Y EL HOMBRE CREO A DIOS...
Las cosas no iban bien para la humanidad. Desgraciadamente, pocas eran las personas lo suficientemente despiertas como para entender que, si todo seguía igual, se estaba acercando el desastre. La lucha por el poder, la codicia y la indiferencia ante el sufrimiento ajeno se habían convertido en parte de la vida cotidiana. El mundo avanzaba hacia un colapso inevitable, una decadencia moral y espiritual que ponía en peligro no solo la existencia individual, sino el destino de la especie entera.
Y entonces, en medio de esa oscuridad, el hombre, en su desesperación y en su ansia de significado, decidió crear a Dios.
No fue un acto consciente en el sentido tradicional, no una creación material como esculpir una estatua o levantar un templo. Fue una construcción interna, un recurso para darle sentido al caos que lo rodeaba. El hombre necesitaba algo en qué creer, algo que pudiera guiarlo cuando sus propios pasos lo conducían a la autodestrucción. Así nació Dios, no como un ser tangible o definido, sino como una fuerza invisible, una proyección de sus propios deseos de justicia, bondad y redención.
La búsqueda de lo trascendente
La creación de Dios no era un acto egoísta, sino un grito desesperado por encontrar orden en el desorden, un deseo profundo de entender el propósito de la vida más allá del sufrimiento terrenal. Ante la imposibilidad de aceptar que todo fuera pura casualidad, que la vida comenzara y terminara sin significado, el hombre dotó a Dios de atributos divinos: omnipotencia, omnisciencia y misericordia. A través de Él, podía encontrar esperanza, paz y, sobre todo, una explicación para el dolor y la muerte.
Dios, entonces, se convirtió en el espejo donde el hombre proyectaba sus aspiraciones más nobles, sus preguntas más íntimas y sus miedos más profundos. Era la respuesta a las incógnitas que la razón no podía resolver. Sin embargo, esta creación tenía sus matices. Dependiendo de la cultura, el entorno y las experiencias colectivas, Dios tomaba diferentes formas y personalidades. A veces era amoroso y protector, otras veces severo y vengativo, pero siempre, en su esencia, era un reflejo de la humanidad.
El peligro de la creación
Pero como ocurre con todas las grandes invenciones, el concepto de Dios también trajo consigo peligros. Una vez que el hombre creó a Dios, otros comenzaron a tomar control de esa idea, usándola para sus propios fines. Se crearon reglas, doctrinas y dogmas que definían cómo debía ser adorado, qué era correcto y qué era pecado. Los líderes espirituales y políticos vieron en Dios una herramienta poderosa para gobernar y someter a las masas, y poco a poco, lo que comenzó como una búsqueda de trascendencia se transformó en una herramienta de control.
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La idea de un Dios que amara a todos fue distorsionada por quienes buscaban poder. Se esculpieron imágenes de un Dios vengativo, que exigía sacrificios y lealtad ciega. Las guerras se libraron en su nombre, y la humanidad, en lugar de encontrar la paz que tanto anhelaba, se sumergió en conflictos aún mayores. La creación que había sido una luz en la oscuridad se había convertido en una sombra que oscurecía el horizonte.
¿Es posible un Dios sin fronteras?
Con el paso del tiempo, el hombre comenzó a cuestionar su creación. ¿Era Dios un ser separado y distante, o simplemente un reflejo de la consciencia humana? ¿Era necesario un intermediario entre el ser humano y lo divino? Poco a poco, surgieron voces que pedían una vuelta a la simplicidad, a una espiritualidad que no dependiera de estructuras rígidas ni de normas impuestas. Un Dios sin fronteras, un Dios que habitara en cada ser humano, en cada rincón del universo, sin pertenecer a una única religión o creencia.
La humanidad, en su evolución espiritual, se dio cuenta de que Dios, tal como lo había creado, no estaba fuera de ella, sino dentro. No era un ser distante, sino una fuerza viva que fluía en cada vida, en cada ser. Y así, el hombre, que una vez creó a Dios para darle sentido al caos, entendió que siempre había estado buscando dentro de sí mismo.
La verdadera búsqueda
Y entonces, la humanidad se enfrentó a la realidad de su propia existencia. Dios, como concepto, fue la chispa que encendió la búsqueda de algo más grande que ella misma, pero la verdadera lección no estaba en el cielo ni en los textos sagrados. Estaba en el reconocimiento de su propia divinidad, en la capacidad de cada ser humano de ser fuente de bondad, compasión y amor.
El verdadero reto no era adorar a Dios, sino reconocerse como parte de ese todo que un día imaginó. ¿Y si el Dios que creó no era más que un reflejo de su mejor versión? ¿Y si, al final del camino, la única forma de trascender era asumir que el poder de crear y destruir, de amar y sanar, estaba dentro de sí misma?
El hombre creó a Dios para sobrevivir al caos, pero descubrió que, en realidad, su divinidad era el reflejo de su propia búsqueda de paz y armonía.