Una nueva individualidad

Una nueva individualidad

Si hay un concepto al que acudimos con asiduidad para explicar todos nuestros males actuales es el del individualismo. Nuestra sociedad moderna ha instalado en su inconsciente colectivo una idea de individualismo que lo liga, de manera casi absoluta, con un exceso de apego hacia el interés propiamente personal en detrimento de lo comunitario. Una hipertrofia de la individualidad que se asemeja más a la santificación del ego que a otra cosa. Ciertamente sería más conveniente hablar de una sociedad egotista que no de una sociedad individualista.

El egotismo supone dar una importancia excesiva a nuestro propio yo y a todo aquello que nos sucede. Un ‘yo mí, me, conmigo’ donde la mirada de la persona se encastilla en sí misma y donde el prefijo ‘auto’ domina su tiempo y su vida. El egotismo supone que la persona usa el mundo en su beneficio, lo instrumentaliza para lograr sus propios objetivos y hace de lo que le rodea el escenario secundario de su particular película en la que solo hay un protagonista, el ‘yo mismo’.

Esto nos conduce a confusiones que yerran los diagnósticos. Detengámonos, por ejemplo, en una de las cantinelas que escuchamos sin cesar, esa de que el ser humano posee un déficit de atención y de que dicha atención es ahora el oro de nuestros tiempos. ¿Es el ser humano moderno un ser de atención disminuida? Yo diría que no. Nuestro capital de atención sigue estando ahí, no ha desaparecido. Dicho capital siempre ha tenido dos caminos que atender, el externo y el interno. Lo que ocurre es que ese equilibrio está sumamente alterado. Primeramente porque, y en eso no falla el diagnóstico, existen muchos más señuelos e impactos exteriores en cantidad y cualidad que provocan una dispersión de la atención. Pero esto no nos debe conducir a olvidar la otra causa, que no es otra que atendemos poco a lo que está afuera porque prestamos una sobre atención a nuestro propio yo, a nuestro ego. La práctica del egotismo nos hace estar pendientes de nosotros en demasía, a enredarnos abundantemente en nuestro universo ‘auto’ y particular, y a prestar menos atención a lo que sucede fuera.

Sustituida la perspectiva y la mirada pausada y curiosa hacia el exterior por una reconcentración en nosotros mismos, nos envolvemos peligrosamente en nuestros micro universos y terminamos por no encontrar oxígeno, por asfixiarnos en el ‘mí mismo’. La ausencia de una mirada y una atención hacia el exterior provoca una deformación y amplificación de todo aquello que nos sucede. Ese egotismo nos lleva a medirnos en absolutamente todo (y en eso las tecnologías contribuyen furibundamente), a ser juez y parte con lo que tiene ello de peligroso, y a mirar al exterior tan solo para competir y buscar un cierto patrón de comparación en algunos casos, o para rendirnos a lo masivo y hacernos parte del rebaño para descansar de nosotros mismos, en otro.

Somos una sociedad más egotista que individualista. Aún así, contando con esa deformidad del término, conviene caminar hacia un entendimiento diferente de la individualidad, y para ello resulta estimulante acudir a lo etimológico. Individuo no es más que una derivación de lo que es indivisible, de lo que representa un todo. Pero ese todo no debe entenderse como la autosuficiencia de uno mismo consigo mismo. Por el contrario, dado que somos individuos, somos todo, y ese todo incluye nuestra relación con el otro y con lo otro, con las personas y con el entorno que nos rodea, en el que habitamos y donde nos desplegamos. La individualidad es tanto ser uno solo como ser con el otro. Ya decía Aristóteles que la persona es tanto como ‘co-es’. La existencia es coexistencia. El egotismo olvida la comunidad y su exterioridad, no comprende ni respeta lo común, sino que lo anhela todo para sí. La individualidad, en cambio, aspira al todo, lo que implica tanto existir como coexistir, tanto ser y ‘co-ser’. La nueva individualidad debe aspirar a que ser individuo es ser uno mismo, y ser con los demás y para los demás, no ser uno mismo para sí mismo y consigo mismo.

Decía Bertrand Russell que toda desgracia proviene de alguna clase de desintegración. En concreto, hablaba de dos desintegraciones, la del inconsciente y el consciente en el interior del ser humano, y la de la persona con la sociedad en la medida en que no está unida por la fuerza de los intereses y los afectos verdaderos. La nueva individualidad ha de aspirar a la integración interior entre lo consciente e inconsciente (en la medida de lo posible) y a la integración exterior entre la persona y la sociedad, potenciando una mirada más olvidada del ‘mí mismo’ y más centrada en todo lo que el mundo ofrece fuera de nosotros. De esta manera, y volviendo a Russell, podremos ser felices sintiéndonos parte de la corriente de la vida, y no una entidad fríamente separada como una bola de billar que no tiene más relación que la de chocar con las otras bolas.

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