Recuerdos a medida
Si tuvieras que elegir un momento de tu vida que quisieras volver a vivir ¿cuál sería? Y si tuvieras que elegir un momento de tu vida que quisieras borrar ¿cuál sería?
Si lo pensamos bien, nuestra vida se reduce a momentos. Esos que atesoramos u ocultamos de la luz cuando el momento o las circunstancias así lo requieran.
Nuestro cerebro tiene la particularidad de ser selectivo en las cosas que elige recordar, es una especie de “botón antipánico” que nos protege de aquellas cosas que nos causan displacer y tristeza.
Los recuerdos son una construcción que nosotros mismos hacemos y que se basa en la percepción que nos queda de los acontecimientos vividos. No se trata de un relato lineal, una enumeración consecuente o una descripción sustancial. Es un cúmulo de sensaciones condicionadas por nuestra historia y nuestro presente.
Nos aferramos a los recuerdos amparados en la creencia de “memoria fotográfica” que narra cuadro a cuadro situaciones inconexas a las que les damos sentido en el relato. Pero sabemos que lo más exacto de los recuerdos, es su inexactitud.
Apelar a los buenos recuerdos es una forma humana de sanar las heridas del presente. Recuerdos hechos a medida para la ocasión que nos rescatan de la burda imagen que el espejo social nos devuelve, y a la pregunta “dime espejito, cuál es la fuente de mis pesares” el espejo memorable nos dirá “ninguna otra que la que tú mismo construyas”.
Entre la autocomplaciente mirada de nuestro ego y la cruel mirada del otro, el universo de los recuerdos nos permite encontrar una vía intermedia en la que realidad y ficción se funden en una especie de dimensión emocional que es, por cierto, mucho más creíble que la realidad misma.
Tendemos a simplificar nuestras emociones buscando un código binario que determine qué está bien y qué está mal en nuestro devenir, como si la responsabilidad de cargar con nuestros 18 gramos de soplo vital nos fuera algo ajeno. Buscamos –consciente o inconscientemente- respuestas donde sólo encontramos nuevas preguntas.
Las certezas no son de este mundo, son ajenas a la naturaleza humana. Y al buscarlas avanzamos sin comprender que la duda es el motor vital de nuestra condición.
¿Necesitamos entonces “crear recuerdos a medida” para entender nuestro presente? Es probable que si. Que sin esta resignificación de los hechos a través del cristal de nuestras emociones nuestra comprensión de los acontecimientos y circunstancias que nos rodean estaría condicionada por la literalidad de lo que “vemos”. Y desde esa perspectiva, nos resultaría muy difícil establecer vínculos con cada persona que la vida nos presente, porque cada uno de nosotros construimos nuestro presente con la arcilla de los recuerdos y de nuestra historia, la única capaz de amalgamar los ladrillos de los hechos presentados desde la racionalidad objetiva, para darles sentido.
¿Y qué tiene que ver esto con el branding?
Mucho. El modelo perceptivo que se estructura alrededor de las marcas parte de la posibilidad de construir recuerdos compartidos. De la narración de historias que resultan mucho más creíbles -o al menos eso queremos- que la realidad misma surge la posibilidad de construir un universo común entre las marcas y sus audiencias.
Y en este modelo perceptivo, a la propuesta de la marca se suman e interactúan las historias individuales de cada persona, para definirla entonces como una experiencia única y personal, más allá de ser compartida con otros cientos, miles o millones de personas. Las marcas nos proponen el juego de crear un universo a la medida de nuestros anhelos, aspiraciones y deseos. Y nosotros lo jugamos aunque sepamos que se trata de una ilusión momentánea.
Construimos nuestro presente sobre los cimientos de nuestra memoria -felizmente-condicionada.
Porque sabemos que, al final de cuentas, sólo el recuerdo nos mantendrá vivos por y para siempre.
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