Una asturianina en Madrid
Cuando mi madre dejó su pueblo del concejo de Cangas del Narcea y se fue a vivir a Madrid tenía once años. Mi abuelo estaba cansado de pelear con las montañas, dentro y fuera de las minas, y por eso organizó el traslado a la capital. Allí se llevó a quienes más quería, mi madre y mi abuela, y las cosas que cupieron en las maletas. Lo que no pudo llevarse fue su aldea, que se quedó mirando desde lo lejos al Santuario del Acebo.
Los primeros tiempos de mi familia en Madrid no fueron fáciles. Mi abuelo no tenía trabajo, solo la promesa de uno de sus hermanos de que pronto le colocaría de camarero en una sidrería muy concurrida. Mi abuela, que había vivido unos años en Madrid antes de casarse y volver al pueblo, se puso a coser y a cantar. Lo de coser le daba algunos dineros, lo de cantar lo había por afición. Mi madre pudo entrar en un colegio de la zona de Chamberí y en sus primeros días de clase sufrió las burlas de otras compañeras.
-¡Mirad, allí está la paleta! -gritaba siempre al verla una niña rubia, con trenzas, algo mayor que mi madre. La niña y sus amigas corrían entonces. Formaban un corro alrededor de mi madre y la empezaban a insultar:
-¡Paleta! ¡Paleta! ¡Paleta!
Mi madre permanecía quieta dentro del corro. Dolorida pero sin soltar ni una lágrima. No dijo nada de lo que le estaba pasando ni en casa ni en el colegio. Aguantó la primera semana aquellas burlas y el domingo, en la misa de doce, se fue a confesar:
-Padre -le dijo al cura cuando le preguntó-, yo todavía no he pecado, pero el lunes voy a pecar.
-¿Qué va a pasar el lunes?... No se puede pecar, niña y, menos, sabiendo que se va a pecar.
-Pues yo lo siento mucho, padre, y que Dios me perdone, pero el lunes voy a pecar.
Se levantó, respiró el olor de las velas y se alejó del confesionario.
El lunes mi madre fue al colegio con su uniforme, con su olor a colonia y con su cartera. En la hora del recreo, la niña rubia volvió a insultarla.
-¡Mirad, la paleta! -gritó.
Y se acercaron las mismas de siempre para rodearla. Pero, antes de que lo hicieran, mi madre agarró a la rubia por las trenzas con una mano, la tiró al suelo y la arrastró por el patio. La niña rubia empezó a chillar y a llorar, y algunas de sus amigas también chillaron y, sin dejar de hacerlo, corrieron a buscar a una de las monjas. La monja, que era la más joven del colegio, al ver lo que estaba pasando se acercó alarmada a mi madre.
-Pero, ¿qué estás haciendo? Suéltala.
Mi madre soltó las trenzas de la niña y, ella, lloriqueando y asustada, se levantó y se abrazó a la monja.
-Esta niña y todas sus amigas -dijo mi madre con su acento ligeramente cantarín- me llevan insultando una semana. Me rodean y me llaman paleta. Yo no soy una paleta, madre Mercedes, yo soy una asturianina en Madrid. Y en mi pueblo, aunque somos pobres, me enseñaron lo que era la dignidad y el respeto.
-¿Es verdad eso? -preguntó la monja a la chica rubia y a sus compañeras-. ¿La habéis estado insultando?
-Es mentira, madre Mercedes -dijo una de las acosadoras-, es esta paleta la que nos insulta a nosotras.
La madre Mercedes tomó a mi madre de la mano y pidió a las otras niñas que la siguieran. Al entrar en un aula la monja colocó a mi madre en la tarima, junto al encerado, y ordenó a las niñas que, una a una, se acercaran a mi madre y la pidieran perdón. Las muchachas se miraron entre ellas, miraron a la niña rubia, y ninguna quiso hacerlo.
-He dicho que vengáis hasta aquí, una por una, y pidáis perdón.
Las alumnas se volvieron a mirar pero no se movieron de su sitio.
-Está bien -dijo la monja-, vamos a secretaría. Seguidme.
La monja tomó otra vez a mi madre de la mano, se encaminaron hacia la secretaría y el resto de las muchachas las siguieron por el pasillo. Al llegar a la secretaría la madre Mercedes agarró un cuaderno y se acercó al teléfono que había en la pared. Pasó las hojas hasta encontrar el número que estaba buscando.
-Pilar Orejas, ven -dijo la monja-. Acércate aquí y marca el número de teléfono que te voy a dictar.
La muchacha rubia de las trenzas se acercó al teléfono, se subió a un pequeño taburete y comenzó a marcar los números. Cuando acabó de hacerlo, miró a la monja horrorizada.
-Pero, madre Mercedes -dijo-, ¡este es el teléfono de mi casa!
-Claro -afirmó la monja-. Ahora, cuando se ponga tu madre, dile lo que habéis hecho.
Pilar Orejas se puso a llorar. La madre Mercedes colgó el auricular y preguntó:
-¿Vas ahora a pedir perdón?
-Sí, madre Mercedes -balbuceó lloriqueando. Y entonces la niña miró a mi madre y dijo:
-Perdóname, paleta.
-Me llamo Angelines -dijo mi madre.
-Perdóname, Angelines.
-Te perdono.
-Perdónanos, Angelines -gritaron a coro el resto de compañeras.
Mi madre las perdonó.
-Podéis salir. Iros ya a vuestras clases -les ordenó la monja.
Las muchachas fueron saliendo de la secretaría cabizbajas y con los ojos humedecidos. Luego la monja pidió a mi madre que aguardara un momento. Mi madre la miró a los ojos.
-Angelines -dijo la monja cuando ya estaban solas-, si vuelve alguien a insultarte, cuéntamelo a mí, por favor, no te tomes la justicia por tu mano. ¿Me lo prometes?
-Se lo prometo, madre, se lo prometo… ¿Puedo pedirle yo una cosa a usted?
-Según qué cosa... Dime.
-¿Puedo hablar con alguien por teléfono?... Es que yo nunca he tenido teléfono y quiero saber lo que se siente al oír voces que vienen de lejos.
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Foto: Puente colgante de Cangas del Narcea
Periodista creador de contenido
4 añosBuen día amigo Pedro. Gracias por compartir ese hermoso relato. El hombre y su entorno, son la mejor universidad del conocimiento. Un excelente día !!!