Perón: el maestro del populismo
En una entrevista concedida en julio de 2005 a un periodista uruguayo, el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, comentó: “El 26 de julio de 1953 Fidel dirigió el asalto al cuartel de Moncada. Y otro 26 de julio –en 1952– murió Evita Perón. Y sólo dos días después –el 28 de julio de 1954– yo nací. Imagínese”. La admiración de Chávez por Perón y el ex presidente peruano Juan Velasco Alvarado (1968-75) viene de lejos.
Norberto Ceresole, un sociólogo argentino peronista y ex asesor de Velasco, conoció a Chávez en Buenos Aires en 1994. La empatía fue inmediata. Hicieron juntos alguna gira por el interior del país, viajando en una camioneta destartalada: “Vi actuar a Chávez y al pueblo con Chávez, la enorme adhesión popular que tenía. Estamos hablando de un Chávez con lo puesto. Sin nada”, escribió. De esos tiempos se le atribuye a Ceresole haber sembrado en el ex golpista la teoría de crear un movimiento cívico-militar.
Después del triunfo electoral expresó así su tesis: “La orden que emite el pueblo de Venezuela el 6 de diciembre de 1998 es clara: transforma a un antiguo líder militar en un caudillo nacional”. Acusado de neofascista y antisemita, Ceresole se volvió incómodo incluso para el propio Chávez y fue expulsado del país por orden suya. Murió en Buenos Aires en 2003 tras sostener que había sido víctima de una “persecución judía”. Pero algunas de sus propuestas calaron hondo en las ideas de Chávez. En la fórmula del sociólogo argentino se establece que el caudillo garantiza el poder a través de un partido cívico-militar que mantiene un poder concentrado, unificado y centralizado en un modelo que denomina “posdemocracia”.
Luis Miquilena, el mentor político y artífice del ascenso al poder de Chávez, y después su poderoso ministro del Interior y presidente del Congreso hasta que renunció en 2002 por desacuerdos con su ex discípulo, lo describió de este modo al periodista argentino Andrés Oppenheimer: “Es uno de los hombres más impredecibles que he conocido porque es temperamental, emotivo, errático. Como no tiene una ideología definida, está hecho estructuralmente para la confrontación. Su norte es permanecer en el poder y para ello montará una farsa judicial, una farsa parlamentaria, una farsa electoral. Chávez no es comunista, no es capitalista, no es musulmán, ni es cristiano. Es todas esas cosas, siempre que le garanticen quedarse en el poder…”.
Chávez toca a la gente. Pregunta nombres, datos de sus vidas. Incluso después de seis años en la presidencia, el vínculo afectivo con el pueblo se mantiene con bastante fervor. Habla con sencillez y utiliza a la perfección los códigos del lenguaje popular. De manera constante recuerda su origen humilde y rural. Su lema de 2004 lo explica todo: “Chávez es el pueblo”.
No es la primera vez que un fenómeno político de ese tipo ocurre en América Latina. Y la mejor forma de entender a Chávez es remitirse a su verdadero maestro y precursor: Juan Domingo Perón. El ministro de Asuntos Exteriores chileno, Ignacio Walker, tuvo que disculparse ante el gobierno argentino al asumir su cargo por haber escrito en noviembre de 2004 un artículo en el diario El Mercurio en el que había dicho que “el verdadero muro que se interpone entre Chile y Argentina no es la cordillera de los Andes, sino el legado del peronismo con sus rasgos autoritarios, corporativos y fascistoides que Perón aprendió durante su estadía en la Italia de Benito Mussolini”.
Perón creó una clase muy peculiarmente argentina de populismo autoritario que abrazaba ambos extremos del espectro político. Una sola de sus dos caras –la derechista de Carlos Menem o la izquierdista de Néstor Kirchner– no podría jamás abarcar los diversos y heterogéneos elementos que Perón era capaz de coaligar
Según señala Joseph Page en su clásica biografía del ex presidente argentino de 1982, cuya reciente reedición en formato de bolsillo se ha convertido en un fenómeno editorial en Argentina, la receta de Perón para mantener la cohesión de su partido fue siempre la misma: predicar la unidad y practicar el caos. Con frecuencia solía repetirlo: “Es dentro de la confusión donde mejor nos manejamos y si no existe hay que crearla. El arte del político no es gobernar el orden, sino el desorden”.
La apostura física de Perón, que derrochaba virilidad, vigor, pulcritud y encanto, resultó irresistible. Un sindicalista de la época observó con perspicacia: “Perón tenía la virtud de dejar satisfechos a sus interlocutores sin prometerles nada”. Para Page la genialidad de Perón consistió en transferir la esencia del liderazgo militar al juego político argentino y en comprender a sus ciudadanos mucho mejor que ninguno de sus contemporáneos.
Perón nunca necesitó un programa porque él mismo era el programa. La imprecisión deliberada de sus proyectos le permitió un amplio margen de acción política: los intereses nacionales, siempre cambiantes y ajustados a las circunstancias, sólo podían ser correctamente interpretados por la única persona dotada con la clarividencia necesaria para justificar cualquier cambio de estrategia: él mismo. Perón fue un formidable representante de las virtudes más valoradas de esa cultura política: fue genial en el uso de la contradicción y elevó el ejercicio de la ambigüedad política hasta un extremado refinamiento.
Al expropiar tras un feroz acoso al diario La Prensa, portavoz de los sectores conservadores, afirmó que no iba a permitir que la prensa se convirtiera en “arma de perturbación económica, disociación social, ni en vehículo de idearios extraños o de ambiciones políticas”. La interpretación de Perón de la Constitución era libre y una vez que la Corte Suprema fue “peronizada”, su exégesis personal se convirtió en la ley de la nación. Cuando unos periodistas argentinos le preguntaron al fallecido economista del Instituto Tecnológico de Massachusetts, Rudiger Dornbusch, por qué Argentina tenía tantas dificultades, éste respondió: “Los países desarrollados tienen normas flexibles de cumplimiento rígido. Ustedes tienen normas rígidas de cumplimiento flexible”.
Esa cultura política hizo de la lealtad hacia el dirigente el único terreno común de todos los peronistas. Así, cuando murió el caudillo, y su esposa y sucesora, María Estela Martínez (Isabelita), desapareció voluntariamente de la escena política, el partido libró una lucha entre sus facciones. Menem creyó que su redefinición del peronismo sería la definitiva. Se equivocó. Por muchos elementos desagradables que tuviera su personalidad –el cinismo, el oportunismo, la falta de principios…– Perón le dio a la clase obrera argentina una conciencia de su propio valor y un sentido de cohesión.
Tras la caída de Fernando de la Rúa, de la Unión Cívica Radical (UCR), por el desplome de la convertibilidad entre el peso y el dólar, sus sucesores, Eduardo Duhalde y Néstor Kirchner, asumieron esa parte de la herencia de Perón y la tradujeron en una estrategia política que dejó fuera de juego a Menem en las elecciones de 2002, a las que no se quiso presentar en segunda vuelta porque sabía que el 70 por cien de los argentinos –y más de la mitad de los peronistas– le negarían una tercera oportunidad en la Casa Rosada.
Tras los años de hegemonía de la facción derechista del partido encarnada por el menemismo en los años noventa, era evidente que había llegado la hora de la “generación postergada”: la de los jóvenes peronistas de los setenta –a la que pertenece Kirchner– que habían depositado su fe en el último –y ya anciano– Perón a pesar de que sabían que no era un Salvador Allende, y mucho menos un Fidel Castro.
Sin embargo, también sabían que la masa obrera y los sectores populares argentinos eran visceralmente peronistas y que, por ello, la única forma de difundir algún tipo de socialismo era a través de la influencia sobre el movimiento peronista –o tomando su control–, como parece haberse cumplido finalmente en esta década, aunque Rosendo Fraga, uno de los más influyentes comentaristas políticos argentinos, cree que el partido peronista no está ganando más votos porque tenga más simpatizantes, sino porque tiene más gente que depende de sus subsidios.
¿Cómo explicar semejantes contradicciones? Quizá sólo renunciando a explicarlas. La propia definición del peronismo de Perón lo subraya: “El peronismo se aprende, no se dice; se siente o no se siente. Es una cuestión del corazón, más que de la cabeza. Es una colocación ideológica que está en el centro, a la derecha o a la izquierda según los hechos”.
En cualquier caso, es la estructura social argentina la que explica la emergencia de ese poderoso nacionalismo de carácter popular. Argentina fue uno de los países latinoamericanos que mostró con mayor claridad las influencias de los nacionalismos autoritarios europeos de los años treinta. Hacia 1914 alrededor del 30 por cien de la población argentina era de origen extranjero, cifra muy superior a la de Estados Unidos en esa época. Al mismo tiempo, la expansión exportadora de la producción agropecuaria impulsó el crecimiento económico, que hizo del país el séptimo más rico del mundo, con una renta per cápita en 1914 superior a la de Francia y Alemania. El historiador inglés George Pendle observo que “al final del siglo XIX […] la pampa, de hecho, había sido domada, organizada y virtualmente ensillada a la economía de la lejana Gran Bretaña”. Los británicos eran dueños de los barcos transatlánticos, los frigoríficos, el gas, la electricidad y de gran parte de los bancos y los ferrocarriles. En una ocasión el príncipe de Gales, asiduo visitante de las estancias y campos de polo argentinos, comentó: “No me importa qué parte del imperio tengamos que abandonar […] mientras que no sea Argentina”.
Por entonces, los productos agrícolas representaban el 70 por cien del comercio mundial. En los primeros años del siglo XX, la agricultura y la ganadería eran el principal componente de la economía mundial y Argentina era el principal proveedor de cereales y carne de vacuno. En la pampa todos los costes de explotación estaban reducidos al máximo: poca mano de obra, ningún abono, poco material, pocos desembolsos financieros. Entre 1870 y 1913, Argentina triplicó su renta per cápita, pero en una situación de concentración de la propiedad y con un sistema político corrupto y represivo.
En ese contexto de enfrentamiento social, la radicalización antidemocrática de los militares argentinos se produjo en gran medida por la influencia de las ideologías fascistas europeas –cuyos agentes eran muy activos en Argentina– que les inocularon su desprecio a la democracia, la aversión por el imperialismo británico, el antisemitismo y el odio al comunismo. Así, en 1943 se hizo con el poder una facción militar germanófila: el Grupo de Oficiales Unidos (GOU). El golpe militar de ese año expresó un nacionalismo antiliberal surgido en parte de los temores de los altos mandos militares a que Brasil, nuevo aliado de EE UU, obtuviera ventajas insuperables para Argentina. En 1939 todas las líneas ferroviarias del país pertenecían a capitales británicos y casi el 45 por cien de la industria estaba en manos extranjeras. Los extranjeros no sólo eran dueños de las industrias básicas sino que también las administraban.
Las intervenciones militares de EE UU en la región durante el periodo del big stick (mano dura) y la gunboat diplomacy (diplomacia de cañón) habían enardecido los sentimientos nacionalistas de muchos argentinos. Hugo Wast, un conocido escritor antisemita, fue nombrado ministro de Educación. Un distinguido profesor y premio Nobel de medicina, Bernard Houssay, se despidió de sus alumnos con estas palabras: “Esta será mi última clase. La siguiente la impartirá un coronel”.
En esos años el joven ministro de Trabajo y del Interior, que había sido agregado militar en la Italia de Mussolini, comenzó a destacar por sus medidas obreristas: el coronel Perón. En la academia militar había escrito un texto defendiendo las ideas de “la nación en armas” enunciadas en 1883 por el general alemán Colman van der Goltz, una premisa que Perón creía era la “la teoría más moderna de la defensa nacional”. Pero desde 1944 el régimen se hundía inexorablemente. Y el primero en reconocerlo fue Perón: cuando vio que la derrota del Eje en la Segunda Guerra mundial era inevitable, estuvo dispuesto a cambiar sus antiguas simpatías y alianzas y se preparó para el asalto del poder. Perón reconocía en Italia y Alemania una tercera ideología que aceptaba un término medio entre capitalismo y comunismo, pero de lo que realmente se sentía cercano era del Estado corporativo de Francisco Franco, en España, y António de Oliveira Salazar, en Portugal, a los que consideraba una versión más benigna de los sistemas de Hitler y Mussolini.
Dado que jamás estuvo dispuesto a sacrificar el pragmatismo en el altar de la coherencia ideológica, su reconocimiento de los excesos de las atrocidades nazis no llegó hasta que la victoria aliada estuvo asegurada. Para entonces Perón se había formado una sólida base de poder entre los obreros sindicados. La junta, consciente de su progresiva independencia, lo relevó de sus cargos y lo encarceló a finales de 1945, lo que sólo consiguió aumentar su prestigio. Su libertad fue lograda por una enorme movilización popular de ocho días que culminó en una multitudinaria manifestación en la Plaza de Mayo: había nacido el caudillo populista que marcaría como nadie la historia política del siglo XX en Argentina.
Perón permanecería durante más de nueve años en la presidencia como el líder autoritario de un movimiento genuinamente popular, hasta ser derrocado por un levantamiento militar en septiembre de 1955. En 1973, a los 78 años, asumió nuevamente el papel de salvador de la patria y regresó a su país para ser investido de nuevo presidente. Murió antes de un año, dejando una nación dividida.
El primer peronismo pretendió promover un capitalismo nacional sostenido por el Estado, reducir las rivalidades entre las clases sociales llamando a las masas populares y a la burguesía nacional a una colaboración promovida por el Estado, de modo que éste encarnara las aspiraciones del todo el pueblo y no los intereses particulares de cada clase. La áspera polémica de Perón con el embajador de EE UU, Spruille Braden, quien le acusó de ser un nazi encubierto, aumentó aún más su prestigio al permitirle apelar a la soberanía nacional frente a las injerencias extranjeras. Su candidatura obtuvo así el 55 por cien de los votos en las primeras elecciones limpias en 20 años.
Su primer gobierno (1946-55) inauguró la época de las grandes consignas: independencia política y económica, justicia social, desarrollo, limitación del capital “imperialista”, nacionalización productiva y cultural y leyes de protección social y laboral. Para subrayar la originalidad de su régimen y de su pensamiento político, formuló un discurso que acuñó para su partido el nombre de “justicialista”, equidistante del socialismo y el capitalismo. A Perón siempre le gustaba decir que entre izquierda y derecha, el prefería gobernar con ambas manos.
Como Argentina, decían los economistas peronistas, no tenía burguesía capitalista –los terratenientes sólo se comportaban como rentistas– el Estado debía dirigir el desarrollo, protegiendo la industria nacional de la competencia extranjera. Esas políticas crearon una imagen de abundancia –artificial en buena medida– que se convirtió en una edad de oro mitificada en los recuerdos de los argentinos que los vivieron.
La enorme personalización del modelo llevó a su apoteosis al caudillismo de Perón, que aprovechó el auge exportador para acumular reservas de divisas con las que redujo el desempleo, estableció el seguro social, una semana laboral limitada y vacaciones anuales pagadas para los asalariados. Al mismo tiempo, se nacionalizaron los ferrocarriles, los teléfonos, el gas y los transportes urbanos y se impulsó la marina mercante y la siderurgia estatal.
Según los cálculos de un economista argentino que se haría famoso en los años sesenta, Raúl Prebisch, entre 1945 y 1955 el ingreso per cápita argentino aumentó en un 3,5 por cien anual, mientras que el sueldo de los obreros industriales lo hizo en un 47 por cien en el conjunto del periodo. La clase obrera llegó a absorber el 50 por cien del ingreso nacional. La opulencia transitoria de la inmediata posguerra, con cuantiosas reservas monetarias acumuladas por las exportaciones de carne y cereales, fue, en gran medida, el factor que permitió el populismo redistributivo, de modo muy similar al que los petrodólares de hoy alimentan el chavismo en Venezuela.
Al declarar Perón en 1947 la “independencia económica del país”, predijo que iban a transcurrir sesenta años sin crisis. Poco más tarde comenzaron a aparecer los primeros síntomas de graves problemas económicos causados por el dispendio de los fondos públicos. A mediados de la década de los cincuenta, con la caída de los precios de las exportaciones argentinas tradicionales a medida que Europa restablecía su capacidad productiva agrícola por el Plan Marshall, sumada al alza de los precios de los bienes importados y la competencia extranjera, las divisas se evaporaron y se tuvo que recurrir al crédito externo, lo que puso al descubierto las debilidades del modelo.
El dilema irresoluble era que Argentina necesitaba bienes de capital y productos manufacturados de EE UU, pero sólo podían ofrecer a cambio producción agropecuaria que ese país no necesitaba. A su vez, Europa necesitaba los productos argentinos, pero no podía proveer la maquinaria ni el capital para el programa de industrialización en el que se había embarcado Perón.
Entre 1940 y 1950 la producción de trigo cayó de ocho millones de toneladas a 2,5 millones, mientras la inversión se desplomó un 70 por cien. El Plan Marshall –que redujo sustancialmente la demanda europea de productos argentinos– fue, según Page, “el último clavo en el ataúd que portaría las ilusiones de Perón de convertir a Argentina en un país industrializado”.
Su apoyo social nunca dejó de ser sumamente heterogéneo: articulaba un bloque interclasista en el que se destacaban los trabajadores organizados, una clase industrial ávida de proteccionismo y una parte del cuerpo de oficiales del ejército. Como buen militar, sabía que Argentina debía extender la industrialización hasta incluir la producción de armamentos para librarse de la dependencia externa. Y en ese proceso era vital contar con una fuerza laboral disciplinada, que la obsesión de Perón por la organización transformó en una estructura jerárquica, burocratizada y rígida.
Pero su juego de alianzas se tensaba por momentos más allá de lo tolerable: no emprendió una reforma agraria, pero desplazó del poder a la oligarquía terrateniente, a la que atacó con virulencia verbal. A pesar de los discursos nacionalistas, no se nacionalizaron compañías extranjeras sin que éstas recibieran cuantiosas compensaciones. El capital nacional se fortaleció, pero las clases propietarias consideraron las políticas tributarias peronistas abiertamente confiscatorias. Cuando llegaron las dificultades económicas, las políticas gubernamentales se hicieron más conservadoras: se favorecieron los intereses agroexportadores tradicionales y se facilitó el ingreso de capitales estadounidenses, hasta entonces un anatema para su nacionalismo radical. Cuando no hubo más que repartir, el caudillo no pudo continuar su papel de repartidor de prebendas y la economía se desplomó.
Perón, que quiso monopolizar todas las actividades de asistencia social, rompió abiertamente con el episcopado, acusando al clero de ser una “casta de negreros que durante años han tenido a la Argentina en la esclavitud”, cuando la Iglesia protestó contra la legalización del divorcio y la imposición de cargas tributarias a sus propiedades. La tentación de adoptar un chivo expiatorio fue irresistible, sobre todo para un movimiento que se estaba transformando en una religión secular que incluyó la canonización laica de la esposa del caudillo, Eva Duarte (Evita), a través de una exaltación delirante de su figura después de su prematura muerte, a los 33 años. Numerosas iglesias fueron incendiadas, dos obispos expulsados del país y decenas de sacerdotes encarcelados. El Vaticano excomulgó a Perón, cada vez más aficionado al espiritismo.
La existencia de un fuerte catolicismo conservador y militarista, que quería rentabilizar los dividendos políticos del antiperonismo, jugó un papel significativo –aunque no determinante– en el conflicto civil y la caída del régimen. Al final, la democracia “organizada” se transformó en algo mucho menos original: un régimen arbitrario, represivo y cuyo intervencionismo económico multiplicaba el clientelismo y la corrupción. La demagogia y la inflación terminaron por alienar en contra suya a una buena parte de la oficialidad militar, a la Iglesia, a las clases altas y a parte de las clases medias: la alianza de intereses que provocó su derrocamiento en el golpe de Estado de 1955.
La Casa Rosada fue bombardeada y murieron centenares de personas en la represión sucesiva. El temor al caos amalgamó una alianza heterogénea antiperonista para apoyar el régimen que lo sustituyó. Sólo los obreros permanecieron fieles a su líder y benefactor. Perón se exilió en la España de Franco, a cuyo régimen había ayudado económicamente. Desde Madrid, no dejó de proyectar sobre Buenos Aires una larga sombra política que intranquilizaba el sueño de sus enemigos.
La trayectoria de Perón terminó con su retorno triunfal al poder en 1972, cuando ni Argentina ni él eran ya los mismos. El economista norteamericano Paul Samuelson atribuye el peronismo a que el pueblo argentino quería lo que ni la economía ni el Estado podrían dar, haciéndose víctima de los demagogos que le decían lo contrario.
Pero a pesar del marco autoritario de la mística relación masa-caudillo, el peronismo sentó las bases de una nueva conciencia política basada en los derechos de participación democrática. Sería imposible entender el fenómeno sin referirse a los aspectos rituales del culto a la personalidad de Perón, con Eva Duarte como suprema sacerdotisa. Mezcla de reina plebeya y cenicienta proletaria, desde la Obra Social, una organización benéfica que dirigió con una generosa entrega personal pero sin rendir ninguna cuenta de sus gastos, alivió miserias y alentó anhelos de prosperidad y ascenso social.
Evita fue la izquierda, un tanto infantil, como todos los radicalismos, del peronismo. Su temprana muerte debilitó uno de los atractivos casi mágicos del poder de Perón, que se permitió ser endiosado con una adulación delirante. Pocos países latinoamericanos expresan como Argentina la naturaleza del nacionalismo como aspiración y voluntad. Sin embargo, al contrario que Mussolini, Perón no desbandó a la clase obrera sino que más bien la politizó y no intentó crear corporaciones de los sectores económicos sujetas al control del Estado como en el sistema fascista. Pero su carácter incorregiblemente oportunista hizo de su nacionalismo un programa ambiguo y múltiple, únicamente vertebrado por su interés en fortalecer el Estado y su poder personal.
Page recoge un pasaje escrito por el escritor argentino Ernesto Sábato, quien festejaba en septiembre de 1955 la caída de Perón: “Aquella noche mientras los doctores, hacendados y escritores celebrábamos ruidosamente la caída del tirano, en un rincón de la cocina vi como las dos indias que allí trabajaban tenían los ojos empapados de lágrimas. Y aunque en todos aquellos años yo había meditado en la trágica dualidad que escindía al pueblo argentino, en ese momento se me apareció en su forma más conmovedora”.
LUIS ESTEBAN G. MANRIQUE - POLITICA EXTERIOR N 110 - MARZO/ABRIL 2006