Bajo de Piles
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Pablo se apretaba el lóbulo de la oreja derecha. No era lo peor de la parte extraoficial de su contrato, pero tenía que admitir que meter al Betelgeuse entre los bajos de Aceitera y de Piles no era plato de buen gusto.
De pie, en el centro del puente, no separaba un ojo de la giroscópica para comprobar que el timonel mantenía el rumbo y que ese rumbo les seguía llevando hacia la luz de la discoteca de Conil.
El otro ojo lo dividía entre la carta electrónica, en cuyo centro aparecía representado su barco, rodeado de peligros, y el radar, donde unas distancias le confirmaban que estaba donde tenía que estar. Tres métodos de posicionamiento: visual, GPS y radar. La teoría decía que tenían que coincidir los tres.
Si todo iba bien, el Betelgeuse pasaría por el estrechísimo canal que se abre entre los bajos que forman la continuación submarina de cabo Trafalgar. Si no… probablemente iban a pasar una noche bastante húmeda.
—Babor 345.
—345 —repitió el timonel.
El cambio de rumbo era mínimo, pero en las distancias en las que estaba jugando, un grado podía significar la diferencia entre pasar sin sobresaltos o hundirse sin remedio.
Cualquiera que hubiese visto los papeles del Betelgeuse pondría el grito en el cielo al saber por dónde estaba pasando. Para ir de Tánger a Cádiz no hay ninguna necesidad de pasar a un par de millas de Cabo Trafalgar. Pero Pablo tenía sus motivos.
Las condiciones tampoco eran las ideales. El fuerte viento de levante azotaba el costado de estribor del viejo mercante, pero eso no era lo que preocupaba a su capitán.
Lo que le preocupaba era el efecto que ese viento, y la ola que generaba, pudiera tener sobre la maniobra del Betelgeuse. En cuanto doblaran Trafalgar el abrigo de la costa les protegería, pero hasta entonces iban a tener que lidiar con él.
—1.000 yardas —le informó su primer oficial.
No hacía falta que le dijera a dónde. Los que estaban en el puente no podían pensar en otra cosa que no fuera el embudo que formaban los dos bajos por donde iban a pasar en unos minutos.
Pablo echó otro vistazo a la carta electrónica. Hacía unos minutos que desde las estaciones de tierra ya no podían ver su barco. Esa era la razón por la que se metía en la boca del lobo.
—Capitán…
—Estribor 355 —se adelantó Pablo.
—355.
Aquella era la última caída. Si todo iba bien, ya no tendría que volver a cambiar de rumbo.
Pablo escudriñaba la noche. Por la proa, ligeramente por estribor, se empezaba a apreciar una mancha blanca.
Aquello no estaba la otra vez que había pasado por allí, pero el joven marino gaditano no tuvo que pensar mucho para averiguar de qué se trataba. Las olas estaban rompiendo contra el bajo de Piles levantando una línea de espuma.
La mano de Pablo volvió a saltar al lóbulo de la oreja. Aquello no era bueno. No era malo en sí, pero era un claro síntoma de que el estado de la mar no era el ideal para acometer un paso angosto como aquel. En cualquier caso, ya no había vuelta atrás. No tenía espacio suficiente para dar la vuelta. La única salida era hacia delante.
Pablo volvió a concentrarse en el angosto canal que se abría ante la proa del Betelgeuse. Su referencia visual estaba en su sitio y, según el radar y el GPS, estaban enfilando el centro del embudo, pero aquella rompiente por estribor no le hacía ninguna gracia.
No sabía qué corrientes podían estar generando aquellas olas, y lo último que quería era que su barco se viera absorbido por la resaca de alguna de ellas.
—Babor 353.
—353.
Por un momento se planteó reducir velocidad, pero eso no solucionaría nada. Si tocaban con el fondo, unos nudos más o unos nudos menos probablemente no iban a suponer ninguna diferencia, pero con menos velocidad estaba más a la merced de las olas y del viento.
—200 yardas.
Parecía que tuvieran las olas encima. Algunas de las crestas, encerradas entre dos bajos, movían al mercante caprichosamente, dificultando al timonel mantener el rumbo. Pero la rompiente se desplazaba rápidamente hacia popa mientras el Betelgeuse continuaba avanzando. Ya casi estaban fuera.
Entonces, mientras el Betelgeuse se encontraba en un seno entre dos olas, la siguiente cresta lo desplazó bruscamente en lateral hacia babor. Se oyó un quejido metálico, como el de un enorme animal herido. Y, por un momento, el barco perdió algo de su velocidad.
A Pablo se le paró el corazón. Era como si él mismo hubiese recibido un descomunal golpe en el costado. En cuanto recuperó el aliento se dio la vuelta, pero su primer oficial ya saltaba escala abajo para ir a comprobar los daños.
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Service Support Manager en TECNOBIT (Grupo Oesía)
2 añoscool! 🙂