SpaceX contra la burocracia americana
Si hubiera que hacer una lista de los avances técnicos que más han marcado las últimas décadas, los cohetes que aterrizan para poder ser reutilizados estarían en las primeras posiciones. Pero hay algo menos espectacular que nos ha facilitado la vida a todos: el uso generalizado de iluminación led (light-emitting diode). La tecnología led existe desde hace mucho tiempo, pero para que pudiera ser adoptada de forma masiva se tuvo que desarrollar un led azul lo suficientemente potente como para ser combinado con el rojo y verde, con lo que se puede generar el resto de colores.
Esa proeza ingenieril se la debemos a Shūji Nakamura. Su historia se cuenta magistralmente en un vídeo del canal de Veritasium, que es una de las mayores joyas de Youtube. Nakamura no lo tuvo fácil. Como siempre que alguien quiere hacer avanzar el conocimiento de la especie humana, el camino empieza cuesta arriba y no hace más que empeorar. Mi parte favorita de su historia es donde se explica qué rutina de trabajo tuvo que realizar para encontrar la combinación perfecta de materiales para fabricar el led: trabajó de siete de mañana a siete de tarde día tras día, siete días a la semana durante un año y medio.
O dicho de otra forma, toda su vida durante esos meses estuvo dedicada única y exclusivamente a conseguir un objetivo profesional que era muy improbable de alcanzar. No respetó ni las normas laborales, ni la de su propia empresa, pero consiguió su objetivo y con ello nos enriqueció a todos de forma instantánea, incluso a los que aún están por nacer.
El caso de SpaceX
Esta filosofía forma parte del ADN de las empresas de Elon Musk. A la hora de hacer avanzar la tecnología, las únicas normas que importan son las de la física, no la de los hombres. Esto, unido al trabajo duro y algún que otro zafarrancho (periodos de trabajo aún más duro) han hecho posible una empresa de coches eléctricos que ha revolucionado un sector donde parecía que todo estaba inventando desde hacía décadas. Pero seguramente si hay una compañía que deja sin palabras hasta a sus críticos es SpaceX.
Hace veinte años una revista especializada ponía en portada a una nueva empresa aeroespacial con el titular: David and Goliath: Can Tiny SpaceX rock Boeing? La semana pasada una cápsula Dragon de la compañía de Musk llegó a la estación espacial internacional para recoger a dos astronautas que no pudieron volver en la cápsula de Boeing, así que la pregunta ha quedado respondida.
Aunque el éxito de SpaceX es tan arrollador que hace que su batalla con Boeing sea algo menor. Solo con Starlink, su sistema de conexión a internet vía satélite, SpaceX ya es una empresa omnipresente en todo el mundo. Y lo mejor está por llegar, con sus Starships, que prometen revolucionar (aún más) la capacidad de poner masa en órbita.
Pero Elon se ha encontrado con un problema que nos es bien conocido a los europeos: la regulación. Occidente lleva décadas cultivando un tipo concreto de ser humano que ha florecido en el siglo XXI. El burócrata no entiende de exploración espacial o desarrollo de nuevas tecnologías. Ellos entienden de normas, procedimientos y reglamentos. La seguridad pública, el medio ambiente, la diversidad, equidad e inclusión justifican toda intervención.
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Universitarios burócratas
Por cada Elon Musk o Shūji Nakamura hay centenares de tipos con su licenciatura universitaria, su expediente impoluto y toda una vida dedicada a cumplir normas que reclaman su derecho a controlar la situación. Lo contrario, afirman, sería la ley de la selva.
En esa situación nos encontramos ahora mismo con el enfrentamiento entre SpaceX y la Federal Aviation Administration (FAA). Para que las Starships puedan empezar a operar comercialmente, se deben dar una serie de vuelos de pruebas que permitan a los ingenieros afinar todos los sistemas. Estos vuelos tienen que tener la correspondiente licencia del regulador, y es ahí donde empieza un conflicto que se ha convertido en la metáfora perfecta de qué está ocurriendo en occidente con la innovación. SpaceX es capaz de modificar sus naves espaciales (miles de toneladas de tecnología punta) en mucho menos tiempo de lo que tarda la FAA en analizar las modificaciones en los planes de vuelo.
La gente de SpaceX son personas que han decidido trabajar en la punta de lanza de su ingeniería, liderados por un tipo que no sabe qué significa irse de vacaciones. Por otro lado, la FAA, como cualquier regulador, está formada por personas que decidieron que un trabajo cómodo de oficina era lo mejor para su vida. A efectos prácticos es como si las fuerzas armadas de Estados Unidos hubieran decidido que los Navy Seal necesitan supervisión de los Boys Scout antes de realizar alguna operación.
Unión Europea, paraíso y modelo de la regulación
Este sinsentido se suma a todas las ineficiencias y malos incentivos que los organismos estatales llevan aparejados. Porque, vamos a ser honestos: SpaceX es una empresa magnífica. Una institución de la que estar orgullosos como seres humanos. Pero el contraste entre sus logros y lo que llevábamos visto en las últimas décadas en tecnología aeroespacial no se puede explicar sólo por sus virtudes. Son los deméritos de las agencias espaciales internacionales (especialmente la NASA) los que convierten en sobrenaturales los éxitos de Elon Musk. Y hablamos de algo que se lleva denunciando mucho tiempo, Richard Feynman (otro genio) ya retrató a la NASA hace casi cuarenta años y no ha cambiado nada.
Estados Unidos aún está lejos de convertirse en la Unión Europea, pero la deriva es innegable. SpaceX y Elon Musk están haciendo un servicio público (uno más) plantando batalla contra la FAA. Esperemos que tengan éxito, ya que esta vez no solo vamos a recibir como regalo sus logros tecnológicos, sino algo mucho más importante, el retorno del más puro sentido común; la innovación humana, siendo frenada únicamente por las leyes de la naturaleza. Leyes, que, a diferencia de las humanas, son duras pero justas.
Ver también
Papá, ¡quiero ser como Peter Thiel, no como J. S. Mill! (Raquél Merino).
El convoy de la libertad. (Adolfo Lozano).