Capítulo 08-LA DEFENSA HOLANDESA
«Hombre soy, nada de lo humano me es ajeno», como sentenció Terencio el Africano, de manera que ante este nuevo dilema y la difícil situación que se le planteaba no quedaba de otra que resolver el entuerto o morir en el intento.
Comprendió de golpe y porrazo y en plena práctica, el primer proverbio popular de esa región de los muchos que iría aprendiendo con el paso de los años. Este enunciaba textualmente a la sentencia en la cual algunas veces, aunque no quieras: «¡O trepas o te encaramas!» queriendo con ello decir, que muchas veces solo cuentas con una sola alternativa.
El recorrer por todos los pasillos del piso sesenta y tres de una de aquellas torres gigantes en Parque Central, ya cansado y a punto de perder la esperanza, encontró casualmente un gerente de división a quien le comentó cómo se le planteaba el partido de la vida y ante la metáfora que le mencionó donde incluso estaba dispuesto a “sacrificaría el alfil” como si fuese una partida de ajedrez, con tal de posicionarme mejor en ese tablero, que no es otro que para el caso, a veces es nuestra propia existencia.
Néstor Barrios, el nuevo conocido le regaló un par de minutos de su valioso tiempo en un poco frecuente gesto humanitario y por el cual seguía teniendo aún fe pensando que, en la raza humana, no todo lo tiene perdido y que aún se alcanza a descubrir en los seres humanos algunos vestigios por los cuales no debemos perder la esperanza en ellos y le dijo:
—Lo que puedo hacer por ti es enviarte a donde un amigo italiano, quien es el mayor contratante de este organismo. Si él quiere ayudarte, es probable que te salve la campana. Lo demás ya depende de la suerte y de ti.
En ese momento, en su imaginación se encontró en el centro del ruedo, en un primer y único desafío con un tremendo miura imaginario superior a todo. Solo contaba con un solo lance, un par de verónicas en el centro del ruedo para entusiasmar los tendidos y ¡Directo al centro a terminar la faena!
Agarró en la estación Bellas Artes el popular transporte del Metro subterráneo y en diez minutos estaba en la planta baja del edificio de oficinas en Chacaíto. Ya en la antesala de la oficina del empresario, tomó la pequeña taza de café que le brindó la secretaria y al mismo tiempo, terminó de apurar de la bota ficticia el último sorbo de manzanilla. La suerte estaba echada, salía en hombros cortando rabo y orejas o sencillamente aquello era tan solo ¡Debut y despedida!
Jorge Di Marco finalmente le atendió y fue al grano de inmediato. Su propuesta fue sencilla, pero razonable. Para sus adentros consideró que el empresario veía aquel gesto como un juego en la ruleta, donde apostaba una pequeña cantidad al veintidós rojo a ver que resultaba. Lo que quizás en su escala de Jorge era una insignificancia, para él era casi un año de sobrevivencia.
Llevaba en una carpeta un pormenorizado análisis de los costos operativos, manejados con una economía de guerra, como siempre había sido su costumbre, para maximizar los beneficios, pero él se limitó a decir.
—Solo quiero saber cuánto necesitas. Cuando termines, después de devolver la inversión, los beneficios los dividimos mitad y mitad.
—Me parece justo, le dijo.
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La verdad estaba dispuesto a aceptar cualquier convenio, ya decía su abuelo en sus tiempos “Del ahogado, el sombrero”. Salió de aquella oficina con un cheque a su nombre y con el interrogante, por qué alguien que no conocía, había depositado su confianza y le entregaba aquella apreciable cantidad.
Esa respuesta se la daría muchos años después, porque el resultado fue exitoso. Le devolvió su inversión y los beneficios alcanzaron una cantidad igual a lo invertido. Lo que imaginaba iba a ser una larga conversación de análisis de costos se redujo a una propuesta.
—Busca los trabajos que quieras que yo te financio —le dijo y desde ese día nació una amistad que se fue consolidando con el paso de los años.
Muchos años después, habiendo pasado mucha agua bajo el puente, habiendo cambiado de país de nuevo y antes de comenzar la jornada laboral esta vez en la ciudad de Lima, tenía por costumbre llegar muy temprano y tener una corta conversación con un amigo cristiano, igual de madrugador.
—Pero ¿qué pasó con la chica? le dijo el amigo con quien compartía aquellas historias que parecían “Puro cuento”, en esa mañana de trabajo, apurando el último sorbo de su taza de café diario, recién hecho.
—Precisamente ahí radica el enigma, pero ese resto de la historia, te la contaré otro día, le dijo a Juan Piñango —Además, ya se terminó por hoy mi jarra, le respondió.
En efecto, muchísimos años más tarde, a Juan Piñango se lo encontraría de nuevo esta vez en caminando por la Avenida Brasil, con la Avenida Javier Prado de la ciudad de Lima, donde parodiando a Fray Luis De León «Dicebamus hesterna die» (Como decíamos ayer), continuarían esas charlas mañaneras en especial debates sobre temas teológicos de una media hora, antes de iniciar la rutinaria jornada de trabajo.
Actualmente montados ambos en los años septuagenarios, la taza de café es virtual y llega sin falta por vía electrónica, por la mensajería WhatsApp a las cinco cero cero cada mañana.
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