Cartas para Carla y Jesús
Carla, te pido por mi mamita Juana, que se sane pronto. Eres milagrosa, Carlita”, dice un mensaje escrito a mano, en una hoja de cuaderno escolar que alguien dejó en el nicho de Carla Bellot, en el Cementerio General.
Hay ahí más papeles blancos, cuadriculados, y otros tantos de colores, todos doblados y metidos entre los floreros improvisados de plástico con flores frescas. Ahí también quedan los restos de velas que estuvieron encendidas durante horas, casi todas apagadas por el viento.
En el cuarto nivel de uno de los pabellones del cementerio, sobre la vía 10 y detrás de la capilla, descansan los restos de Carla Bellot y de su novio, Jesús Cañisaire, desde mediados de enero de este año. La tumba de él está en plena esquina y la de ella, justo a su lado; ambas, llenas de gladiolos rojos y blancos, ramos de ilusiones y una que otra rosa amarilla.
“Todos vienen a verlos, siempre les traen flores y rezan en sus nichos. Gente desconocida llega para dejarles cartas, les piden milagros o piden por sus almitas; a mí me han hecho cantar unas tres veces serenatas para los jovencitos”, dice don Manuel, un guitarrero cantor que camina de memoria por los pasillos del cementerio con su instrumento abrazado a su pecho.
A lo lejos una señora, con poncho negro hasta el piso y una trenza gruesa que le llega hasta la cintura, reza con los brazos extendidos y con la mirada puesta en las tumbas de Carla y Jesús. En una de sus manos sujeta la cadena de su perro, que espera paciente a que su dueña termine la oración. Antes de irse, se estira lo más que puede para dejar su carta a los “santitos”.
“Me han dicho que son milagrosos, que hay que rezarles con mucha fe porque han sufrido mucho; por eso hay que rezarles, hay que pedirse salud, eso les pido yo porque mi hijo está enfermo, mi hijo es de la misma edad que ellos”, confiesa Esther. Se persigna tres veces y jala la correa del cachorro para que salga del sueño en el que estaba metido. Segundos después, ambos desaparecen en medio de cientos de nichos fríos a los que apenas les llegan los rayos del sol.
A Carla y a Jesús los asesinaron la mañana del 1 de enero de 2018; los mataron con saña, con odio, como si todo hubiese sido planificado. La madrugada de Año Nuevo sus vidas se cruzaron con las de los hermanos León Fernández en la discoteca Planta Baja, donde bebieron juntos y luego se fueron en un taxi hasta la casa de uno de ellos. Allí, Carla fue violada y luego ambos perdieron la vida a golpes, en la cabeza y en otras partes de sus cuerpos. Los asesinos metieron los cadáveres en saquillos y los fueron a dejar a la bóveda del río Orkojahuira, en la zona Unión San José, cerca del Barrio Gráfico.
El amor llegó hace 10 años
“Que este amor que siento es porque tú lo has merecido // con decirte amor que otra vez he amanecido llorando de felicidad // a tu lado yo siento que estoy viviendo // nada es como ayer. //Abrázame que el tiempo es malo y muy cruel amigo // abrázame que el tiempo es oro si tú estás conmigo // abrázame fuerte, más fuerte que nunca…”.
Don Manuel canta y toca su guitarra. Imita a Juan Gabriel, intenta que cada nota salga perfecta. Su voz es tan potente que los curiosos que pasan por ahí se acercan con timidez para verlo. Dice que hay gente desconocida que lo contrata para que dé una serenata a los chicos. “Se nota que se querían estos jovencitos”.
Carla y Jesús se conocieron hace casi 10 años, cuando ella estaba en segundo medio (hoy cuarto de secundaria) y él en un curso superior, del colegio Pedro Poveda. Martha, la hermana menor de Carla, fue quien los presentó en una fiesta. Desde entonces no se separaron.
Ambos desde muy jóvenes tomaron el mando de la casa después de la muerte de sus padres, en 2003. El de Jesús falleció por una embolia que lo destruyó en 24 horas, y el de Carla perdió la vida en un accidente en Santa Cruz. La tragedia les enseñó a ser los responsables de sus familias. Jesús asumió el rol de papá de sus tres hermanas: Eva, Norma y Gabi, y de su hermano Boris; mientras que Carla fue la guía de sus cuatro hermanas: Martha, María, Brigitte y Lourdes. Las madres de los chicos no dejaron de trabajar y lo hacían de lo que podían para sacar adelante a sus hijos.
La familia de Carla se mudó de Santa Cruz a La Paz, llegaron a una habitación en el comedor comunitario de Villa Armonía; llegaron para empezar de cero, con pocas cosas y muchos sueños. Las dos hermanas mayores entraron al colegio, mientras que las tres menores se quedaban bajo el cuidado de las encargadas del comedor y de su madre, María Antonia Rodríguez, quien se dedicaba a lavar ropa ajena o hacía de empleada del hogar, entre otros empleos.
En la misma villa también crecía Jesús, o Pachín, como lo llamaba su padre. El cuarto de cinco hermanos, Jesús nació después de sus tres hermanas y antes que el menor de la familia. Pero desde adolescente se identificó con su papá y siempre ayudó a todos. Cuando el señor murió, Jesús le prometió a su madre que siempre cuidaría de ella y de sus hermanas.
Los años pasaron, Jesús se la pasaba bailando kullawada en su zona o jugando wally con sus amigos. Carla, en cambio, tenía una vida más tranquila, le gustaba pasear con su madre y la más pequeña de sus hermanas o quedarse en casa a ver películas.
Pero en aquella fiesta a la que fueron Carla y Martha ocurrió algo más que diversión. Ocurrió “el flechazo”, dice con una sonrisa la hermana. Días después él acompañaba a la “chica bonita”, como la llamaba, hasta su casa y salían de vez en cuando a comer. La relación comenzó meses después, pero Carla no se lo contó a nadie más que a sus hermanas hasta dos años después, en la toma de nombre de su promoción.
“Llegó al colegio con sus flores para mi hermana, él se pagó la entrada y le acompañó en el acto. Después ella ya avisó poco a poco a mis tías y a mi abuelo. Carla era muy reservada”, cuenta Martha.
La relación que comenzaron de colegiales se alargó durante los años en que Carla y Jesús estudiaron en la universidad, ella Contaduría y él Economía. Su rutina radicaba en la tranquilidad, pues no era una pareja de ir a fiestas, lo hacía muy rara vez. “Eran tranquilos, no salían, no les gustaba tomar. Ellos preferían quedarse en la casa de uno de los dos para ver películas. Han congeniado muy bien porque ambos tenían ese mismo carácter”, cuenta Eva Cañisaire, la hermana mayor de Jesús.
Los viajes también estaban en sus planes. Eva saca su celular de la cartera y busca un video que Jesús grabó en agosto del año pasado, en el que aparece junto a Carla caminando por una calle de Chulumani, en los Yungas. “Estamos saliendo de comer, todo estaba rico, ahora nos vamos al auto. Estamos en Chulumani, hace calor. Esto que ven es un árbol de naranja, es muy bonito este lugar”, describe Jesús, mientras graba a su novia caminando. Ella tiene el cabello recogido en una cola, mira a la cámara, saluda coqueta y en su rostro se dibuja una tímida sonrisa. Se dan la mano y Jesús corta la grabación.
Así lograron afianzar una tradición para Todos Santos. La mamá de Jesús acostumbraba hacer pan y los muchachos llevaban las masitas hasta el pueblo donde está enterrado el padre de él, y al cementerio para visitar al papá de Carla. “Siempre iban juntos, llegaban a hacer rezar a los que iban y les daban pan”, recuerda Martha.
Jesús y Carla se hicieron querer con una y otra familia, si no se quedaban a pasar la tarde viendo películas, salían a pasear juntos y con las hermanas menores de Carla, y algunas veces con sus mamás. En muy pocas ocasiones salieron a bailar o a beber con amigos o para el cumpleaños de sus familiares, no les gustaba desvelarse.
Pero, así como la pasaban bien juntos, también hacían sus actividades solos y siempre con la intención de reunir a sus familias. Carla, por ejemplo, había decidido que cada viernes en la noche era el momento de estar con sus hermanas. Martha ya se había mudado con su propia familia, pero aun así Carla se las ingeniaba para convocarlas. “Llegaba de su oficina a las ocho de la noche y se ponía a cocinar, comíamos y nos quedábamos hasta las 12:30 o hasta la una charlando, jugando o cantando”, recuerda Martha.
Empezó a trabajar desde adolescente junto con Martha, quien se hizo cargo prácticamente de todos los gastos escolares de sus hermanas menores. Carla decidió que iba a estudiar y Martha trabajaba para ayudarle en sus estudios.
“Trabajé en una empresa de limpieza, en una imprenta, como niñera, hice de todo. Con eso les compraba mochilas a las chicas, pero Carla siempre me molestaba para que termine de estudiar, le hice caso. Carla también trabajaba los fines de semana en un salón de fiestas infantiles y antes fue mesera”. En 2014 ingresó a la cooperativa Jesús del Gran Poder y este año iba a cumplir cuatro años en ese trabajo, lo que la llenaba de orgullo.
Jesús se enfocó en ayudar a su mamá, Hilda Calatayud, en algunos trabajos de costura. Como sus hermanas mayores ya se habían casado, él se hizo cargo de las tareas de su casa, del mercado, de la limpieza, del orden. Tal vez por eso era el más consciente, cree su hermana Norma. “Cuando entre nosotras nos peleábamos él entraba y nos hablaba. Nos decía: ‘La que grita más fuerte es la que más pierde’, nos reñía y nos hacía callar”.
Recuerda que una vez que discutió con su esposo, fue Jesús quien intervino para calmar los ánimos. “Habló con él, le dijo que no agrande el problema, en ningún momento le echó la culpa o me defendió por ser mi hermano. Le pidió que nos entendamos, que no discutamos por nada, que nos llevemos bien. Parecía el hermano mayor y de mucha experiencia en todo”, cuenta Norma.
Jesús ya había terminado la carrera de Economía y este año debía hacer su tesis para defenderla en diciembre. Con su graduación le iba a pedir a Carla que se case con él. En la celebración de la Noche Vieja, el 31 de diciembre de 2017, Jesús brindó con su madre. Se acercó, le tomó de las manos y le prometió que este año iba a defender su tesis y se iba a casar con su novia, incluso le confesó su deseo de ser padre.
En una anterior celebración, en casa de Jesús, él se puso a cantar el tema que después le dedicaría a Carla para comprometerse con ella. “Conocerte fue un disparo al corazón. // Me atacaste con un beso a sangre fría // y yo sabía //que era tan letal la herida que causó, // que este loco aventurero se moría //y ese día comenzó // tanto amor con un disparo al corazón”, interpretaba Jesús frente a la tele, aunque Ricky Martin no era uno de sus favoritos.
La desaparición, la agonía, el asesinato
La última vez que Martha vio a su hermana Carla fue en una foto que ella había publicado en Facebook, a las 4:48 del 1 de enero, desde la discoteca Planta Baja. Como no podía dormir, charlaba con su esposo, Franco, de lo bonita que se veía su hermana. Segundos después sonó el celular de él, era un mensaje de texto que le envió Jesús en el que le decía que cuide a Martha, que rogaba que estén juntos siempre y que con Carla esperaba compartir muchas vivencias. “‘Te quiero mucho’, le dijo a Franco, es como si hubiera sido su despedida”, recuerda la hermana.
Martha y Franco se levantaron muy temprano ese lunes, era el cumpleaños de su hijo Jadiel y para esa tarde preparaban un té con sus familiares, por lo que salieron a comprar la torta y las masitas. Carla le había adelantado a su hermana que tenía listo el regalo para su sobrino: un deportivo negro con figuras blancas, el mismo que hoy viste el pequeño de tres años mientras pasea por la sala de su casa intentando llamar la atención.
Pero Carla nunca llegó al festejo. Jesús tampoco llegó a su casa, avisó que a las cinco de la madrugada tenía pensado dejar a su chica, pero eso no ocurrió. Los muchachos habían llegado a Planta Baja a eso de las 3:00 para ver tocar a un amigo de Kimberly, compañera de Carla, con quien compartieron en la discoteca hasta la madrugada. Después se supo que la amiga se retiró antes que la pareja.
Carla y Jesús habían bebido un poco, estaban solos en una mesa cerca del escenario. Pasadas las 4:00, los hermanos Israel, Mikaela y Eliot León Fernández, además de las parejas de los dos primeros, llegaron al local a seguir el festejo de Año Nuevo que habían comenzado en la tienda de abarrotes de su madre, en Villa Fátima.
Se sentaron en una mesa contigua a la de la pareja, bailaron, bebieron, pidieron más y más cerveza hasta que volcaron su atención en Carla y Jesús. “¿Qué pasó para que se ganaran su confianza en cuestión de minutos?”, “Carla y Jesús eran muy desconfiados, no hablaban así nomás a ningún desconocido”, se repiten una y otra vez sus hermanas.
A las 9:00 del 1 de enero ya eran un solo grupo. Salieron de Planta Baja y en la acera de la calle Figueroa esperaron un taxi. Imágenes que meses después presentó la Fiscalía muestran que Carla estaba abrazada de una mujer, se logra ver también a Jesús junto con otros tres varones.
Las siete personas subieron al taxi e hicieron una parada en la calle Manco Kapac para comprar trago. Con las botellas se fueron a la casa de Israel León, en la zona Unión San José, ladera este de Villa Fátima, una casa a la que se llega después de subir unas 80 gradas públicas y pasar por un callejón angosto. Por dentro, la pequeña sala tenía los muebles improvisadamente acomodados. El lugar era oscuro; las paredes salmón opaco llenas de papeles pegados y los sillones con un tapiz viejo.
Los primeros vasos los compartieron charlando e incluso con algunas risas. Pero después algo se quebró, algo pasó para que Jesús discuta con Israel León; la hermana de éste, Mikaela, quiso calmar la situación pero no pudo. Se produjo una pelea, Jesús golpeó a Eliot y de inmediato Israel salió en defensa de su hermano, tomó una botella de vidrio y le golpeó en la cabeza. Jesús cayó inconsciente y los León lo llevaron a otra habitación.
Mientras Carla estaba echada en uno de los sillones, el alcohol que había bebido la mantenía dormida. Mikaela y su cuñada Stefany Guizada, esposa de Israel, se asustaron al ver la pelea. Temían que los hermanos León las agredan por inmiscuirse, por eso salieron a la tienda a comprar galletas y refresco. A su vuelta, Mikaela vio desde la ventana que su hermano Eliot estaba encima de Carla, ambos en un colchón sucio al medio de la sala. Él la violaba, ella apenas reaccionaba.
Entraron a la casa, quisieron separar a Eliot de su víctima pero éste las amenazó. Del miedo, Mikaela y Stefany se metieron al baño, no sabían qué hacer, sólo lloraban. Un rato de esos, Mikaela abrió la puerta del baño y vio que Jesús intentó reaccionar para ir junto a su novia, pero los hermanos León lo detuvieron, lo volvieron a meter a la habitación y ahí lo mataron a golpes.
Con los gritos, Carla reaccionó. Se paró para ir en busca de su novio, pero Israel salió del cuarto con pasos rápidos, le dio una patada en el abdomen. Ella cayó y él aprovechó para violarla. Minutos después ambos hermanos la mataron, también a golpes.
Cuando todos sabían que la pareja estaba muerta recién se dieron cuenta que en el piso y en las paredes había sangre, charcos de sangre en la sala y en la habitación donde habían metido a Jesús. Los varones ordenaron a las mujeres que limpien las manchas, mientras ellos consiguieron bolsas de yute y metieron los cadáveres en ellos, los mantuvieron en esa habitación durante horas.
A las seis de la tarde, Eliot, Israel, Mikaela y su esposo, Renzo Cáceres, llegaron al snack Shan Huang, de Villa Fátima, a comer pollos al spiedo. Los cadáveres seguían en la casa donde habían bebido en la mañana. Después de llenar el estómago regresaron, se golpeaban la cabeza para saber qué iban a hacer con los cuerpos.
La madrugada del 3 de enero, Israel, Eliot y Renzo se pusieron overoles, esos que los hermanos usaban de vez en cuando para trabajar de albañiles, y sacaron los cadáveres. Eliot llevaba en sus brazos a Carla, mientras que Israel y Renzo cargaban a Jesús. A las 2:00 no había nadie en la calle, una espesa neblina cubría Unión San José, los asesinos llevaban a sus víctimas teniendo cuidado de que ninguna persona los vea. Bajaron a pie, pasaron por los alrededores de la cancha Petrolera y llegaron al embovedado del río Orkojahuira, desde donde lanzaron los cuerpos para evitar llevarlos a cuestas hasta abajo. Ellos descendieron después, alzaron otra vez los saquillos y se metieron en la bóveda, unos 150 metros hacia adentro los abandonaron.
Hasta ese día, las familias de Carla y Jesús ya habían presentado la denuncia de personas desaparecidas ante la Policía, pero no había ninguna pista, ningún dato que ayude a encontrarlos. Los dos celulares estaban apagados, pues los asesinos habían hecho pasar los aparatos de mano en mano hasta que llegaron a los famosos albertos, compradores de objetos robados, y quienes vendieron los teléfonos a terceras personas.
El 1 de enero ya no hubo festejo de cumpleaños. Martha tuvo que guardar la torta de su hijo hasta otro momento, aún con la esperanza de que su hermana aparezca con vida. El niño nunca apagó sus velitas. Las hermanas de Jesús comenzaron a buscar a la pareja por todas partes, pagaron a una policía más de 200 bolivianos para que saque fotocopias con las fotos de los chicos, pero ésta nunca envió a distribuirlas por la ciudad. Fueron ellas y los amigos de Jesús quienes se encargaron de colocar los avisos en lugares como la terminal de buses, el aeropuerto y las principales avenidas de La Paz.
Pero nada ayudaba, la angustia crecía cada día. Pasó una semana y nada, transcurrieron 11 días y nada. Todas las mañanas Martha, la hermana de Carla, y Eva, la hermana de Jesús, se encontraban en el patio de la FELCC y juntas subían a averiguar si había noticias de los chicos. Y nada, una hora, dos, tres horas esperando las acciones policiales para nada.
La familia de Jesús contactó a una hechicera y vidente. La incertidumbre de no saber dónde estaba el muchacho llevó a la madre y a las hermanas a consultar a la mujer para saber por dónde debían buscar. “Nos dijo que los dos estaban llorando, que estaban en un río, por Río Abajo. Algunas personas fueron a ese lugar, pero no había nada”.
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Las hermanas de ambos recibieron llamadas anónimas que les daban información falsa. A Martha la llamó un hombre que dijo ser un taxista y que contó que llevó a la pareja hasta Oruro, donde delincuentes los tenían amarrados y drogados. “Le dije a mi esposo que quería ir, que necesitaba saber si ese hombre no estaba mintiendo, pero mi marido me dijo que no sabía a dónde iba a ir a buscarlos, que me estaban engañando”.
Una tarde, una llamada anónima avisó a la familia de Jesús que la pareja había sido asesinada en la discoteca Planta Baja y que sus cuerpos fueron enterrados ahí. Por la noche, los vecinos y amigos de la pareja llegaron al local para cerciorarse de que el dato era verdadero. La impotencia de no poder ingresar causó que todos entren en cólera y que dejen destrozadas las puertas y el cartel del lugar.
Entre tanto la Policía había logrado arrestar a dos mujeres que habían comprado el chip del teléfono de Carla y el celular de Jesús. Los investigadores estaban casi seguros de que ambas tenían que ver con su desaparición, pero no era así.
La Policía siguió investigando y dio, en primera instancia, con Israel León. Carla Mayta, amiga de Mikaela, fue una de las primeras en ser detenida por intentar apoderarse del celular de Jesús; la Policía la detuvo y ella delató a Israel. Él, ya preso, fue quien brindó gran parte de la información y lo más importante: dónde estaban Carla y Jesús.
Casi a mediodía del viernes 19 de enero, 18 días después de la desaparición, efectivos de Homicidios y de otras unidades policiales llegaron hasta la bóveda del río Orkojahuira, a pocas cuadras de la casa de Israel León. Ingresaron 150 metros en el canal y hallaron los cadáveres de los muchachos, envueltos en bolsas de yute, en pleno proceso de descomposición.
La noticia se difundió a través de la radio, de canales que llegaron con sus unidades móviles, de periódicos digitales y de las redes sociales. Gran parte de la población había estado pendiente de la investigación y hacía seguimiento de los datos que podían salir mientras pasaban los días. El hallazgo conmocionó a la gente.
Mientras los cuerpos eran sometidos a la autopsia, que después establecería que Carla y Jesús murieron a causa de los golpes, Israel León era enviado a la cárcel de San Pedro, y su hermana Mikaela y su cuñado Renzo eran aprehendidos y presentados en público ante la prensa. Pero faltaba uno, Eliot León, quien después de que su hermano fuera detenido escapó a Brasil con su esposa, Priscila Choque.
La temida familia León, desde amenazas hasta machetazos
Peleas a puñetazos entre los hermanos León Fernández, persecuciones a machetazos contra eventuales amistades, golpes con fierros, consumo de alcohol durante días enteros y amenazas de muerte. Parece ficción, pero no lo es. Así era el día a día de la familia, que puso en vilo a los vecinos de las zonas San Simón y Unión San José durante todos estos años.
Estos dos barrios colindan entre sí. Están ubicados al este del Barrio Gráfico, de subida a Villa Fátima. El primero tiene casas recién pintadas, gradas y calles asfaltadas, incluye la cancha Petrolera y metros más abajo la bóveda del río Orkojahuira; en el segundo, las viviendas están edificadas con precariedad en pleno cerro, las calles son casi intransitables, de tierra y piedras, además de desorganizadas.
En San Simón hay poco movimiento, los vecinos permanecen en sus domicilios, uno que otro camina por las calles, todos concentrados en sus actividades. Pero cuando escuchan preguntar sobre la familia León, de repente algunos salen de sus casas, se acercan recelosos y confiesan el miedo que sienten. La madre y sus siete hijos aún tienen una casa allí y mantienen atemorizadas a las familias.
“Son tremendos, aquí no tienen comunicación con los vecinos, les tenemos miedo porque a veces los hijos corretean con machetes a la gente que viene a quedarse en sus casas o a cualquier otra persona. Da miedo. Antes era peor, cuando todos los hermanos vivían aquí”, cuenta una vecina.
En ambos barrios, los León tienen al menos tres viviendas. La que está en Unión San José, cerca del barrio 24 de Junio, pertenece a los abuelos. “El señor falleció hace tiempo y a la abuela se la llevaron después de que pasó este problema con la pareja”, dice una señora que los conoce hace tiempo. El lugar tiene dos habitaciones hechas de adobe y cubiertas con calaminas viejas.
La segunda casa es de Israel León y su concubina, Estefany Guizada, y está casi al pie del cerro, en Unión San José. Aquí llegaron Carla y Jesús para continuar el festejo de Año Nuevo con los hermanos León y aquí fueron asesinados; este domicilio es el que queda más cerca del embovedado del río Orkojahuira.
Y en el tercer inmueble, más cerca de la cancha Petrolera, también en Unión San José, vivía Eliot León con su pareja, Priscila Choque. “Ellos estaban en alquiler porque esa casa es de unos señores que se fueron a los Yungas”, comenta la misma vecina.
La madre de los León, Daria Fernández, se fue hace tiempo a vivir a otra zona, aunque en el mercado de Villa Fátima tiene un quiosco y un almacén que atiende con sus hijas.
Los vecinos de San Simón evitaban cualquier contacto con los hermanos León. “No sabemos con qué nos van a responder, si nos van a amenazar o si nos van a golpear. Ya hubo varias discusiones y ellos nos han amenazado incluso de muerte. Son peligrosos”, confiesa Arturo E.
La gente que vive en Unión San José asegura que la mañana del 1 de enero no escucharon ni vieron nada extraño en la casa de Israel León. “Por las noticias nos enteramos del asesinato, pero cuando saltó ese apellido fácil nos hemos dado cuenta que eran ellos, ¿quiénes más?”, dice Carola.
“Es que nos han metido miedo, veíamos cómo había días enteros que farreaban, traían gente de otros sitios, entre ellos se pegaban, la sangre se veía en la calle. Su madre después los curaba y ahí quedaba, nadie denunciaba y ellos seguían en esas andanzas”, recuerda una mujer que prepara el almuerzo en su cocina, que da a una vía empedrada de San Simón.
Un megaoperativo policial
El 26 de enero, una semana después de que la Policía diera con los cuerpos de Carla y Jesús, Eliot León descendía de un avión en el aeropuerto militar Bartolina Sisa, de El Alto, luego de haber sido repatriado de Brasil. Estaba enmanillado, se había rapado la cabeza, tenía puesta una camisa blanca, una chaqueta ploma con rojo y un pantalón de tela color caqui. Parecía abrumado por la cantidad de uniformados y periodistas que lo esperaban.
Ministros, viceministros, fiscales, policías, investigadores, entre otros, presentaron a Eliot públicamente en el mismo aeropuerto. Esta detención les sirvió para asegurar que el asesinato de los chicos estaba esclarecido, que se tenía a todos los implicados.
Eliot León había llegado a la localidad brasileña de Coimbra, en San Pablo, el 9 de enero para pedir ayuda a los familiares de su esposa, en un taller de costura. Una llamada que hizo a su familia durante esos días permitió ubicarlo a través de un rastreo satelital. Policías brasileños llegaron a detenerlo y lo entregaron al Consulado de Bolivia desde donde se tramitó su repatriación en tiempo récord. Desde territorio brasileño, León negó ser el autor de la violación de Carla y el asesino de ambos. Dijo, entre lágrimas, que sí estuvo en la casa de su hermano pero que no los mató. “Mi familia conmigo se limpió todo, a mí me echan la culpa, yo no fui, tenía que venir aquí desde antes, no me escapé”, declaró a un medio local.
Una vez en Bolivia, antes de su audiencia cautelar, Eliot pidió perdón a su madre y solicitó a la población que no tome represalias con su familia. Culpó del doble asesinato a su hermano Israel, quien junto a sus otros hermanos y hermanas habían descargado toda la responsabilidad sobre Eliot días antes de su detención.
La autopsia determinó que Carla fue violada por Israel y por Eliot León y que tanto ella como su novio Jesús fueron asesinados a golpes.
Días después, Eliot León fue enviado a la cárcel de máxima seguridad de Chonchocoro; su hermano Israel León y su cuñado Renzo Cáceres fueron trasladados al penal de San Pedro. La hermana Mikaela León y sus cuñadas Stefany Guizada, esposa del hermano mayor, y Priscila Choque, mujer de Eliot, fueron detenidas y derivadas a los penales de Obrajes y Miraflores. Después de seis meses de su detención aún se espera el inicio del juicio oral.
Al margen de ellos, hay dos hombres y dos mujeres más involucrados en la venta y recepción de los celulares de las víctimas. No tienen relación directa con el doble crimen pero forman parte de la investigación policial.
Sueños rotos, velas para los milagrosos
Martha no pudo ver el cuerpo de su hermana, su familia no se lo permitió. Eso le hacía dudar que fuera ella, ya que mantenía una pisca de esperanza de que ese cuerpo fuera el de otra mujer, hasta que tuvo un sueño. “Apareció Carla en mis sueños, me dijo que me porte bien, que cuide a mis hermanas y a mi mamá, que me quiere y que estará conmigo. Cuando desperté supe que ese cuerpo que habíamos enterrado era de ella”, recuerda.
Gabi, una de las hermanas de Jesús, todavía tiene una espina en el pecho. Pese a saber que su hermano está muerto quiere ayuda para saber qué pasó con la mano izquierda de Jesús. “Cuando le hicieron la autopsia no se encontró su manito, es como si la hubieran cortado y quemado una parte, mi hermano fue enterrado sin su mano y nadie habla de eso ahora”.
Después de ocho meses, la vida continúa. Hilda aún espera que su hijo llegue de clases, aunque su dormitorio ya fue recogido por completo, el deseo de volverlo a ver es inmenso. “Siempre lo espero, lloro cuando me hablan de él, no era un vago, era profesional y en mi casa trabajaba. Yo no sé hasta cuándo estaré así, ya no puedo, todos los días veo la foto de mi hijo y lloro, era sano. Dios nomás que me vea”, se lamenta.
Desde que Jesús murió, cada domingo los cuatro hermanos y sus familias se reúnen en la casa de su madre; lo hacen para cumplir el sueño de Jesús: ver a sus seres queridos reunidos. Los lunes van al cementerio a dejarles flores y a recoger las cartas que les dejan, y cada día Hilda enciende una vela blanca en la habitación de su hijo y compañero, y le reza, le pide que no lo abandone.
A Martha no le gusta hablar de su hermana delante de otras personas, le duele recordarla, pero sabe que de a poco la tristeza se convertirá en resignación de no tenerla a su lado. Su madre, María Antonia, habla poco, el dolor se ve en sus ojos. “Mi hija era muy estudiosa, primero quería terminar de estudiar y decía que después quería tener su wawita”, dice.
Martha aún guarda la corbata de goma eva que Jesús usó la madrugada de Año Nuevo en su casa, cuando llegó a recoger a Carla para irse a bailar. Esa corbata está colgada junto con la de su esposo, en unas flores de plástico en la sala de su casa. Recuerda que su hermana estaba muy emocionada de ir a bailar esa noche. Pese a que Jesús y a Carla les pidieron quedarse a cantar en su casa, ella insistió en ir a Planta Baja porque quería empezar bien el año, el año que se iba a casar con su novio.
“Estaban buscando dinero para un anticrético o para casarse, se querían casar de una vez. Mi hermana quería llevarla a mi mamá a vivir con ella y Jesús estaba de acuerdo porque se llevaban muy bien”, sostiene Martha.
Los sueños de los chicos se desvanecieron la madrugada de Año Nuevo, nada ya se puede cumplir excepto el deseo que tenían: ver a sus familias unidas. El deseo de éstas, en tanto, es ver a los asesinos de Carla y Jesús en la cárcel.
Sus amigos también van a dejarles mensajes al cementerio. “Te extraño, amigo, aquí haces falta, allá nos vamos a ver de nuevo”, le escribió un compañero a Jesús. Norma cuenta que incluso hay señoras que llegan de Cochabamba para pedirles milagros. “‘Les pido a ellos y me va bien’, me dicen, les traen flores y les dan serenatas”.
Hay otras cartas en las que se nombran a otros implicados en el asesinato. “Los que están en la cárcel no son los únicos, hay más que están en esto, busquen, averigüen a los amigos”, dice una nota en papel sábana, doblada en tres. Estos mensajes se convierten en dudas para las familias que desean cadena perpetua para los asesinos, pero como esta figura no existe en la legislación boliviana, quieren que cumplan con la pena máxima: 30 años de cárcel sin derecho a indulto.
Las familias quieren justicia para Carla y Jesús, no sólo por ellos sino también por todas esas personas que llegaron al Cementerio General aquel 20 de enero, para acompañarlas en el entierro, y se identificaron con el sufrimiento de sus seres queridos. “No queremos que pase algo así con mis hijas o con los hijos de la gente que todos los días sale a trabajar”, dice Eva, la hermana de Jesús.
Ese día, los chicos fueron enterrados lado a lado en los nichos que ahora están repletos de flores. Los cuerpos llegaron en ataúdes blancos con las fotos de ambos. Cientos de personas a su alrededor, llenas de ira y de dolor, lanzaban flores y convocaban a marchas para pedir justicia. Las familias de ambos mandarán a hacer sus lápidas este mes, en eso quedaron.
Antes de ser sepultados, durante la misa en el cementerio, el sacerdote otorgó a ambos jóvenes el sacramento del matrimonio, los casó en homenaje al amor que se tuvieron por casi 10 años. Minutos después, un familiar sacó un papel al pie de las tumbas. “Quiero olvidar el pasado. Perdón por hacerte daño. Estaremos juntos y nos casaremos (…). No me importa nadie, sólo tú me gustas. Te quiero, te amo”, le escribió Carla a Jesús hace tiempo, como una prueba de su amor.
Y parece que ese sentimiento se refleja en todo el que se acerca a rezarles. “No hay tanta fe como con ellos, ellos inspiran, por eso yo les rezo”, dice segura Beatriz López, una joven que se acerca a la tumba de los chicos a rezar. De fondo, aparece otra vez don Manuel, rasgando su guitarra. “Como quisiera, ay // que tú vivieras. // Que tus ojitos jamás se hubieran cerrado nunca y estar mirándolos. // Amor eterno // e inolvidable. // Tarde o temprano estaré contigo para seguir amándonos”, les canta a Carla y Jesús, y a su amor eterno.
Esta crónica fue publicada en su versión original en el libro Prontuario: casos de la crónica roja que conmocionaron Bolivia, en agosto de 2019.