Por favor, la Administración (I): Gobernanza y pacto nacional
(serie de 6 artículos sobre la reforma de la Administración, a cuenta de la nueva legislatura en Catalunya)
El mundo está en un proceso constituyente, de profunda redefinición del contrato social. El comunismo ha desaparecido y el capitalismo agoniza, dudando si mutar entre una regresión tecnofeudal o una institucionalización de la economía social, aún por definir. Si el nuevo diseño del orden mundial debe tener en cuenta, de alguna manera, el interés general, lo público, lo colectivo, no es suficiente con estados —en el sentido representante y ejecutor de la soberanía popular— que más o menos funcionen, sino que deben ser capaces de personarse en el debate constituyente, tener una voz fuerte, liderar y emprender los cambios. No está ocurriendo, ni en la esfera social, ni en la económica, ni en la tecnológica.
Una de las razones de la inacción es que el aparato de los estados, la Administración, no funciona. Ni escucha, ni responde, ni proyecta, ni cumple, ni es operativa en general, varada en mares de poca profundidad política.
Como respirar, como latir, hay que priorizar la Administración para que deje de notarse, para que pueda funcionar inconscientemente, sabiendo que hace su función, sin ahogar, sin detenerse. Como respirar, como latir. Necesita pulmones y un corazón. Una consejería que sólo haga esto: funcionar y hacer funcionar. Con dedicación plena. Con un plan para entrenarse y ponerse en forma. Para transformarse profundamente. Necesita también un cerebro: que priorice estar por el equipo, por el presupuesto y por el calendario. El principal responsable de que la Administración funcione debe mirar, sobre todo, cara adentro —incluyendo aquí la calidad final de los servicios. A menudo se pide que las cosas importantes, estratégicas, vayan a Presidencia: pero, al final, quien mucho abarca, poco aprieta. La excepción sería convertir el departamento de la Presidencia en la gerencia de la Generalitat: Administración y Hacienda. Y la planificación, coordinación y evaluación de la estrategia general y alguna transversal. Y poco más. No es poco.
Es justo admitir que el reto es demasiado complejo y duradero como para hacerse en solitario y a trompicones. Ningún consejero —como ningún alcalde, como ningún ministro— es capaz de arreglar por su cuenta la Administración. Sí puede, y es su obligación, poner las bases y los medios para que las cosas ocurran. Es necesario, pues, impulsar un acuerdo de país —un Pacto Nacional para la Administración y la Función Pública— para cartografiar un diagnóstico exhaustivo y de consenso, para repartir responsabilidades entre los muchos actores interpelados, para comprometerse con las urgencias y establecer las estrategias, y para hacerlo. Y para vigilar lo que se hace y quién lo hace. Sin ese marco, compartido, estable a largo plazo, difícilmente puede acabar bien lo que pueda empezarse.
¿Qué está en juego? Los derechos sociales, la crisis climática, la educación, la sanidad, la alimentación, el tejido productivo, la investigación y la innovación, el modelo energético, la lengua y la cultura, la justicia… Es decir: todo. La administración puede ser inhibidor o catalizador. Ahora está inhibiendo —e inhibiéndose. Es hora de cambiarlo. Es hora de cambiarla. Requiere una prioridad, una persona y un plan. Y un compromiso duradero. La Administración y todas las leyes que la definen son un invento humano y, como tal, no nos vienen dadas ni son inmutables: son susceptibles de cambio, mejora y transformación. Puede hacerse y debe hacerse.
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