Precio de cuentapropista I
La primera inquietud por la que me he sentido asaltado para iniciar esta tríada de artículos, es: _Corren malos tiempos para los profesionales falsos autónomos. Por lo que queda obviado la llamada última reforma urgente del trabajador autónomo, por exigua en el verdadero tablado. Sin embargo, he contrariado a mis propias emociones en el último momento, a cercén, no debía convertir esta intranquilidad en angustiosa zozobra. Por tanto, he decido manifestarlo como desobediencia privada, y sentirme verdaderamente exaltado, encoretado, modificando dicha inquietud para saber terminarlo, será: _Corren malos tiempos para los que pretendan tratar a los profesionales falsos autónomos como impersonales cuentapropistas. Me permitiré introducirlo en este primero como prólogo con un pequeño relato metafórico hasta llegar al nudo estrechado del asunto.
Dice así…
“Corría el último tercio del S.XIX, cuando en una pequeña localidad, _aún lo es_, del sur de Inglaterra, a un afamado burgués del textil, de esos enterados tardíos de los cambios sociales de la Revolución Industrial y la liberación económica emergida tras los masivos procesos de industrialización, se le ocurrió demostrar su falta de lindeza moral. El innegable encanto rural del entorno chocaba con tal catadura.
Situada en las colinas de Cotswold, condado de Gloucertershire, sus gentes mal vivían bajo el aún látigo feudal. Varios caseríos colindantes, de atractiva arquitectura popular en piedra, destacaban en tan admirable escena verdosa, de glauca belleza en otoño y primavera.
El señor Collingwood pertenecía a una de esas familias adineradas, _él no eligió dónde nacer_. Acaudaladas bajo la pilastra del saber leer y escribir transmitido por sus influyentes ascendientes. Empero, incapaces si quisiera de mantener una rosa cortada en estado de viveza provisional. Ni cambiaban el agua ni le quitaban las espinas. Cuando la extralimitación produce desafueros existen personas que solo han hecho uso de su inteligencia para aprovecharse de los demás. Bajo la pilastra del saber leer y escribir.
Procedían del mismísimo Bristol, con laureada y próspera historia marítima, comercial. Propietarios de uno de los almacenes de productos agroalimentarios despojados del imperio colonial. Las clases burguesas ennoblecidas por la acumulación de considerables riquezas gracias al comercio, ejercían su poder allá donde pudieran. Si no tenías presencia en el Parlamento, al menos seríamos los mandamases en este, ese o aquel condado, cualquiera ayudaría a la multiplicación de la fortuna.
Esta se había consolidado a propósito del mercadeo de esclavos. Negocio lucrativo que entre los de su ralea causaba admiración, les dotaba incluso de cierta reputación. La familia Collingwood fletaba barcos hacia su «áfrica occidental». Iban cargados de bienes manufacturados, sobre todo provenientes de la actividad textil más artesanal: ropa reducida a tejidos unidos por hilos para guarnecer cuerpos desnudos sin nada que llevarse a la boca. Los apetitos se disimulaban entre malandanzas con cualquier prenda que resguardara de las inclemencias de la miseria. No faltarían, por supuesto, las mercancías de vestidos y ajuares para los terratenientes colonizadores mejor ataviados. Los cargamentos se convertían en el medio de pago por trueque para volver a tener llenas las bodegas de carga, en esta ocasión de seres humanos ciegos de su destino. Tanta oscuridad proveía el próximo paso, sin liberalidad. Los esclavos serían intercambiados en las mismas costas norteamericanas asentadas. Fundamentalmente por azúcar, en bloques alargados parecidos a las hogazas de pan, las cuales debían ser cortadas para su refinamiento y posterior distribución. Esta vez con venta inducida, ya que el valor infame dado por esclavo se descontaba del total del costo por tonelada. Las plantaciones de caña de azúcar contarían con nueva, debilitada y hambrienta mano de obra, su cultivo y procesamiento destacaba por ser de los trabajos más duros, evangelizado a inhumano.
¿Cómo se culminaba toda la iluminada misión? Cuando los barcos regresaban al puerto de partida, llenos de cristales granulados solidificados a partir del jugo de la caña, desconsolidaban todo el cargamento en las cuotas adquiridas por los principales fabricantes que hacían presencia en los puestos del depósito, cuya zafra sería transformada. Los gustos más supinos se encapricharon de este bien escaso, dulcificando la demanda. El comercio convirtió tal lujo en una necesidad, en el ingrediente esencial de los alimentos básicos. La dieta alimenticia aumentó su fuente de calorías. Se hizo más accesible. La familia Collingwood no faltó a la concurrencia. Lugareños como los de Snowshill, tampoco.
Allí poseía el señor Collingwood un taller de costura. Regentaba el obradoiro a su manera. A vueltas con la rueca. Entre ranuraduras de rebordes, biseladores y ruedas de puntada, deslumbraba la dinámica actividad manual de mujeres, delimitadas a costureras. Sin semblante llegaban, entraban, trabajaban, hasta la postrimería, y se iban, carentes de expresión. Una nueva remesa había sido terminada para ir completando pedidos, la próxima fecha de salida del barco se había vuelto a adelantar. ¿Qué queréis, que se me mueran de hambre aquellos bastardos?
La señora Collingwood era la administradora principal de la explotación de las tierras que poseían en el lugar. Campos de miles y miles de lavandas dispuestas para extraerles por destilación sus aceites esenciales. Al contener la fragancia de la planta, las pioneras industrias del perfume, del cosmético, del jabón o del incienso, aromatizaban sus artículos. Entre cúmulos de vapor por encima de la techumbre cubriendo el cielo raso.
Junto a su contrayente de haberes, decidieron apretarles las tuercas a la plantilla de labriegos y sus compañeras de trajines. Como no se termine todo el lote, vuestros maridos no podrán recibir su soldada completa. Como no cosechemos esta temporada 500 kilos más por hectárea, tendremos que subir la locación que les descontamos a vuestras mujeres de su retribución por utilizar nuestros utensilios y herramientas. A ver cómo dotaréis de sustento a vuestros hijos, bueyes y huertos sin jardines…”
Próximamente, Precio de cuentapropista II.