Ventanas a la Historia
Dentro de un territorio, antaño relevante, el de Berlanga, cuyos polvorientos caminos vieron pasar, en aquellos lejanos tiempos en los que las grandes gestas fueron el preludio a lo más épico de la Literatura medieval, a personajes singulares, que, de una u otra manera, quedaron definitivamente asociados a esa misma España, que ya, desde tiempos protohistóricos, pero recordados en el alba de la Mitología, había asistido, impotente, al paso de ese metafórico ‘fondo buitre’, cuyo nombre, Hércules para unos y Heracles para otros, viendo cómo manos extranjeras, robaban impunemente, cuando menos, dos de sus grandes tesoros nacionales: las manzanas de oro del Jardín de las Hespérides y los fabulosos bueyes de Gerión. Caminos de insólita trascendencia, que además, en vísperas de ese temido y apocalíptico Año Mil, fueron testigos del terror dibujado en los rostros de unos paisanos que asistían, no menos impotentes, al paso liberal de unos ejércitos, los de Almanzor, que, siguiendo los dictados de la política de toda razzia o incursión, rapiñaban también todo cuanto encontraban a su paso o a la presencia, camino del destierro, de buenos siervos para tan malos señores, como como ese poderoso brazo mercenario conocido como Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, vieron elevarse, en lo más alto de sus colinas, genuinos ejemplos de Geometría Sagrada, cuyas hermosas galerías porticadas, todavía mantienen esa máxima poética de Verlaine, viendo la vida pasar con monótona languidez.
Uno de tales ejemplos, situado en un pequeño valle circundado de colinas en las que milenios atrás, arévacos y pelendones martirizaban a los poderosos ejércitos romanos con escaramuzas y tácticas de guerrilla, lo tenemos en un pequeño pueblo, de nombre Aguilera y una iglesia, por supuesto, románica, que, dedicada a la figura de San Martín, el de Tours -aquél, que según la Leyenda Dorada de Santiago de la Vorágine, repartió su capa con un pobre y el mismo, casualmente, que, avergonzado por haber participado en el primer crimen político de la Iglesia, la condena a muerte del disidente Prisciliano, cuyos restos no son pocos los historiadores que consideran que son, en realidad, los que descansan en la catedral de Compostela, se retiró a una vida eremítica y de contemplación- todavía mantiene la atención acerca de sus posibles orígenes templarios, mientras que, a través de las ventanas formadas por los inmutables arcos de su pequeña galería, dos mundos, el terrenal y el espiritual, confluyen en una pausada belleza, que recuerda, sin embargo, las singulares premisas de otro poeta, inequívocamente surrealista, Eluard, cuando decía que hay otros mundos, pero están en éste.
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