Ruinas
Fotografía: Bruce Davidson

Ruinas

Blog El hombre mudo.

La ropa me rodeaba por el suelo, mojada, de contados de colores y dos únicos tamaños, entre tablones de maderas incompletos, también piedras, muchos cables como lianas, y varas de hierro que una vez lograron sostener los muros. Él y yo, los únicos dueños de esa casa, estábamos de pie, él desnudo por completo, yo con un viejo calzoncillo blanco y una camiseta de tirantes azul. Llovía a cántaros, las nubes escondían los únicos tejados en pie, y en los árboles aún con hojas se refugiaban los pájaros. Junto a los escombros, la calle, intacta, se alineaba repleta de pequeños charcos. Y en medio de aquella dantesca escena, empapados, en lo que antes era nuestra habitación, nosotros dos. No nos dijimos una palabra, no nos miramos, ni al cuerpo ni a los ojos, solo nos quedamos de pie observando cada uno de los detalles de nuestra casa en ruinas. Era miércoles, enero y 2007. Entonces yo tenía la piel suave, el pelo rubio y largo, y podía soportar casi todas las inclemencias físicas y mentales.

La primera piedra de nuestro hogar era cuadrada y figurada. La perdí la mañana de sábado que me abofeteó por abrir la puerta del cuarto y reclamarle de una vez por todas su atención. El anillo me rajó la mejilla, y tres horas después le rogué perdón. A él le conocí en un menudo bar de un pueblo alejado de la ciudad repleto de turistas que, con sus cámaras, trataban de sacar la mejor foto al único atractivo de la plaza. Era un otoño de 1997. Recuerdo que en esa época era importante disparar por si acaso, porque el fotograma capturado no vería la luz hasta el fin y revelado del carrete días después en la tienda oportuna. Allí, sin más pretensión que la desconexión, con el abrigo sobre el taburete, bajo mis nalgas y la bufanda todavía puesta, pedí una botella de cerveza grande. El camarero con asombro corrigió mi petición y preguntó si me refería a un tercio, yo asentí, y de pronto apareció él y se sentó a mi lado. Sin esperar a que el hombre abriera la cámara frigorífica, repitió, lo mismo, por favor. Todo lo que vino a continuación fue sencillo, estuvo repleto de sonrisas, risas y carcajadas, chistes fáciles, miradas tendidas y complacientes, pausas necesarias y felicidad relativa. Durante más de cuatro horas, el reloj no nos distrajo un segundo. Los clientes entraban y salían, y nosotros permanecíamos. Ebrios, ninguno de los dos quiso volver a casa. La luz del atardecer en la plaza había cambiado el color de las fachadas, incluso la forma de las calles. Él me invitó a su coche, yo al mío, y los dos declinamos la ofrenda. Al día siguiente, nunca recordé cómo aparecí en la cama de su pequeño apartamento en una calle sin salida del centro de la ciudad. Hacía mucho frío, y al despertar, con mucha fuerza le abracé.

-Tengo que volver.

-Buenos días, -respondió.

-Tengo que volver, -repetí.

-Lo haremos…

-¿Me llevarás?

-¿Tomas café?

-Sí

-Después, iremos.

Me besó con mucha suavidad. Parecía no quererme tocar, pero el tabaco y el alcohol se confundieron conmigo, y la mirada de la noche anterior, hoy persistía difusa en sus ojos tan dormidos. Nunca más volvimos a aquel menudo bar, solo regresamos a buscar mi coche. La segunda piedra era también cuadrada y la deshizo la rutina. Mi coche seguía en el aparcamiento empedrado junto a un viejo nogal.

Un año después de conocerle yo tenía la mitad de su armario con mi propia ropa, sin mezclar, junto a la suya. Diferenciamos los cajones para muda y camisetas. Yo abajo, él arriba. En el salón, en un gran estante, en la esquina derecha, había ordenado todos mis libros de la universidad, y en una pequeña caja de cartón continuaba precintada mi mudanza. Estaba en esa misma esquina, en el suelo, donde con rotulador permanente podía leerse, ‘cosas‘. A parte de la copia de llaves, mi cartera y mi agenda personal, todo lo demás era posesión suya. Y aunque insistía en que ese todo era compartido, los actos evidenciaban que no era así.

El apartamento en el que vivimos cinco años tenía una única habitación, una minúscula cocina, un baño muy rectangular, y su salón con el sofá cama, la mesa circular de centro, el pequeño televisor sin mando en un mueble blanco sin cajones y una ventana para fumar con dos macetas repletas de tierra y sin plantas. Allí había un cementerio interminable de colillas. Descubrí al mes que él pasaba la mayor parte de su tiempo encerrado en el cuarto. Soy escritor, dijo. Yo funcionario, dije. Eché en falta música, y por no romper rutinas, opté por el silencio y el bar dos calles más abajo. Él a veces no notaba mi ausencia, yo no podía soportarla. Esas desapariciones, al menos, me facilitaban la existencia. Nada ni nadie podía ni debía distraerle. Era la única norma, decía. Yo había contabilizado una docena más, pero nunca se las enumeré. El escritor y su pareja, pensé mientras la televisión temblaba por la tormenta mientras se retransmitía una película de terror. Los sueños solían implantar un vacío infranqueable alrededor.

La primera vez que rompí la órbita y toqué suavemente con mis nudillos la puerta, aconteció una explosión inimaginable. Insistí porque no respondió, y cuando bajé la manilla, asomé la cabeza, miré la hora del despertador digital que había en la mesa de noche, y al ver que eran las dos de la mañana traté de acostarme de un modo muy sigiloso. Él no se percató de mi presencia. La pantalla del ordenador iluminaba su cara, sus dedos estaban helados sobre las teclas, había hubo de tabaco a su derecha, nada de él se movía, ni siquiera podía sentirle respirar. Desde el lado de mi cama me asusté. Dije su nombre en un susurro y en tres ocasiones. No respondió. Me rendí, me escondí con suavidad bajo las sábanas, y cuando el sueño me invadió se originó el estallido. Me destapó, me gritó, me aulló, me insultó, me escupió, me arrojó del colchón, me pataleó, me lloró, me volvió a pegar, me hirió, grité, lloré, supliqué, me abrazó, se arrepintió, me besó, me acarició, me calmé e hicimos el amor. La luz blanca del ordenador aún iluminaba la habitación, temblaba el cursor, y en aquel amor todo en mí era dolor.

Con los años aprendí a no irrumpir, a permanecer en silencio y, encerrado en el baño durante sus largas ausencias, a masturbarme con odio como una estúpida venganza. No quería serle infiel porque le amaba. Quería decirle que no le necesitaba, que todo estaba bien cómo estaba, que nada me dolía, que la vida era más importante que cualquier sentimiento y que se fuera al carajo. Tras esa ira veía mis piernas relajadas, estiradas, exhaustas y desnudas. Inevitablemente comenzaba a llorar.

Publicó en 2003. La novela no me gustó y sufrí en exceso para sonreír y halagar su pobre éxito. Le hicieron un contrato y trabajó en un periódico. Le amaba tanto, le deseaba tanto, que lo único que supe ofrecerle fue una casa en el campo de nueva construcción. Él solo firmó, no necesité su dinero, tampoco lo ofreció, y aquel hogar, por raro que pareciera, durante el primer año, resucitó el amor entre los dos. Nada era lo anterior, o no se parecía en absoluto. Vendí mi coche, compramos uno demasiado grande, y arreglamos el suyo. El jardín, quizá también porque era primavera, comenzó a llenarse de flores, y allí encontré mi pequeño espacio. Leía mientras en una pequeña radio con el volumen al dos aprendía sobre música clásica y trataba de convencerme de que a lo mejor la felicidad era así.

Las ruinas deben ser como las motas de polvo. Se van acumulando poco a poco en lugares insospechados y aparentemente imperceptibles. Aunque no se ven, existen. Lo pensé al año que, entre los escombros logré que él desapareciera. La Navidad de 2005 tenía escrita en la página última la palabra fin. Él también había terminado su segunda novela. Estaba eufórico, ebrio y ausente. Esa noche abandonó la habitación con histeria, palabras convertidas en gritos desmedidos, y al tiempo que yo trataba de apaciguar los aullidos, él desaparecía más de sí mismo. Yo solo logré que el incendio me hiciera cenizas. Cerró la puerta, y aquel horrible sonido rajó en dos mi corazón. Desde ese día, su cuarto nunca volvió a ser el nuestro. La distancia y el desamor también se pueden vivir con normalidad. Era un viaje triste, pero era nuestro viaje, e inevitablemente lo completé.

-¿Café?

-Y leche.

-¿Por favor?

-Por favor…

-El azúcar está en el armario.

-Gracias.

-¿Qué haras hoy?

-Trabajar. ¿Y tú?

-Escribir.

-¿Nada más?

-¿Nada más tú?

Nada más, pensé. Porque coloqué la taza en mis labios, bebí, y en silencio me fui deseando que todo lo que allí pasaba, cuando volviera, solo hubiera sido un mal sueño. Pero el polvo seguía creciendo en los rodapiés.

La explosión no la provoqué yo. Aunque la deseé cada noche, nada tuve que ver. Nunca supe el día que los dos nos fuimos alejando, no supe los motivos, e incluso no sé por qué me enamoré de él. No le maté yo, simplemente entre las ruinas de nuestro hogar dejó de respirar. Él desnudo por completo, se derrumbó. Yo con un viejo calzoncillo blanco y una camiseta de tirantes azul, le observé como el que mira una obra de arte prodigiosa por primera vez.

Ahora, mientras leo su última novela en el jardín esperando que allí vuelvan a salir las flores, pienso en los motivos de la destrucción. La música clásica continúa con el volumen al dos. Tal vez, me digo, la vida, desde que naces, siempre te pone a tu lado un monstruo invisible que tarde o temprano te destruye.

Inicia sesión para ver o añadir un comentario.

Más artículos de Daniel Diez Crespo

  • Despieces

    Despieces

    En la mesa sobraba espacio. Era un mueble antiquísimo de madera que los dos compraron en una tienda de segunda mano…

  • Un sueño

    Un sueño

    Sueño que acelero, que hundo el pie hasta al fondo, que estiro mi cuerpo sobre el asiento y el coche pega un pequeño…

  • Un sueño

    Un sueño

    Sueño que acelero, que hundo el pie hasta al fondo, que estiro mi cuerpo sobre el asiento y el coche pega un pequeño…

  • Un planeta lejano

    Un planeta lejano

    Un día de junio dejó de escuchar. Todas las palabras que le llegaban del exterior comenzaron a caer ante sus pies…

  • Mañana no se recordará esto

    Mañana no se recordará esto

    Odio quedarme solo en la mesa cuando aún hay migas de pan en el mantel. Eso no justifica la muerte junto a mis pies, ni…

  • Notas de un olvido

    Notas de un olvido

    Éramos pocos los que ya no olvidábamos cosas. La memoria se estaba muriendo y cada día eran más las personas que…

  • Atrás

    Atrás

    Él antes se creía una persona más feliz. Si mira atrás cree recordar que no sentía la tristeza con tanta facilidad.

  • Alguien

    Alguien

    No quiere que sus fresas las pese en la báscula las manos oscuras de un latinoamericano. Suelta las monedas en el…

Otros usuarios han visto

Ver temas