Todo se va disolviendo

Todo se va disolviendo

“Porque eres polvo y al polvo tornarás”

Génesis (Trad. Jesús Moya)

El Gran vidrio o Novia expuesta a sus solteros es una de las obras fundamentales del arte contemporáneo. Los críticos se deshacen en interpretaciones y elogios de la obra de Marcel Duchamp, señalando las innumerables conjeturas que provoca y el muy particular proceso de elaboración. Duchamp era y quería ser lento, comenzó la obra en 1915 y suspendió su trabajo en 1926 declarando que definitivamente estaría inconclusa, aun así, en 1934 el artista publicó una guía para entender Gran vidrio. La obra, expuesta hoy en el Museo de Arte de Filadelfia, consta de dos hojas de vidrio con diversos elementos en medio y separada en dos partes, en la primera una mujer voluptuosamente se desnuda provocando a los amantes que están en la parte inferior. Para disfrute del artista la obra se quebró mientras la trasladaban y aunque la reparó, no lo hizo del todo, agradeciendo aquel detalle de ejecución que agregaba el destino. Bueno, todo esto dijo Duchamp que deberíamos ver. Y yo lo veo. No obstante, hay una obra que tiene origen en Gran vidrio y que causa a mi juicio más emoción, se trata de la Cría de polvo, una fotografía firmada en 1920 por el mismo Duchamp y su amigo Man Ray (Emmanuel Radnitzky); es una foto de larga exposición tomada precisamente a la parte inferior de Gran vidrio, después de que durante seis meses el polvo se hubiera ido posando lenta y persistentemente sobre ella mientras descansaba en el piso del taller de Duchamp. Sin duda Man Ray entendió mejor a Duchamp de lo que lo hemos entendido luego. El que Gran vidrio se hubiera cubierto de polvo y luego se hubiera quebrado, es parte integral de la obra. Todo al fin y al cabo terminará cubierto y convertido en polvo. Todo es apenas una cría de polvo.

Enrique Vila-Matas escribió que el polvo es la “la poesía de lo invisible”, la poeta norteamericana Jane Kenyon dijo que “el universo es polvo”, el uruguayo Felisberto Hernández imaginaba la memoria como un pueblo polvoriento y Borges supuso que hasta el polvo llegaría a ser polvo. Los miércoles de ceniza recordamos los cristianos que polvo somos y polvo volveremos a ser, o al menos lo recordábamos hasta que los curas decidieron cambiar las palabras del Génesis por alguna de sus cantaletas proselitistas.

A cada instante nos hacemos polvo, igual los animales, las plantas, las cosas; todo se va disolviendo lenta y persistentemente, sin afán, sin arrebatos, de manera tranquila, sin histeria, como quería Duchamp que sucediera el arte.

De niño quedaba absorto cuando veía en uno de aquellos rayos de luz que entraba en una habitación oscura, las partículas suspendidas, iluminadas, moviéndose a la deriva. Aún hoy me sucede, en ese instante uno puede sentirse dios observando el universo que da tumbos, así que uno sopla o mueve el aire con la mano, para ver cómo aquel polvo se revuelca enloquecido. Pero al polvo no le importa, tiene toda la eternidad por delante.

Como no importa nuestro afán neurótico por limpiar, por retirar aquellas motas que se van acumulando sobre nuestras cosas y las hacen ver diferentes. No importa nuestra pretensión de inmortalidad que refleja aquel prurito de limpieza y mucho menos la civilización que lo alienta bajo abstrusos y objetables pretextos sanitarios. Mucho menos que algunos seamos unos irredentos neuróticos que atormentamos, y nos atormentamos, con el deseo de tenerlo todo limpio y reluciente. En secreto, no obstante, pasamos un dedo por los lugares menos visibles, donde seguro encontraremos la prueba que deseamos, la presencia del polvo no retirado, y con el vestigio untado, nos lo llevamos a la boca.  

El 11 de septiembre de 2001, dos aviones fueron estrellados contra las Torres Gemelas de Nueva York, unas horas después las moles se vinieron abajo provocando una enorme nube de polvo que cubrió el sur de Manhattan durante horas. En minutos se hizo evidente, además grabado y teletransmitido al mundo entero, nuestra verdadera naturaleza. Pocos meses antes los talibanes habían dinamitado y hecho polvo los enormes Budas de Bamiyam construidos en el siglo V, se hizo entonces evidente la naturaleza del arte. Si alguien desde el espacio hubiera fotografiado cualquiera de los dos sitios habría dejado un testimonio parecido al que logró el hombre rayo, el surrealista y genial Emmanuel Radnitzky. Somos apenas los leves trazos hechos sobre un gran vidrio empolvado, además propenso a quebrarse.  


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