Conversación en un invernadero

Conversación en un invernadero

Razones lejanas y cercanas para seguir evolucionando

Jacinto Castillo - Director de AGRICULTURA 2000


Fue un día cualquiera de la campaña pasada. A las cuatro de la tarde, la calma convertía al invernadero en un lugar extrañamente seductor, inundado de aromas a vida y traspasado por una luz tenue que multiplicaba sugerencias de relatos de ciencia ficción entre la abigarrada vegetación, entre las pequeñas alhajas que pendían de las plantas con sus tonos rojizos y verdes. El agricultor hablaba de su infancia entre líneos de tomate, mientras se llevaba a los labios los cherrys más maduros. Entonces se detenía, miraba al suelo para concentrarse y acababa de comerse el fruto para retomar el hilo de su relato. Aquellas tardes haciendo la tarea en el cuarto de estar mientras la madre volvía del invernadero tratando de poner orden en la casa y luego la llegada del padre, con la fatiga escrita en la frente y un sin fin de asuntos que comentar en medio del olor a cena. Casi como si estuviese revelando un secreto, como si su intrahistoria particular fuese un territorio vedado a este otro mundo plagado de sensores de salinidad, a esta selva cartesiana del interior del invernadero.

¿Cómo es posible ponerle normas a la Naturaleza? El agricultor recuerda la sabiduría agrícola, casi antropológica de sus padres y la describe con una sonrisa complaciente. Recuerda también las providenciales visitas del perito y las incertidumbres de una forma de cultivar que no se parecía en nada a las de la sierra. 

Sin embargo, esa tarde, el agricultor que aún no había llegado a los cuarenta y que llevaba en la cartera la foto de un bebé como si fuese un tesoro estaba orgulloso de haber “inventado” su propia manera de controlar la conductividad del agua, sabía como procurar que esos minúsculos aliados que se comían las plagas vivieran a cuerpo de rey en su invernadero. Sabía también que los vientos de Poniente eran una amenaza que podía ser conjurada a base de talento. Sabía como esos cherrys casi perfectos tenían nombre y apellidos. Era consciente, en suma, de que podía seguir aprendiendo para que la herencia inmaterial de sus padres no dejara de generarle un nudo en la garganta al recordar como había sido su infancia y su adolescencia. 

Con la tarde ya doblando sobre la limpia arena del invernadero, el agricultor dejó pasar unos instantes para reordenar todo lo que había dicho mientras recorría las tomateras. Quiso comenzar de nuevo, evitando terrenos emocionalmente resbaladizos. El futuro era una bola de cristal de escasa transparencia. El mundo parecía estar cambiando más deprisa que sus tomates a lo largo del ciclo de cultivo. 

Las cosas costaban más de lo que valían pero a sus cosechas les pasaba lo contrario. Pero, ese bebé cuya foto llevaba en la cartera se merecía todo. Merecía cualquier esfuerzo, cualquier hazaña. Otra vez la garganta se le puso en contra, pero ya era hora irse y la despedida vino a cambiar el tercio. 

El agricultor dejó el resto de la conversación para otro día, pero no quiso que quedara una sombra de duda: su invernadero seguiría siendo el escenario de su historia familiar, pero el futuro imponía cambios de decorado. Las innovaciones que él había introducido tendrían que estar acompañadas de nuevas ideas mañana o pasado. Sería necesario andar nuevos caminos. Arriesgarse a tomar decisiones, a invertir sin tener todo claro. Probablemente, si la segunda parte de la conversación tardaba en producirse habría cambios en su invernadero. Las razones fundamentales para cambiar las cosas estaban muy lejos: Berlín, Hamburgo, París, Bristol, Estocolmo. Lejos de esta llanura al pie de la Serrata. Pero los verdaderos desencadenantes estaban muy cerca: sus padres, siempre en la memoria, siempre paseando del brazo al anochecer. Y su hijo, en la tierna foto que llevaba en la cartera. 


Inicia sesión para ver o añadir un comentario.

Otros usuarios han visto

Ver temas