CARLOS V Y LA LANZA DE LONGINOS
“QUIEN LA SOSTENGA CON SUS MANOS SOSTENDRÁ EL DESTINO DEL MUNDO”
Entró el monarca acompañado de su séquito en la estancia de amplio ventanal. Había que atravesar para ello una antesala en penumbra a la que se accedía desde la calle sorteando una pesada puerta acompañada de un grueso cortinón de damasco.
Miró a un lado y a otro buscando a su protegido Tiziano, al que consideraba maestro de maestros, y lo halló de pie al lado de un gran lienzo tapado con una tela blanca.
Su orgullosa sonrisa hacía presagiar lo magnánimo del retrato que para él había pintado. Cierto era que había sido un encargo suyo, pero no menos cierta era la insistente súplica del artista por hacérselo.
—Majestad, es para mí un inmenso honor recibirlo en mi humilde estudio— dijo el pintor y acompañó la frase con una profunda reverencia. Después saludó con un gesto de cabeza a los señores que acompañaban al soberano entre los que se encontraban el duque de Alba y Guillermo de Croy, su privilegiado y consejero.
—Vengo a ver los avances del retrato para el que tantas horas he posado desde la primavera pasada, me dicen que está prácticamente terminado — dijo el rey.
— Así es majestad, como siempre, está usted muy bien informado — contestó el artista.
— Pues entonces despejemos el misterio, ¡descubrid la obra! —
Con impostada solemnidad tiró el pintor de la tela tras la que apareció un imponente retrato ecuestre del emperador que lucía una espléndida armadura y portaba en su mano derecha una lanza.
— ¡Magnífico veneciano! ¡Magnífico!, exclamó el monarca, haciendo emocionar con ello hasta las lágrimas al maestro. —¡Es excelente! añadió.
— Gracias mi señor, me abrumáis con tanto halago — dijo el pintor conocedor de lo poco amigo que era el rey de adulaciones y cumplidos. Estaba exultante; nunca pensó que su majestad en persona vendría a visitarlo y menos que se desharía en elogios hacia su obra.
No era para menos porque el retrato del soberano, pintura al óleo sobre lienzo de tres con treinta y cinco metros de alto por dos con ochenta y tres de ancho, era una regia representación conmemorativa del momento histórico de la Batalla de Mühlberg, de fecha del 24 de abril de 1547, en la que el emperador estaba representado al atardecer con semblante victorioso después combatir contra los príncipes protestantes alemanes de Smalkalda.
Se trataba de un cuadro intimista de carácter propagandístico, de clara semejanza con la escultura ecuestre del emperador Marco Aurelio, realizada en 1548 en Habsburgo, en la que el pintor impresionista veneciano quiso representar de una manera triunfal el semblante del poder del emperador a caballo antes de cruzar el río Elba, bajo los destellos naranjas del crepúsculo y la importancia que estos otorgaban a una espléndida armadura ligera de plata con bandas de oro que fue diseñada por Desiderius Helmschmid y en la que destacaban las figuras ojivales en forma de pirámide. Señalar como dato curioso que todas las armaduras del emperador eran especiales y siempre poseían motivos diferenciadores que permitían situarlas históricamente.
En esta pintura el artista, con su técnica de la pincelada suela en la que era un verdadero maestro, quiso reflejar todos los detalles y es por eso por lo que podemos apreciar con nitidez los remaches en el codo de la armadura, o la imagen de la virgen con el niño alegórica de la cristiandad grabada en el peto, que procura magistralmente el artista que no quede tapada por la banda roja que luce el rey sobrepuesta sobre este.
Se representa al emperador sobre un caballo cartujano negro que lleva enfundada en el lomo un manto de terciopelo granate en el que pueden apreciarse todas sus tonalidades. Luce el animal en la cabeza una testera en plata con grabado de las columnas de Hércules, símbolo ornamental familiar y personal del soberano, que también aparecen grabadas en una pistola de rueda, llamada así porque había que darle cuerda para armarla, que porta el rey camuflada en la silla de montar; detalle en el que pocas veces el observador del cuadro repara.
Pero si todos estos detalles del cuadro son importantes, el verdaderamente relevante es que en su mano derecha el emperador porta la Lanza de Longinos.
Narra San Juan Evangelista que en el momento de la crucifixión de Jesucristo en el Gólgota, Cayo Casio Longinos estaba al mando de la centuria romana. Este centurión, que padecía una infección crónica en los ojos que le provocaba bizquera, mandó a sus soldados romper las tibias de Dimas y Gestas crucificados al lado de Jesús, pero, convencido de la divinidad de éste, quiso ser él quien clavara una lanza en su costado para certificar su fallecimiento:
“Al llegar a Jesús, como le vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua.”
Juan (19, 33-34)
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Como queda reflejado en este pasaje de los Evangelios, cuando retiró Longinos la pica de la herida empezó a manar sangre y agua salpicando el rostro del centurión que inmediatamente sanó de su infección desapareciendo con ello su bizqueo, por lo que tremendamente conmovido exclamó:
—"En verdad, este era el Hijo de Dios."—
A partir de ese momento la lanza empezó a considerarse sagrada y se convirtió en objeto de veneración y pasando por ello por innumerables manos como las de Carlomagno, el papa Inocencio VIII, las de el rey francés Luís IX, las de Napoleón Bonaparte o las de Hitler que llegó a obsesionarse con ella después de verla expuesta en el Museo de Viena, apropiándosela en la creencia de que tenía poderes únicos que le permitirían conquistar el mundo.
Este venerado objeto había formado parte de la colección de reliquias del emperador Segismundo del Sacro Imperio Romano Germánico, y fue así como llegó a las manos de su descendiente el también emperador Carlos V.
— ¡Eres grande Tiziano! dijo el duque de Alba, que habitualmente se prodigaba poco en alabanzas, mientras observaba con admiración la espléndida obra.
— Es este magno retrato ecuestre de nuestro emperador, un fiel retrato de su regio empaque en el que no falta detalle alguno— prosiguió.
— Sorprende contemplar cómo no falta ni siquiera el vellocino de oro suspendido sobre el cordel de seda roja que suele acompañar a nuestro monarca —
—¡Has de retratarme a mí también! — le inquirió.
— Será un honor para este humilde artista, señor — apostilló el pintor con falsa modestia.
— Majestad, este magnífico retrato ecuestre ha de ser admirado sin tardanza por don Luís de Ávila y Zúñiga, Comendador mayor de la Orden de Alcántara y vuestro fiel servidor — indicó Guillermo de Croy que hasta el momento había permanecido en silencio, sin duda extasiado ante el imponente retrato.
— Es acertado lo que decís valido— contestó el rey
— No había reparado en ello, pero es justo reconocer que don Luís hizo un alarde de paciencia acompañándome tarde tras tarde desde el mes de abril hasta este septiembre en interminables horas de posado, haciéndome más grata tan tediosas sesiones con su ligera pero inteligente charla. ¡Haremos que lo contemple prontamente!, ¡seguro que celebrará mucho el magnífico resultado! — añadió.
Quiso el emperador recompensar generosamente al pintor antes de abandonar su casa, pero el artista no lo consintió por lo que convino el monarca a su consejero y mano derecha para que se encargara personalmente de hacerlo sin demora.
No olvidaba el nieto de los Reyes Católicos que la ceremonia de su coronación como emperador del Sacro Imperio fue el acontecimiento que le unió al pintor, y valoró mucho de él desde el principio su habilidad para plasmar en sus retratos los valores de la Casa de Habsburgo, que siempre huyó de la ostentación y las banalidades de la que hacían gala muchos reyes de la época.
Sin embargo, Tiziano sabía que no era el único pintor del rey, porque había llegado a sus oídos que también hacía encargos a Francesco Mazzola del que sentía unos celos que creía fundados. No podía obviar, no obstante, que este era el tercer retrato que le hacía a su majestad, que ya había manifestado en el pasado su predilección por otro que también le había realizado el pintor italiano, esta vez en Bolonia, en el que lo pintó de cuerpo entero vestido con manto plata y calzas blancas, y portando en su mano derecha un puñal a la vez que acariciaba con la izquierda a un sumiso perro en clara alegoría a la nación italiana rendida a sus pies. Seguramente se habría sentido más tranquilo el veneciano de haber sabido que recibiría más encargos del soberano al que posteriormente habría de retratar, siempre con maestría, en la ancianidad con las piernas hinchadas y castigado por la gota y también lo hizo con su bella esposa Isabel de Portugal; sin olvidar que su hijo Felipe II, considerado por muchos el príncipe del Renacimiento y gran amante de la pintura y el arte, habría de considerarlo uno de sus pintores de cámara.
Estaba satisfecho el rey con su nuevo retrato, tanto que quiso enviarlo de inmediato a España para que acompañara en su ausencia a su querida emperatriz Isabel. No llegó a hacerlo y la fastuosa obra no llegó a nuestro país hasta bastante después, trasladada entre los cuadros de la pinacoteca privada de María de Hungría, su hermana.
Pudo ser contemplada primero en el pabellón de caza de los reyes del Palacio del Pardo y fue trasladado posteriormente al Real Alcázar de Madrid, residencia oficial de la familia real española, donde permaneció hasta 1734, año en el que se produjo el terrible incendio de nefastas consecuencias para esta edificación, por lo que fue llevado primero al Casón del Buen retiro y con posterioridad al Museo del Prado, en el que fue restaurado de las consecuencias del incendio y expuesto en su sala 27 para deleite del privilegiado visitante que quiera dedicar un poco de su tiempo a contemplar tan colosal obra.
Nota de la autora: Esta armadura está expuesta en la Real Armería del Palacio Real de Madrid para el deleite del visitante.
Graduada en Derecho y Máster en Derecho Nobiliario y Premial, Heráldica y Genealogía. Mediadora judicial.
1 mesMil besos para tí Raquel, muchas gracias.😘😘😘
Secretaria, Gestora, AdministratiVa on line
1 mesMaravilloso besos mil que gusto de lectura gracias