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Periodista
Albert Garrido
Albert GarridoPeriodista
El Congreso convierte el griterío en costumbre
Los modos y el léxico en los debates del Congreso resultan cada sesión más descorazonadores, más alejados de lo que se espera de cargos electos con funciones específicas, que se muestran desorbitadamente crispados frente a una opinión pública que tiende a cambiar de canal cuando asoman por la televisión o que busca una emisora menos corrosiva cuando vociferan por la radio. La sesión de este miércoles último ha sido un compendio de muchas de las razones que abren una fosa entre la mayoría de los ciudadanos y sus representantes en el Parlamento. No se desarrolla la vida cotidiana en ese ambiente de irritación extrema, sino más bien en un estado de ánimo general consciente del alcance de los problemas, pero que desconfía del griterío ensordecedor que todo lo invade cuando cualquier asunto que se debate da para prodigarse en peroratas y gestos desbocados.
No por mucho madrugar amanece más temprano, certifica el dicho popular; no por mucho gritar se tiene más razón, cabe afirmar adaptándolo al caso o patología política en progresión ascendente. Maurice Couve de Murville, un ministro francés de Asuntos Exteriores (1958-1968) que no andaba falto de energía, manifestó muchos años después de dejar el desempeño político que desconfiaba por principio de quien hablaba a voces. La desconfianza procedía de su convencimiento de que es el arma o la treta de quien carece de argumentos o no es capaz de sistematizarlos, de ordenarlos.
Uno. Cuando el diputado del PP Miguel Tellado sacó un cartel con la fotografía de doce socialistas asesinados por ETA, y sus vecinas de escaño a derecha e izquierda sonrieron, ¿procedió tras larga reflexión o actuó de acuerdo con instintos primarios, realmente inapropiados? ¿Comprende que la hija de Ernest Lluch o la de Juan María Jáuregui sientan y lamenten que se politiza la tragedia vivida, la pena insuperable? ¿Vale todo para ocultar una metedura de pata del partido, que aprobó la reforma de una ley con la que está en desacuerdo, quizá porque no la leyó o lo hizo apresuradamente, en diagonal, para ocupar el tiempo cuanto antes en argumentarios hirientes, exentos de ejemplaridad, tan abundantes?
Hubo otras situaciones que indujeron el miércoles preguntas sin respuesta. ¿Qué sentido tiene la performance preparada por los conservadores para poder aplaudir en mitad de la sesión a Mari Mar Blanco cuando entró en el hemiciclo en mitad de la sesión? ¿A ese extremo hay que llegar para sacar el máximo partido al pasado dramático de la existencia de ETA, de más de 800 asesinatos, de los secuestros, de la fractura que provocó todo aquello? Añádase la declaración sin sonrojarse de Isabel Díaz Ayuso y se completa el cuadro escénico de voces altisonantes: “ETA está más fuerte que nunca”, afirma la presidenta del Comunidad de Madrid (la banda se extinguió hace trece años). La reacción del escritor Juan José Millás fue de una elocuencia reseñable: “La idea de Díaz Ayuso de que 'ETA está más fuerte que nunca' no obedece, se mire por donde se mire, a la realidad. Debe de ser por tanto la expresión de un deseo repleto de nostalgia". ¿Necesita el PP animar el voto mediante la invocación taumatúrgica de ETA y la remisión sistemática a las víctimas del terrorismo, a sus organizaciones y sentimientos?
Entre tanto, aquello que realmente importa, la oportunidad, alcance, justificación y consistencia de la reforma legal, quedó minimizado o fuera del debate. Y eso es lo que realmente debió haber importado el miércoles y orientado la discusión: la parte jurídica y los aspectos morales de la aplicación de una norma que no requiere el arrepentimiento de condenados por crímenes gravísimos. De eso debió haberse hablado largo y tendido, no tanto de la intervención de Bildu y el acuerdo del PNV con la reforma. Siquiera sea porque Bildu es una entidad política legal, debidamente registrada, con diputados elegidos democráticamente y que desempeña -a unos les gustará menos que a otros- un papel en el Congreso habida cuenta la inestabilidad de la mayoría armada por el PSOE a partir de la votación de investidura. Es sin duda legítimo adentrarse por ese terreno, es incluso necesario hacerlo, pero sin soslayar aspectos capitales como la conveniencia o no de evitar una disolución anticipada de las Cortes, como la conveniencia o no de articular un cordón sanitario alrededor de Vox con participación del PP, más otros apartados o requisitos éticos que tienen el extraño poder de enrarecer el aire en el Congreso.
Dos. Es muy difícil despegar la ruta seguida por la coalición gobernante de la existencia de Vox y la posibilidad de que en una elección futura el PP precise sus diputados para completar la mayoría de investidura, quién sabe si seguido de su incorporación al Gobierno. Es muy difícil considerar la intromisión del neofranquismo en la política como un episodio más del cambio de mayorías y minorías característico de la democracia. Cuando se debate algo tan trascendental en el debate político europeo como la gestión de los flujos migratorios y Santiago Abascal enfoca el asunto en términos abiertamente xenófobos, ofrece al auditorio un anticipo de los propósitos que lo animan. “Métanlos en sus casas si son tan humanitarios y tan filántropos”, dijo Abascal en el Congreso con relación a los menores extranjeros no acompañados. Nadie en las filas del PP pidió la palabra para desautorizarlo. Solo Pedro Sánchez salió al quite: “Los españoles somos hijos de la inmigración, no vamos a ser padres de la xenofobia”.
Hace unos años, durante el descanso de mediodía de un curso de verano, uno de los participantes dejó dicho que el primer deber de los allí reunidos era ser “militantes activos contra el racismo”. Un nacionalismo mezquino e inhumano, fruto en parte de la siembra de Donald Trump durante su presidencia y de la incapacidad europea para encarar el problema, ha hecho de los flujos migratorios un arma política de primer orden, un desafío que remueve las conciencias. Se han cometido y se cometen en España errores de bulto en ese complejo asunto en el que se cruzan razones económicas, de herencia cultural, de reparación histórica, quizá desequilibrios lacerantes, pero el gran riesgo es que ganen adeptos eslóganes como los de Santiago Abascal: se trata de una invasión que hay que combatir.
A primera vista, nada tiene que ver el discurso de Abascal con la reforma legal que ha puesto al PP en un grito, pero sí está relacionado, salvo que las encuestas se equivoquen y el PP y VOX no sumaran mayoría si pronto se convocaran elecciones. La situación en Canarias es ciertamente insostenible; según qué arengas son inquietantes. La reforma legal que beneficia, entre otros, a presos de ETA, es discutible; la amenaza de una regresión moral pone en riesgo la decencia del sistema.
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