Del silencio a la resonancia
La voz humana no es mero sonido, sino el aliento que hace visible lo invisible.
-Maria Zambrano
Hace algunos días, mientras revisaba unos apuntes de mis últimas lecturas, recordé una práctica que en su sencillez, encierra un enorme poder: leer en voz alta. La época en la que vivimos nos tiene atados a las pantallas y saturados de mensajes instantáneos dominando gran parte de nuestras conversaciones, por lo cual considero que es urgente rescatar la palabra en su dimensión más humana, aquella que no solo se emite, sino que, además, se entona, se respira y se siente.
Leer en voz alta no es una actividad reservada a la infancia, a los maestros en el salón de clase o a los actores en el teatro. Es un ejercicio profundamente humano que deberíamos retomar como parte de nuestra cotidianidad. Cuando leemos en voz alta, damos vida a las palabras, las dotamos de textura, de matices y de ritmo. Escucharnos pronunciar lo que leemos nos permite conectar con el sentido original del texto, hacer una pausa y preguntarnos: ¿estoy transmitiendo lo que realmente quiero decir?, ¿estoy entendiendo lo que el autor o la autora ha querido contarme?
La práctica de la lectura en voz alta se remonta a tiempos inmemoriales, cuando la transmisión del conocimiento y las historias se sustentaba en la oralidad. En la antigua Grecia, los rapsodas recitaban a viva voz los poemas épicos, como la Ilíada y la Odisea, manteniendo así vivas las tradiciones y las hazañas de héroes y dioses a través de la entonación y el gesto. Este acto era una manera de compartir saberes, de dar forma a la identidad cultural y de reforzar los lazos comunitarios.
En la Roma clásica, la lectura en voz alta continuó siendo fundamental. Los romanos no concebían la lectura como un acto solitario, silencioso y pasivo; más bien la consideraban una práctica social. Era común que un esclavo culto —el lector— leyera en voz alta para su patrón y sus invitados durante banquetes o reuniones. Esta tradición oral permeaba la vida cotidiana de la urbe, desde las plazas del Foro hasta los espacios íntimos del hogar. El filósofo y teólogo San Agustín, en sus “Confesiones”, relata con sorpresa cómo San Ambrosio leía en silencio, algo muy poco habitual entonces, reflejando que la “lectura muda” era la excepción, no la norma.
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Estos hechos históricos subrayan que, antes de que la lectura silenciosa se volviera estándar, la voz era el principal vehículo para decodificar y compartir el texto. La lectura en voz alta transmitía información y moldeaba la manera de entender y apreciar el contenido, a través de entonaciones, pausas y énfasis.
Además, leer poesía es especialmente enriquecedor al hacerlo en voz alta, pues la musicalidad propia del verso nos obliga a recorrer las palabras con un cierto ritmo, a prestar atención al sonido, a las cadencias, a las rimas, a las pausas. Es en esa lectura rítmica y acompañada de sonido donde la esencia misma del poema cobra vida, sumergiéndonos en su atmósfera con mayor intensidad.
La lectura en voz alta también mejora nuestra forma de hablar y de expresarnos ante los demás. Al escuchar cómo suenan nuestras palabras, nos volvemos más conscientes de nuestro tono, nuestro ritmo y nuestro volumen. Esta práctica nos obliga a ajustar el énfasis en los términos importantes, a refinar nuestro vocabulario y a desarrollar una dicción más clara. Así, se convierte en una herramienta fundamental para mejorar nuestras habilidades de comunicación interpersonal y profesional, algo que en el ámbito laboral, y especialmente en escenarios como LinkedIn, puede resultar de gran utilidad.
Por último, al leer en voz alta establecemos un puente entre nuestra propia historia y la de otros. Podríamos decir que la voz es un vehículo para compartir las narrativas que nos definen, no solo con quienes escuchan, sino también con nosotros mismos. De este modo, las palabras dejan de ser meros signos escritos y se transforman en acciones humanas: gestos sonoros que nos permiten comprendernos, reconocernos, debatir y empatizar.
En un mundo que a menudo nos empuja a la velocidad y al consumo rápido de información, detenernos a leer en voz alta es un acto de resistencia y de reencuentro con la esencia del lenguaje. Es un recordatorio de que la palabra es, ante todo, un instrumento de humanidad compartida, que nos permite entender el relato que somos y conectar con las historias que nos rodean. Los invito a tomar un texto —por qué no, un poema—, articular las palabras con cuidado y escucharse. Quizá, en esa melodía, descubran nuevas resonancias, otros matices de su propia voz y con ello, una forma más profunda y humana de comunicar.