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Federico, contra todos, sobre todos

Bahamontes introdujo en el vocabulario de los españoles palabras como Tourmalet, Puy de Dôme o Parque de los Príncipes, que invitaban a la ensoñación maravillada

Carlos Arribas
FEDERICO MARTÍN BAHAMONTES
Federico Martín Bahamontes, en una imagen de una entrevista realizada en 2008 y cedida por el fotógrafo Timm Kolln.Timm Kolln

Federico era una fuerza de la naturaleza, como los torrentes, como los volcanes, como los rayos y los truenos. Se lo decían sus compañeros, si yo tuviera tus piernas, Federico, le decía Amalio Hortelano después de disputar una americana en el velódromo del Palacio de los Deportes de Madrid, en la que ni Poblet ni Bover, los más grandes en la pista, pudieron cogerles una vuelta. Querían sus piernas, sus cuádriceps, un lingote de acero, duro, duro, protuberante bajo la espuma de los pantaloncitos, querían sus músculos, no querían su cabeza, caprichosa, tan testarudo era. Tan aquí me quedo y no me muevo, y no había quién le convenciera, tan hija del hambre y de la picaresca, del negocio rápido, del estraperlo, de la necesidad de comer gato y creerlo liebre. Pero qué difícil es hablar contigo, Federico, le decía Julito Jiménez, qué difícil es hacerte ver que algo que me vaya bien a mí no tiene por qué irte mal a ti. No le hacía caso a Julito, Federico, solo a Fausto Coppi le creía y le seguía. A Coppi que fue a ver cómo corrían los galgos las liebres, y a comerlas el invierno de 1959 en los barbechos de la Sagra.

Trepando a tumba abierta. Obedeció a Coppi que le dijo, no seas simple, Federico, no seas rácano, que tu ambición, tu ambición grande, despierte, olvídate de fruslerías como esa costumbre de ser solo el rey de la montaña, tú tienes que ser el rey del Tour. Tú serás el rey del Tour.

Cuando envejecemos nos hacemos cebolletas, hurgamos en la memoria, buscamos en nuestra vida hechos que creeríamos excepcionales, únicos, acciones que nos hacían creer distintos a la masa y que una vez recordadas nos permiten admitirnos, pensar que algo hemos hecho que justifique nuestro paso por la tierra. A algunos, ese ejercicio nos cuesta un infinito, y nos conformamos con una anécdota ridícula que nos repetimos y repetimos; para otros, para genios como Federico Martín Bahamontes –nacido Alejandro en una caseta de peón caminero, quedó como Federico para todos y para la historia porque un tío gracioso empezó a llamarle Fede por capricho y con Fede se quedó– dar con acciones únicas era tan sencillo como respirar. La excepción fue su vida, y la nuestra de seguidores y admiradores, y su memoria fue la nuestra. Aunque el del recuerdo de sus hazañas se había convertido en su ejercicio favorito, no lo necesitaba siquiera: ya nos acordábamos todos de su helado en la Romeyère, de su Puy de Dôme, de su vuelta de honor en el Parque de los Príncipes, de sus duelos con Charly Gaul, de sus riñas con Loroño, del rítmico balanceo de sus hombros erguidos escalando el Tourmalet, de su cabezonería de niño rebelde y consentido sentado en una cuneta del Tour con el brazo y el orgullo doloridos, de su negativa a seguir pedaleando aunque Luis Puig, el técnico y federativo que llegó a ser presidente de la Unión Ciclista Internacional, le exigiera que volviera a la bicicleta y que lo hiciera por Franco, que había convertido España en un cuartel, a sus ciudadanos en súbditos, al orden militar en la única ley, o que lo hiciera por Fermina, que era su vida.

Bahamontes empezó a morir el día que murió Fermina, su Fermina, la Fermina de la que toda España habló el 18 de julio de 1959, tan elegante ella, con su vestido confeccionado por la mejor modista de Toledo en la tribuna del Parque de los Príncipes. Ella, la mujer del primer español que ganaba el Tour de Francia. A ella le entregó el ramo de flores del ganador y de ella, de su ausencia, se acordaba Bahamontes el día de mayo de 2018 en el que inauguraron en las alturas de su Toledo el monumento que tanto tardó en erigir su ciudad. Fermina estaba en el hospital ya, y Federico se acordó con su ironía mordiente. “He tenido que esperar más para tener este monumento que para poder casarme con Fermina, y entonces tuve que esperar siete años”, dijo. “Y, encima, desde que me dijeron que me hacían la estatua hasta ahora han pasado dos años...”

Antes de decirle ni una palabra a aquel que se acerca a charlar con él, Bahamontes le estrechaba la mano, no tanto para saludarle educadamente como para medírsela. La mano, explicaba mientras apretaba con la suya enorme, es el espejo del alma, las manos hablan, para ser ciclista hay que tener manos grandes, para ser algo en la vida, para triunfar con las mujeres… Sonreía pícaro después –Federico, el Picador, le llamaba Poulidor—y se extendía platicando sobre lo malo que era el sexo en las carreras, sobre cómo cosía la bragueta de su pijama para huir de las tentaciones solitarias las noches de Tour. Examinada la mano, Bahamontes miraba fijo en los ojos a su interlocutor, y le medía la pupila, su dilatación. Ay, los estimulantes, exclamaba él, que se dopaba con carajillos, tés y galletas María, qué malos. Mírame a mí que sano y fuerte estoy, y tenía entonces 79 años y andaba tieso como un palo, y todos mis rivales ahí están, criando malvas, Gaul, Anquetil, Bobet… A todos les sobrevivió.

Fermina, Tourmalet, Puy de Dôme, Parque de los Príncipes, y la Puerta Visagra como sinónimo del mayor honor posible… Bahamontes introdujo en el lenguaje cotidiano de la España de los 50 y de los 60 palabras que no lo han abandonado nunca, ni su significado épico, solitario, de hazaña insondable, sugerentes de ensoñación maravillada. Y ninguno de los chavales nacidos en los años 40, que hoy le lloran y recuerdan, y a todos los que les quieran oír les dicen, él, Bahamontes, fue mi primer ídolo deportivo, ha olvidado esas palabras. Bahamontes las clavó en su memoria en una España pobre y hambrienta, como muchos años más tarde abrió los ojos a tantos sobre la verdadera historia de España cuando empezó a soltar la lengua y a contar su hambre, sus años en Madrid durante la Guerra Civil viviendo todos, sus padres y sus tres hermanas y él en un carro, su padre en el paredón salvado en el último minuto –”Yo he visto con nueve años cómo cogían a mi padre y le querían matar contra la pared”, recordaba. “Aún recuerdo aquella escena, mis hermanas agarrándole del pantalón mientras lloraban”–, su padre, peón caminero construyendo la carretera de Ocaña con prisioneros republicanos castigados a trabajos forzados, derrotados, su estraperlo, su bici cargada con verduras del mercado por la cuesta de Zocodover. Antes de ser para siempre el Águila de Toledo.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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