REFLEXIONES DE UNA MADRE EN LA TERCERA ETAPA DE LA VIDA
Levantarse temprano nunca fue para mí un placer; al contrario, dejar el refugio de mi cuarto y enfrentarme al mundo siempre me resultó una tarea difícil. Sin embargo, hoy, al abrir los ojos, sentí un profundo deseo de caminar al borde del mar con mi perro Max. La noche había sido intranquila y desbordante de sueños extraños, y eso fue lo que me empujó a salir de mi casa con cierta rapidez. Afuera, y a pesar de un sol ardiente, soplaba un viento que exhalaba un aire fresco y bienvenido. Al empezar a caminar por el camino que bordea la playa, y al ver las aves buscar en grupo su alimento, me dije que ese lugar era un oasis para mi mente. El de los sueños, en cambio, era el lugar de la soledad de la vida, de los hechos que ocurrieron y no pueden cambiar, de las casas que quedan vacías cuando los hijos arman sus propias vidas, de lo que fue, pero que ya no es más. Pero ¿acaso el final de una jornada no anuncia el comienzo de otra igualmente intensa? Es verdad que las jornadas no se acaban, pero a medida que las recorremos nos vamos alejando un poco más de quienes fuimos y de quienes estuvieron a nuestro lado en ese entonces. Y con el pasar del tiempo vamos cambiando, empezamos a ser otros, y a olvidarnos un poco de lo que amamos tan profundamente en el pasado. Miramos hacia adelante y lo que vemos es una jornada diferente, que más tiene que ver con un universo que no es este. Y al empezar a recorrerlo miramos hacia atrás, pero sin reconocer nada.