Atrás

Atrás

Él antes se creía una persona más feliz. Si mira atrás cree recordar que no sentía la tristeza con tanta facilidad. No se sentía ofuscado, confuso o impotente. Antes era mucho antes y nada le creía dar miedo. No poseía tanta información delante y detrás de sus ojos, o a la izquierda y derecha de sus oídos. Él antes era solo él y con él no existía el conflicto. Antes era muchísimo antes y poco le hacía llorar o gritar de ira o impotencia. Lo intentaba con películas lentas bajo una manta cogiendo con fuerza la mano de la que entonces era su pareja, pero nunca lo logró. Él se creía ser un hombre alegre, aunque tímido, pleno, y se gustaba todo para sí mismo. Y en su rareza atesora la confortabilidad. No dudaba de él, ni de la existencia de su corta vida, ni del amor, tampoco del sexo, no juzgaba sus actos, sus palabras, nada le mordía la conciencia, y no valoraba las consecuencias. Él era él en todos los espejos. Antes, en ellos, hallaba sus ojos muy abiertos, la piel suave y estable bajo los párpados, el pelo rizado y largo, ninguno blanco, la barba dura, espigada y cubriéndole gran parte del cuello, la voz lenta, muy leve, tanto, que en ocasiones apenas podía escuchársele, y bajo los hombros, su pequeño cuerpo delgado. Y en esa felicidad aparentemente irrompible, un viernes temprano, el suelo de su casa se derrumbó, él se fue, no hizo una caja, cogió un avión, un tren, y desapareció. En el regreso nada de lo que había dejado atrás continuaba en su lugar.

Ha cumplido cuarenta y siete años. Ahora tiene una próstata débil, se afeita a diario, le ha crecido una leve barriga aproximándose al botón del pantalón vaquero que compró roto a la altura de ambas rodillas, y las entradas en su cabeza dejan ya adivinar el cráneo entre un pelo cano y débil. Se desabrocha, se sienta y se piensa en la taza del váter desde dónde ve una visión desconocida de su pene. Atrás, los pasos están, los ve, marcan su camino, su vida, pese a que a veces están muy borrosos, continúan. Delante, no hay pasos, y ese papel en blanco le aterra.

Vive en un piso con ella y ella con él. Lo compraron hace un año y tiene vistas a un tercio de la ciudad. Los pájaros en ocasiones se estrellan contra las ventanas del salón. Le relajan las palomas colgadas en las placas solares del vecino. A veces piensa en la hipoteca, en los hojas grapadas y firmadas en una carpeta azul en la que ella escribió ‘casa’. Lo hizo en minúscula. Otras recuerda el nudo económico y el exceso de manos atadas a ese contrato. Cuando siente ese calor quemándole el tórax bebe una copa de vino. Luego observa y no habla. Apaga el cigarrillo en una pequeña maceta de barro y cierra la ventana. Dentro cada mes hay más muebles y menos espacio. A ella le gusta el café con leche de almendra, primero la leche, después el café. Tres de azúcar en la cuchara pequeña, la que tiene una marca. A él le gusta verla sonreír. En su habitación, en la mesilla, sigue dejando tres libros que quiere leer y no lee. Uno gordo, dos finos. Cada mañana, apresurado, se cepilla los dientes, se mira al espejo y encuentra sus labios cuarteados en el reflejo. En ese instante, siente mucho dolor. Menos diez.

Baja dos escaleras desde su octavo piso. Pisa el tercer peldaño y cruje. Se sostiene con sus dedos sujetando la barandilla. Todos los movimientos los hace con extraña prisa. Regresa, coge las dos manos de sus dos hijas, seis y nueve, las detiene y las coloca en firme. Obedecen. Con destreza gira en tres ocasiones la cerradura, enciende la alarma, comprueba las llaves del coche y la cartera en su abrigo. A todo le da el visto bueno. Mira con detalle a las dos pequeñas, inquietas pero que aún permanecen en paralelo. Las examina. La colocación del pelo, la rectitud de la mochila, y vigila que ahí todas y cada una de las cremalleras estén bajadas, los cordones atados, se acerca al aliento, y en ese momento siente cómo le vibra el teléfono. En el reloj de su muñeca ve al culpable, y la hora, y el tiempo escaso y la mirada impaciente de ellas dos en el rellano, junto al felpudo, hablando sin descanso, impacientes e inocentes, pero quietas. Sube los tres escalones, saca la llave de la puerta, e invita a sus hijas a bajar, que de inmediato saltan, se sujetan, se empujan en cada uno de los escalones, y gritan. Él con suma educación e histeria también lo hace. ¡Cuidado! Ellas son felices. ¿Lo son? Le vuelve a vibrar el pantalón.

Sostiene el volante, enciende la radio y observa la edad de sus dedos, las uñas sin cortar pero limpias, los pelos ondulados en las falanges, y en definitiva, piensa, abandonados, inútiles, y atados a la suavidad de un círculo que en ocasiones ya no sabe sostener sin que esas uñas queden marcadas en las palmas de sus manos. En la acera aún continúan los padres y madres hablando, los niños que llegan tarde, los coches aparcando y arrancando, y la lluvia, ajena, cayendo en la luna delantera de su vehículo.

-Dime.

-¿Todo bien?

-Todo bien.

-¿Y tú?

-También.

-¿Dónde estás?

-En la puerta del colegio.

-¿Qué vas a hacer?

-Volver…

-¿A dónde?

Responde a casa. Le gustaría dar otra respuesta. Atreverse a decir a ningún lado, al pasado, al final de sus días, al inexistente cielo, al interior de sus bragas, a una playa desierta, al bar de la esquina, o al comienzo de todo. Pero la verdad es que no tiene ni idea, y sin embargo, como un eco, antes de colgar, repite, a casa. Cuando quita la radio y la música vuelve a sonar en el coche sube el volumen. No sabe cómo ha llegado a esa plaza de aparcamiento, a la compra de ese vehículo que apenas le permite infringir la ley ni un poquito, a elegir la ropa que ha elegido, o a la necesidad de apoyar con fuerza la mano entre sus piernas para que pierda fuerza la erección que le provoca la voz de su mujer. Cada vez que la oye. Si se lo pidiera, haría el amor con ella mil y una vez y tendría dos hijas más en ese octavo piso lleno de muebles. Baja la palanca del intermitente, le sobresalta un claxon, responde con el suyo, frena, acelera, frena, sale y se incorpora. Atrás queda mañana.

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