Por lo que nos decimos y no nos creemos

Por lo que nos decimos y no nos creemos

Hoy he visto materializado el resultado de haber creído en mí mismo, y no me puedo estar más agradecido. Hará unos dos años cuando, tras finalizar mi trabajo de fin de máster en la desconocida y blanca Jönköping, escondida por el sur de Suecia, propuse a mi supervisora de la Universidad escribir juntos un artículo basado en mi investigación para enviarlo a una revista académica. “Este tipo de publicaciones recibe muchos artículos, Marcos. Y tú ni siquiera eres estudiante de doctorado. Tu inglés no está mal, pero tampoco es perfecto… Es un mundo muy competitivo y burocrático”, me dijo con voz suave, pero cortante. “Te ayudaría, pero estoy inmersa en un nuevo proyecto y no tengo tiempo”, sentenció tras un silencio breve, pero suficiente para fulminar la ilusión acumulada durante semanas. 

Salí cabizbajo de su despacho, lleno de libros indirectamente iluminados por uno de esos flexos que dan vida a millones de motas de polvo aparentemente cabreadas con el aire y que si miras demasiado se apoderan de tus ojos. El estudiante que había entrado hacía cinco minutos poco se parecía al que ahora salía. Mi cara dibujaba una sensación que, por desgracia, ya conocía y que, también por desgracia, experimentaba con asiduidad desde hacía un tiempo ya demasiado largo al que me gustaba llamar “etapa”. 

Abandoné rápido la facultad, me encendí un cigarro—el de “la indignación”—, y caminé medio ausente hasta la cafetería de estudiantes, emplazada a unos 100 metros que la nieve y los ocho grados bajo cero multiplicaron por diez. —La nieve debería estar solo en las postales y los anuncios de Navidad—, pensé mientras transformaba mi tensión en pisadas de gigante. 

Al bajar las eternas escaleras del local, lamentablemente pintado en tonos azules y amarillos en honor a la bandera patria y en el que de cada diez canciones dos eran de ABBA, adiviné una invitación a charlar en la grande y perfecta sonrisa de la canadiense de clase, sentada en la mesa del fondo con su Mac, como buena norteamericana. Nuestras conversaciones rara vez habían pasado del ‘hola, ¿qué tal?’, pero aquella mañana de frío escandinavo y cielos llorosos, ambos sentados frente a ese café insípido que comprábamos por la excusa más que por necesidad, sus palabras me dieron lo que no sabía que necesitaba. 

No dijo nada trascendental. Se enzarzó en un monólogo acerca de lo que le parecía bien y mal sobre temas aleatorios que me importaban lo mismo que Albania en Eurovisión, pero que escuchaba forzoso en un intento por arrinconar a mi mente. Y mientras observaba sorprendido su exagerado lenguaje corporal, con esos brazos pálidos que superaban en velocidad a las hélices de un ventilador, caí en algo muy básico que todos sabemos de sobra y que, por estar, está hasta en la discografía de Mecano: lo que opinen los demás, está demás. El mundo tiene tantos puntos de vista como personas lo habitan, y siete mil millones no pueden estar en lo cierto. ¿Por qué dejarnos influenciar más por lo que nos dicen que por lo que nosotros nos decimos antes de que nos digan?

Aquella misma noche empecé a redactar el artículo con una energía que hizo deducir a mis compañeros de piso una respuesta positiva por parte de mi profesora. Incluso me dije algo en la línea del tedioso discurso de Mr. Wonderful. “No tienes nada que perder y sí mucho que ganar”, creo que fue. Realmente parecía que me había poseído un teletubby. Esa noche, en definitiva, y no me extiendo más, empecé lo que hoy veo materializado en un estudio publicado en una de las revistas académicas internacionales sobre Ciencias de la Comunicación. 

Y por eso, por creer en mí, me estoy agradecido. 


Flor Patricia Medina Muñoz

Corporate communication and brand content creator

5 años

¡¡¡Qué grande, Marcos!!! :D

Bilal Muhammad

Editor-in-chief at The Zenith Magazine | Founder at Brainiac Social

5 años

Looks Brilliant - Well done Marcos!

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