¿Por qué duele ingresar a un ser querido en una residencia?

¿Por qué duele ingresar a un ser querido en una residencia?

Un pequeño relato sobre amor, sacrificio e incomprensión.


A mediados de los años noventa del siglo XX, una familia que vivía repartida en varias ciudades, se congregó en un pueblo de los pinares de Soria para dar sepultura a Hilaria, la matriarca familiar que había fallecido poco antes en una residencia de mayores a quinientos quilómetros de allí.

 

La familia tenía un vínculo especial con ese pueblo en el que Hilaria había vivido parte de la guerra civil y al que habían vuelto a pasar los veranos tres generaciones de sus descendientes desde entonces. Tan era así que la familia disponía de unos nichos en el cementerio, en uno de los cuales le esperaba su marido desde hacia cuatro años.

 

La abuela Hilaria había sido todo un personaje. Nacida a principios del siglo XX en el seno de una familia acomodada de pequeños burgueses en una ciudad mediana, tuvo una infancia privilegiada. Sus padres, de mentalidad abierta, la animaron a estudiar en la universidad, viajar al extranjero e incluso a conducir, cosas poco usuales para una joven en la España de los años veinte. 

 

Los azares del destino y la guerra civil la llevaron a ver desaparecer, siendo todavía joven y en muy poco tiempo, la empresa de sus padres y a ellos mismo.  A partir de entonces su vida fue acomodada aunque en términos mucho más ordinarios. Se casó con un médico con quien tuvo tres hijos, ocho nietos y, en el momento de su fallecimiento, tres bisnietos.  La joven desenfadada que se peinaba a lo garçon y bailaba charleston, dio lugar a una mujer severa, muy ahorradora (rozando en ocasiones el extremo) y con una aversión a los hospitales. Una de las frases por la que la recordaban sus nietos era “no me llevéis al hospital que allí, agujero que tienes, tubo que te meten”.

 

Los últimos años de Hilaria, especialmente los que siguieron a su viudedad, estuvieron marcados por un lento pero constante deterioro cognitivo. La demencia empezó nublando sus recuerdos más cercanos para después apoderarse de todos ellos. Pudo vivir sola pocos meses tras los que sus hijos acordaron que lo haría unos meses con cada uno, sabiendo que eso implicaría cambiar de ciudad cada cierto tiempo .  Esa trashumancia senil resultó ser más perjudicial que otra cosa, ya que cada cambio de ciudad suponía semanas de desorientación y estupor por lo que, tras tres ciclos de migración forzada decidieron que lo más práctico sería que se quedase en casa de la hija mayor. Cuando le preguntaban a ella qué quería, las respuestas no eran lo suficientemente coherentes como para ser tenidas en cuenta. Básicamente hablaba de volver a vivir con su marido o con sus padres.

 

La abuela pasó por una fase “divertida” de la demencia en la que un día se ponía el sostén encima de la blusa, otro confundía a un nieto con un hermano suyo fallecido hacía más de cuarenta años y otro hacía algún comentario subido de tono, cuando todos la recordaban como muy recatada y devota. Los familiares reían ante las “ocurrencias” de la abuela pero la diversión duró poco. La mujer activa y enérgica que conocían, esa que solía imponer sus criterios a todo aquél que estuviese cerca, se fue desdibujando hasta aparecer totalmente irreconocible.

 

La familia de la hija con quien convivía también estaba cambiando por esos tiempos, los nietos que todavía vivían con sus padres se independizaron y al final la abuela se quedó sola en casa con su hija y yerno, que ya pasaban los sesenta, y a quiénes cada vez les costaba más poder hacerse cargo de sus necesidades y compaginar el cuidado de Hilaria con su trabajo.

 

Una pequeña embolia, un ingreso hospitalario, el regreso a casa con dificultades para caminar, una incontinencia esporádica y la necesidad de rehabilitación precipitaron las cosas.

 

De nuevo mediante un acuerdo los hijos decidieron que lo mejor para todos era buscar una buena residencia geriátrica donde unos profesionales pudieran cuidarla y darle todo lo que necesitase. La buscaron cerca del domicilio de la hija mayor de forma que ésta podría ir cada día a verla.

 

La reacción de Hilaria al ingresar en la residencia volvió a hacer sonreír a sus familiares.  Se sentía en “su casa”, tan en “su casa” que durante varios meses sólo parecía atenazarle una preocupación. “¿Todos éstos se van a quedar a comer?”, “mira en la cocina si tenemos comida para tanta gente”.

 

El sentimiento de los hijos, sobre todo de la mayor, con quien había convivido antes del ingreso, fueron contradictorios. Por un lado sabían que habían tomado la decisión adecuada pero por otro se sentían culpables. Los argumentos racionales no eran suficientes para apagar un rescoldo de culpa que quemaba a poco que se pensase en ello.

 

Con el tiempo la culpa fue cediendo y la vida de la abuela en la residencia se convirtió en una porción del paisaje doméstico.  Las visitas diarias pasaron a ser parte de la rutina de la hija, como también lo eran las de sus dos hermanos que periódicamente viajaban a la ciudad a ver a su hermana y a una anciana que ya no les reconocían y en la que, cada vez costaba más descubrir a quien había sido su madre. Años más tarde los hermanos recordarían el tiempo de su madre en la residencia como aquellos en el que más contacto habían mantenido entre ellos desde que sus vidas les llevaron a seguir caminos diversos.

 

Veintiocho meses después, consumida por un deterioro cruel que decidió no ahorrarle ninguna fase de la decrepitud, murió, encamada, en posición fetal, con una sonda nasogástrica que la alimentaba, una urinaria que la vaciaba y sin haber dicho ninguna palabra o haber mostrado reacción alguna en más de un mes.

 

Siguiendo su voluntad, y tras unos trámites más complicados de lo que hubieran imaginado, el cuerpo fue preparado para emprender un viaje de quinientos quilómetros que le había de llevar a su último descanso.

 

En el pueblo, la muerte de la abuela resultó ser un acontecimiento. La iglesia estaba llena a rebosar. Para sus nietos, eran caras de otras abuelas y nietas conocidas intermitentemente durante todos los veranos de sus vidas, que se agolpaban y se manifestaban descontentas porque la caja iba a permanecer cerrada durante todo el funeral de manera que no podrían dar una despedida “correcta”.

 

Después del responso, la procesión hacia el cementerio, situado en la parte más alta del pueblo. Delante, el coche fúnebre a una velocidad extenuantemente lenta. Detrás todos.  Familia, amigos, conocidos y otros que veían en el acontecimiento una forma de romper la monotonía de un pueblo de novecientos habitantes.

 

Entre una cosa y otra, continuos besos, abrazos y pésames.

 

La hija mayor de la abuela, que había vivido con una cercanía especial el desmoronamiento físico y mental de su madre, sintió el fallecimiento con una mezcla de tristeza apagada y alivio. No era el alivio de quien se quita un peso de encima sino del que observa como se lo quitan a otro. Hacía ya algún tiempo que al ver a su madre en la cama, inmóvil, callada, sin capacidad para responder a estímulo alguno, se preguntaba, “¿sigue aquí?”. En esos momentos de una proximidad no vivida con anterioridad se acercaba a ella, la tomaba de la mano y le decía al oído “Estoy aquí mamá. ¿Quieres algo?”, después esperaba alguna reacción en sus ojos, en su cara o en la mano que sostenía en la suya. Nada. Durante última semana se convenció de que su madre ya había partido. Que en otro lugar volvía a ser ella y no “eso”.  No entendía por qué pero durante el entierro había ido tomando forma en su interior una sensación agradable. Era como si su madre, de alguna forma estuviese allí reuniéndose con unas amigas a las que no había visto desde el entierro de su marido.   Con esa sensación de sosiego que no había sentido en los últimos dos años, no le costó tener palabras agradables para cada una de ellas.

 

Cuando, tras dar el pésame, acercaban la mejilla, ella aprovechaba la especial intimidad que da la cercanía que precede al beso y en voz baja les decía cosas como “muchas veces hablaba de ti”, o “se acordaba mucho de los veranos en el pueblo”.

 

Pero algo pasó que truncó el momento. Todo quedó entre ella y una amiga de toda la vida de su madre. Tras mostrar sus condolencias y acercarse, fue ella la que habló y, en un susurro que sólo escucharon las dos le dijo: “hija desnaturalizada. Con lo que ella hizo por vosotros y la habéis dejado morir en un asilo”.

Están allí y yo los acompaño en el último tramo de sus vidas. Ahora estoy en sus momentos presentes, antes no, ahora puedo cuidarlos y acompañarlos… en una residencia si.

Rosa Gadea Ponce

Soport Logístictic Centre Cultural

1 año

Josep, un relato verídico del dia a dia en muchos domicilios . Y gràcias por mostrar que las residèncias es el hogar, cuando se quiere lo mejor para nuestros mayores, evidentemente si pueden ellos decidir mejor, siempre con el respeto y su propia opinión ya que es la vida de ellos. Es doloroso para nosotros los hijos, mi padre ha estado 2 veces para entrar, y le hemos respetado. El dice que cuando ya estè muy mal. Y así serà. Solo le anima que està su nieta de Trabajadora Social y mi yerno trabajando allí, el billar, los bailes del domingo.....pero en el fondo es un NO rotundo....en fin dia a dia. Es mi Papito

Pablo García

AnimaNómada en El Taller Animación Sociocultural

1 año

Bonito y duro relato. Yo he podido vivir "las residencias" como profesional (animador) he llegado a trabajar en 5 diferentes, y otras 4 por familiares que las necesitaron por lo que tengo una opinión variada. A nivel profesional, pues hay de todo, hay algunas que parecen sacacuartos y aparcsmientos y otras en las que si parece un hogar con muchas personas, depende de quién y cómo las dirijan. Eso sí reconocer el TRABAJAZO que hacen las personas que hacen la acción directa (auxiliares) A nivel personal, es duro aceptar que vas a dejar a alguien a quien quieres ahí. Desconocimiento de cómo será, culpa nacida de esa abnegación forzosa que se nos ha transmitido de sacrificarte para cuidar a tus mayores (sobre todo a las mujeres) y una especie de duelo porque es la penúltima parada en el viaje de la vida. Para mi las residencias son un recurso necesario, si creo que debería haber una supervisión y un estandar de calidad en las mismas y una tendencia a ser hogar y no aparcamiento. El comentario de la vecina... pues fuera de lugar, cruel y nacido de la ignorancia. Estaba jugándosela a llevarse un insulto e incluso un esputo

Antonio Molina Schmid

Passionate about building a more social community.

1 año

Al final, aparece el personaje de la loca, esa amiga de toda la vida, que expresa los prejuicios del modelo familiar burgués tradicional contra las residencias de mayores. Aunque me ha encantado el texto, como todo lo que escribe Josep, echo en falta otro personaje, que explicite también la injusticia que puede conllevar el modelo burgués, que muchas veces se ha apoyado en ese familiar-víctima, muchas veces, una hija soltera, que sacrifica su vida, personal y/o profesional, en el cuidado de la madre o del padre, mientras los demás hermanos hacen sus vidas. (Ya sé que no siempre es así y que hay casos en los que un mayor es cuidado por una hija o hijo, sin este problema...) Recuerdo que, hace muchos años, escuché una conferencia de un profesor de teología que nos explicó que el modelo familiar burgués tiene graves defectos y que puede ser injusto e inhumano y que, por eso, había que evitar confundir modelo familiar burgués con modelo familiar cristiano. Nos dijo que son cosas muy distintas, sin perjuicio de que se haya utilizado el modelo burgués como plasmación práctica del modelo cristiano. En este sentido, pienso que, sobre todo, en el mundo de los cuidados, no debemos ver el modelo familiar burgués como un estándar ético...

Precioso relato, muestra la realidad cotidiana en nuestro trabajo, con todos esos conflictos emocionales tan patentes en cada ingreso, donde el sentimiento de culpabilidad tiene mucha fuerza.

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