hasta ahora hemos tenido el alivio más allá del río, a 90 millas. Es fácil, si nos movemos geográficamente nos cambia totalmente la suerte. Las neveras se colman de pescado y sentimos el amor de un padrastro que nos malcría y nos acoge en su entorno seguro, pero no nos hace libre.

Hoy cuando dormíamos y fabulábamos en uno de esos sueños de enfermedad nos despertaron de madrugada para ponernos una cruel inyección, nos introdujeron la manguera que nos sacará la amarga bilis de nuestros estómagos enfermos, nos tiraron de la muela careada. Nos señalaron el camino al río y nos dieron la vara y el anzuelo. ¡A pescar!

Y, como advertía mi madre, la cura va a doler muchísimo pero, finalmente, nuestros hijos tendrán sus pies secos sobre el suelo libre de la patria. 

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